HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTIAGO APÓSTOL

Viernes, 25 de Julio de 2008
Catedral de Badajoz

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos fieles miembros de la Vida Consagrada y cristianos seglares:

Todo signo de unidad en la Iglesia debe llenarnos de gozo, y convertirse en estímulo para profundizar en la llamada del Señor para que seamos todos uno como lo son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es la referencia permanente, verdadera y salvadora para la humanidad. Por tanto, no se logrará la verdadera plenitud a la que está ordenada la creación, ni se alcanzará la salvación completa de la humanidad si no llega a la unidad esencial que es el complemento necesario de nuestra identidad como criaturas de Dios y como hijos adoptivos del Padre por los méritos de Jesucristo.

Por tanto, debemos orar y trabajar sin demora y con denuedo para construir, la unidad de la Iglesia en la Comunión de fe y de gracia, y en la fraternidad espiritual. Unidad y fraternidad teologales que la Eucaristía hace posible y expresa plenamente. Al mismo tiempo, debemos procurar, con tesón y con espíritu de sacrificio, la cordial aceptación recíproca entre las personas y entre las instituciones eclesiales. No hay verdadera unidad si no se realiza en el amor. Cuando la unidad se realiza en el amor se cabe el encuentro en lo esencial y, rompiendo la uniformidad innecesaria, se cultiva la conveniente y enriquecedora pluralidad. Así ocurre en la Santísima Trinidad.

La unidad que nace cuando el amor de Dios obra en nosotros y cuando nosotros obramos por amor de Dios, esto es, movidos por la caridad, nace también la decisión de avanzar en esa otra dimensión de la unidad que es el ánimo de escuchar a los otros. En la sencilla observación y en la escucha atenta de los demás, va germinando la disposición a colaborar entre sí, y crece incluso el afecto que dulcifica los inevitables momentos difíciles de la relación entre personal y entre instituciones..

¿Por qué esta reflexión acerca de la unidad, acerca de la relación motivada por la caridad, y de la colaboración desinteresada y permanente entre personas e instituciones en la Iglesia?

Muy sencillo. Hoy celebramos la fiesta litúrgica del Apóstol Santiago, patrón de España. En el mismo día celebro mi onomástica por llevar, desde el Bautismo, el nombre del Apóstol. Y el marco en que todo tiene lugar es, en esta ocasión, el Año Santo Paulino que el Papa Benedicto XVI ha declarado para celebrarlo desde el día 28 de Junio inmediato pasado hasta el 29 de Junio siguiente.

La fiesta del Apóstol Santiago nos recuerda la fuerza de la fe como vínculo de unidad entre las personas y entre los pueblos en la gran familia que es la Iglesia. No en vano le tenemos como Patrón de España. El Año Paulino abre nuestra consideración a la gran tarea de la Iglesia que es orar y trabajar por la unidad ecuménica entre cuantos creemos en Jesucristo como salvador del mundo. Y vuestra presencia numerosa en la Eucaristía representando dignamente al Presbiterio, a los miembros de la Vida Consagrada y a los fieles laicos de nuestra Archidiócesis al celebrar de mi onomástica, constituye, también, un signo de unidad diocesana que se fragua en la comunión eclesial y se potencia en la celebración de la Eucaristía y en el cultivo del afecto personal.

Desde estos signos debemos relanzar, cada día, la oración personal y comunitaria, debidamente programada y compartida, y acentuar la acción pastoral y apostólica, con renovada ilusión y con la certeza de que el Espíritu orienta nuestros pasos. Es el Espíritu quien afirma nuestra decisión de entrega al Señor con su don de sabiduría, y nos capacita para permanecer en la constancia mediante el don de fortaleza.

En este clima de unidad y de buena disposición pastoral y apostólica, tomo palabras de S. Pablo y “doy gracias a mi Dios por vosotros mediante Jesucristo porque es conocida vuestra fe” (Rom. I, 8). Os manifiesto, a la vez, mi gratitud por la generosa colaboración que me ofrecéis en el ministerio eclesial que el Señor me ha encomendado realizar contando con vuestra valiosa ayuda. A esa gratitud añado la que merecen vuestras constantes oraciones por mí, como Pastor de esta Iglesia, y también por vuestras manifestaciones de afecto en el día de mi santo.

Convocados por la palabra de Dios y reunidos en torno a la Mesa del Señor, hagamos nuestra la oración inicial de esta Misa y pidamos con fe el don del Espíritu para que nuestra Iglesia, por el martirio del Apóstol Santiago, sea fortalecida en España, y para que se mantenga fiel a Cristo hasta el fin de los tiempos.

Esta oración se hace especialmente necesaria en estos momentos por las circunstancias señaladamente adversas en que tenemos que vivir la fe. A ello contribuyen tanto el oscuro clima creado desde instancias ajenas a la Iglesia, como los arriesgados juegos doctrinales y morales de muchos cristianos que turban la buena fe de muchos cristianos, ensombrecen la imagen de la Iglesia, y restan fiabilidad a la proclamación del mensaje de Jesucristo nuestro salvador.

Es necesario retomar el espíritu del Concilio Vaticano II y volver la mirada de la inteligencia y del corazón hacia los principios, hacia los fundamentos, hacia las esencias de nuestra identidad cristiana y relanzarnos desde ahí al cumplimiento de nuestro deber apostólico, aprovechando toda la riqueza que nos deparan tanto el progreso de las disciplinas eclesiales, como la experiencia acumulada a través de la historia multisecular desde el nacimiento de Jesucristo hasta nuestros días.

