ORDENACIÓN SACERDOTAL DE NUEVOS PRESBÍTEROS

Sábado, 28 de junio de 2008
Templo parroquial de Ntra. Sra. de la Consolación de Azuaga

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos familiares y amigos de José y de Ángel,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares,

Mi saludo especial para los sacerdotes y los feligreses de esta Parroquia de Azuaga, que nos brinda el precioso marco de su grandioso templo para la celebración del Sacramento del Orden sagrado;

queridos José y Ángel, ya próximos presbíteros de nuestra Archidiócesis.

1.- Vais a ser elegidos y a recibir el sagrado Orden sacerdotal el mismo día en que celebramos la memoria de S. Ireneo, Obispo y pastor de la Iglesia, defensor de la fe y maestro para muchos cristianos a través de los siglos.

La Santa Madre Iglesia, que os llama al presbiterado en Nombre de Jesucristo, manifiesta necesitaros como esforzados obreros en la viña del Señor. Al mismo tiempo, con la proclamación de la Palabra de Dios y con el ejemplo del Santo a quien hoy veneramos, os enseña una preciosa lección para el ejercicio de vuestro inisterio.

San Ireneo fue testigo de Jesucristo siguiendo las huellas del Buen Pastor, que “da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 11); le imitó hasta el martirio, concluyendo su vida con un acto de sublime entrega al Señor después de haber dedicado ejemplarmente todas sus capacidades a la grey que le había sido encomendada.

La entrega de los pastores al servicio de las ovejas no se mide solamente por la generosidad. Podría ser una entrega ciega y estéril. Es necesario que activemos en nosotros las mismas motivaciones que llevaron a Jesucristo, cabeza, maestro y guardián de los Pastores, a cumplir con el mandato del Padre para ser, al mismo tiempo, sacerdote y víctima en el sacrificio redentor.
La motivación de Jesucristo, que S. Ireneo supo entender y asumir, fue su identificación con el Padre que le había enviado. Jesucristo había dicho claramente: “El Padre y yo somos una mis cosa” (Jn 10, 30). “Quien me ve a mi, ve al Padre” (Jn 14, 9). Y S. Ireneo, comenta: “La claridad de Dios vivifica y, por tanto, los que ven a Dios reciben la vida...Vivir sin vida es algo imposible, y la subsistencia de esta vida proviene de la participación de Dios, que consiste en ver a Dios y gozar de su bondad” (Trat. Contra las Herejías. Lectura del Breviario). Es la cercanía de Dios, en la medida puede procurarse y experimentarse en esta vida, lo que nos capacita para descubrir la esencia de nuestro ministerio sacerdotal y para entregarnos plena y adecuadamente a él. Nuestra dedicación pastoral solamente será auténtica si nace de la experiencia de Dios, alcanzada en la unión y en la intimidad con Él.

Esa intimidad la consiguiente identificación con Él que nos permiten obrar en su Nombre conscientemente y con entusiasmo, se cultiva en la escucha atenta y religiosa de su palabra, meditada y convertida en fuente de diálogo y contemplación durante largos momentos de oración, que culminarán en la Eucaristía y que, a la vez, serán impulsados al participar del Cuerpo y de la sangre del Señor sacramentado.

La misión principal de nuestro ministerio está en el cumplimiento del mandato de Cristo: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). Por la participación en la sagrada Eucaristía, acontece y se desarrolla en nosotros el inmenso milagro de la inhabitación divina que el mismo Señor nos revela diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn. 6, 56). Por la Eucaristía llegamos a ser, simultáneamente, huéspedes y anfitriones de nuestro Señor Jesucristo. Es, pues, en la Eucaristía, donde se va fraguando el buen estilo en el ejercicio del ministerio que nos compete realizar en el nombre del Señor y en la persona de Cristo.

Tened muy presente, pues, queridos Diáconos, que las auténticas motivaciones pastorales de entrega generosa a Dios, y al prójimo por amor de Dios, según el modelo de Cristo, se fraguan en la celebración de la Eucaristía debidamente preparada, cuidadosamente realizada, consciente y limpiamente participada, y sentidamente agradecida.