El Señor ha dejado en nuestras manos el inmenso tesoro del Evangelio, y ha supeditado, en buena medida, a nuestro celo pastoral y apostólico, la proclamación de su Verdad, el conocimiento del camino para acceder a ella, que es Cristo, y la participación en la vida de Dios que es la Gracia sacramental.

La conciencia de haber sido elegidos, ungidos y enviados por Dios en el Bautismo para proclamar el Evangelio por doquier, y el deber que en ello concierne de un modo especial a los sacerdotes y a los fieles conscientes de su identidad, ha de extenderse cada vez más entre los miembros de las distintas comunidades cristianas. Tomando ejemplo del Apóstol cuya fiesta celebramos, y de S. Pablo, apóstol de los gentiles, debemos entender y asumir que el ser apóstoles incondicionales del Señor, forma parte de nuestra identidad y de nuestra misión. Urge, pues, vencer la idea equivocada de que la acción evangelizadora corresponde a los Sacerdotes y a los consagrados al Señor; o que el apostolado es tarea de quienes disponen de tiempo libre y cierta inclinación a las cosas de la Iglesia.

La reflexión acerca de nuestra identidad ha de llevarnos al convencimiento profundo de que no somos cristianos auténticos si no somos apóstoles entregados. Por eso decía S. Pablo: “Pobre de mí si no anunciara el Evangelio”(1 Cor. 9,16). Lo que ocurre es que cada uno deberá descubrir el apostolado concreto que le corresponde llevar a cabo según la vocación específica recibida del Señor.

Somos miembros de un mismo Cuerpo, y tenemos misiones distintas ordenadas a un mismo fin; o formas diferentes de contribuir a la vida y vitalidad del Cuerpo completo y único. Se trata del cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia y, en él, no hay ningún miembro exento de cumplir su función. Por pequeño e insignificante que sea el miembro, es necesario para el equilibrio y para el pleno rendimiento del cuerpo. De tal modo que, cuando sufre un miembro, sufre también el cuerpo; y, cuando se paraliza un miembro, queda reducida la capacidad del cuerpo. Así nos lo enseña S. Pablo diciendo: “Dios ha asignado a cada uno un puesto en la Iglesia”(1 Cor. 12, 28).

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. En ella todos tenemos una misión. El error de muchos está en pensar que su pertenencia a la Iglesia consiste en poder beneficiarse de la gracia de la salvación; lo cual es entender la Iglesia como una sociedad de servicios. Esta forma de pensar no es ajena entre nosotros, y lleva a graves errores que constatamos con frecuencia cuando acuden personas ajenas a la fe exigiendo sacramentos como un acto social, sin preparación alguna y sin disposición a enterarse del sentido y valor sobrenatural de lo que piden.

En la Iglesia estamos todos para cumplir la voluntad del Creador, que consiste en adorar, alabar y dar gracias a Dios; en seguir al Señor configurando nuestra vida con su evangelio; y en procurar que todos los pueblos alaben a Dios, como dice el salmo (cf. Sal. 116, 1). Y todo ello, hasta que haya un solo rebaño y un solo Pastor. En esta misión andamos un tanto disminuidos. Es urgente que cada uno descubra el ejercicio del apostolado como el camino de la propia santificación y, por tanto, como la condición básica para la fidelidad. Es necesario que nos preguntemos acerca de la profundidad y firmeza de nuestra fe; porque hoy nos dice S. Pablo que la predicación, que el apostolado, depende del grado de nuestra fe: “Creí, por eso hablé” (2 Cor. 4, 13).

¡Cómo crecería la Iglesia para gloria de Dios, y cómo cambiaría la sociedad para bien de los hombres que buscan la libertad y la felicidad si fuéramos conscientes de nuestro deber apostólico y nos esforzáramos por descubrir cada uno el modo concreto de realizarlo! ¡Cómo cambiaría la familia, tan necesitada de la renovación que brota de la fe! Falta mucho una pastoral y un apostolado familiar en el que se comprometan, principalmente los matrimonios.¡Cómo cambiaría la valoración de la persona en su dignidad indestructible, y cómo cambiaría la educación de la juventud y la orientación de la vida para el futuro! Falta mucha entrega confiada y esperanzada para la búsqueda, para la acogida y para la orientación paciente y constante, amorosa y sacrificada de los jóvenes. Los tenemos muy cerca en la preparación a la Confirmación, por ejemplo. Sería muy oportuno plantearse en qué consiste la llamada catequesis de Confirmación. Y así sucesivamente.

Buen momento éste para pensarlo y para pedir a Dios, como gracia urgente, que llegue a los padres de familia, a los educadores, a los empresarios y obreros, a los intelectuales y a los estudiantes, a los ciudadanos y a los cristianos que tienen responsabilidades de gobierno, la profundización en la fe, la coherencia y la generosidad para ejercer el apostolado que corresponda a cada uno.

Queridos hermanos todos: que el Señor nos encuentre dispuestos como estaban Juan y Santiago, para vencer con la fe y la gracia las dificultades del ministerio que nos compete, y le respondamos diciendo con firmeza y esperanza: “¡Podemos!” (Mt. 20, 22).

Que la Santísima Virgen María, mujer fuerte y plenamente fiel, madre amantísima y medianera de todas las gracias, nos alcance la gracia de ser verdaderos apóstoles en la Iglesia y en el mundo, y profetas de la esperanza para quienes se encuentren abatidos a nuestro lado.

QUE ASÍ SEA

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