2.- Llevados por el ánimo sincero de imitar a Jesucristo en el ejercicio del ministerio sacerdotal, y animados por el ejemplo y la intercesión de S. Ireneo, los sacerdotes debemos tener muy presente que Cristo se entregó hasta la muerte para ofrecernos lo más valioso que tenía. Esto era, junto a la redención del pecado y como inherente a la redención, la posibilidad de participar de la vida de Dios, integrándonos en la familia de sus hijos adoptivos y herederos de su gloria. La plena dedicación pastoral de Jesucristo tendió a manifestarnos la realidad de Dios en su esencial misterio de amor universal e infinito. Sus palabras y acciones fueron siempre una clara expresión del amor infinito de Dios a nosotros, convertido en misericordia paciente e indulgente ante nuestras debilidades y frente a nuestras incoherencias. Por eso la predicación de Jesucristo, con palabras y obras, ha supuesto una puerta abierta al horizonte de la verdad, al sentido de la vida en cualquier situación, y a la esperanza en la eternidad feliz.

3.- Para que nosotros pudiéramos conocer y cumplir este ministerio pastoral verdaderamente divino, Jesucristo quiso iluminar nuestra inteligencia y orientar nuestra libertad. La redención tenía que ser, al mismo tiempo, un regalo de Dios y un bien conocido y libremente aceptado por cada uno de nosotros. Por eso Cristo se presentó, ya desde el principio, como la Palabra de Dios, como la expresión autorizada que nos enseña quién es Dios, cuales son nuestras relaciones con él, y cuales son el camino de nuestra plenitud y la fuente de nuestra felicidad.

Dicha enseñanza la dirigió a nuestra inteligencia y a nuestro corazón, a nuestra capacidad de saber y a nuestra capacidad de querer: a la iluminación y ordenación de nuestra mente y a la potenciación de nuestra libertad. Así dejó bien claro que la “Verdad nos hace libres” (cf. Jn 8, 32).

La Verdad de Dios es la única fuente de la auténtica libertad, porque sólo la Verdad de Dios, objetiva y permanente, trascendente y a la vez asequible al hombre por la fe, resiste al error, a toda visión parcial y subjetiva de la realidad, y al encerramiento humano en que podemos caer llevados de nuestro orgullo y de falsas ilusiones. La mayor de ellas es creernos autosuficientes al margen de Dios, como ocurrió a Adán y Eva. Y así cayeron en el peor de los fracasos: el alejamiento de Dios que ellos insupera por nosotros mismos, y la esclavitud bajo el poder del maligno.

Sólo la Verdad de Dios nos abre al auténtico progreso en el dominio del mundo y de nosotros mismos, y en la relación con Dios que nos transforma y dignifica.

4.- Los sacerdotes, como pastores, estamos llamados a proclamar íntegramente la Verdad de Dios y a potenciar con ella la libertad auténtica de las personas. Por eso debemos cuidar con entusiasmo y tesón la iniciación cristiana de niños, jóvenes y adultos procurando en ella que conozcan a Dios con la inteligencia y con el corazón; esto es, que lleguen a tener, cada uno según sus posibilidades y estilos propios, una auténtica experiencia de Dios. No extrañe, pues, que la Iglesia insista en que los primeros catequistas son siempre, sean cuales fueren las circunstancias, el Obispo y los Sacerdotes.

Sería un error dejar nuestra misión catequética al aire de la improvisación. En consecuencia, aun a pesar de la escasez de sacerdotes y en medio de tantos requerimientos que nos hacen sentir la limitación del tiempo y de nuestras fuerzas, ningún sacerdote que se precie puede considerar cumplida su responsabilidad ministerial abandonando totalmente la catequésis en manos de otras personas; ni es acertado entregarles ese ministerio, fundamental en la Iglesia, confiando simplemente en la bondad de los llamados catequistas, si carecen de un conocimiento suficiente de la doctrina cristiana. Los catequistas, cada uno en su nivel y de acuerdo con las exigencias de los catecúmenos, han de ser capaces de dar razón doctrinal y testimonial de su fe y de su esperanza. En consecuencia, la formación propia y la de los colaboradores en la misión catequética se convierte, especialmente en nuestros días especialmente recios, en una tarea imperiosa y urgente.

Sólo conociendo al Señor por la inteligencia y por el corazón, por la verdad y por la experiencia de Dios que nos abren al conocimiento de su amor y de su misericordia infinita podemos llegar a poner nuestra vida a su servicio y , desde él, proclamar sin miedo la salvación universal, e iluminar cristianamente el orden temporal. Sólo desde ese descubrimiento intelectual y experiencial de Dios podremos entender que la evangelización es la razón de nuestra vida, y la única razón que da sentido a nuestra existencia. Por eso S. Pablo exclamaba: “Ay de mí si no evangelizare” (1 Co 9,16).

No perdáis la conciencia de vuestro principal deber pastoral que es manifestar a los hombres y mujeres, a los niños y a los mayores, a los distraídos y a los ensimismados, la Verdad de Dios, el rostro de Dios, el amor de Dios que se ha hecho imagen humana en Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Solamente desprecia al Señor o le da la espalda quien no le conoce. Por eso, El recordado Papa Juan Pablo II, al iniciar el tercer milenio del cristianismo nos decía: “los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ (NMI. 16).

5.-En el curso de vuestra vida sacerdotal, os posiblemente sintáis la necesidad de llevar acabo otros quehaceres colaterales a la evangelización. Es muy posible que estos quehaceres, muchas veces rodeados de complejidad, lleguen a provocar y exigir una generosa entrega personal ocupando vuestro tiempo con acciones de promoción de las personas, de asistencia a sus más variadas necesidades, hasta de colaboración en tareas sociales beneficiosas para las gentes. Tener sensibilidad para percibir esto, y colaborar en ello según vuestras posibilidades, está muy bien. Pero tendréis que pedir siempre al Señor que su Espíritu guíe vuestra inteligencia y oriente vuestro corazón, de modo que no os apartéis de vuestro ministerio sacerdotal por excelencia, que no os perdáis ni os entretengáis en lo que otros pueden y deben realizar, aunque os mueva a ocuparos en ello el amor a los hermanos. Hay misiones que corresponden más a los religiosos y a los seglares. No seáis absorbentes. Sed promotores. Imitad a los apóstoles en las razones que les llevaron a elegir los primeros siete diáconos.

6.- Es muy importante que recordéis constantemente el diálogo entre Cristo y Pedro, que hoy nos recuerda el santo Evangelio. El Señor encomienda a Pedro la misión pastoral cuando verifica en Pedro el amor a Dios, y cuando escucha del apóstol la confesión de un amor sincero y profundo: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21, 17).

Que vuestra preocupación primerísima sea siempre amar y preferir a Dios ante todo, sobre todo y a pesar de todo. Cuando se debilita o se enfría el amor a Dios, se pierde la relación íntima y profunda con la Verdad y, en consecuencia, se va perdiendo la libertad de espíritu, y comienza la dependencia y la esclavitud interior. Cuando la verdad, la intimidad y la experiencia de Dios quedan cubiertas por la nubes de los ajetreos humanos, se debilita el amor a Dios y van tomando cuerpo otras ocupaciones que rompen el amor primero y deforman la condición pastoral que nos incumbe. Todo ello puede llevarnos incluso a perder la referencia de nuestra identidad sacerdotal.

Una última palabra. El Papa Benedicto XVI abre hoy en Roma el Año Jubilar de S. Pablo, apóstol de los gentiles, evangelizador de los alejados del pueblo de Dios. La mejor forma de iniciar en nosotros cuanto nos ofrece y nos exigen el Año paulino es tener en cuenta su mensaje y su ejemplo. Hoy nos dice, dirigiéndose a Timoteo:“Esmérate en la justicia y la fidelidad, el amor fraterno y la paz con los que invocan sinceramente al Señor” (2Tim 2, 22).

A partir de vuestra ordenación sacerdotal comenzáis a formar parte de la gran familia del Presbiterio diocesano. Los hermanos no se eligen entre sí, como tampoco se eligen los padres y los hijos. Todos ellos son, los unos para los otros, puro regalo de Dios. Tratad a vuestros hermanos sacerdotes como merecen ser tratados los regalos que el Señor nos hace. Y cuidad, con exquisito respeto y dedicación, que estos regalos no sufran deterioro si está en vuestras manos evitarlo. Al mismo tiempo, tened bien presente que vosotros sois también un regalo para vuestros hermanos. Cuidad de vosotros para que lleguéis a ellos sin menoscabo de los dones con que el Señor os ha enriquecido.

Que el Señor, por mediación de la Santísima Virgen María, bendiga a vosotros y a vuestros ya próximos feligreses.

QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: