HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTIAGO APÓSTOL

Viernes, 25 de Julio de 2008
Catedral de Badajoz

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos fieles miembros de la Vida Consagrada y cristianos seglares:

Todo signo de unidad en la Iglesia debe llenarnos de gozo, y convertirse en estímulo para profundizar en la llamada del Señor para que seamos todos uno como lo son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es la referencia permanente, verdadera y salvadora para la humanidad. Por tanto, no se logrará la verdadera plenitud a la que está ordenada la creación, ni se alcanzará la salvación completa de la humanidad si no llega a la unidad esencial que es el complemento necesario de nuestra identidad como criaturas de Dios y como hijos adoptivos del Padre por los méritos de Jesucristo.

Por tanto, debemos orar y trabajar sin demora y con denuedo para construir, la unidad de la Iglesia en la Comunión de fe y de gracia, y en la fraternidad espiritual. Unidad y fraternidad teologales que la Eucaristía hace posible y expresa plenamente. Al mismo tiempo, debemos procurar, con tesón y con espíritu de sacrificio, la cordial aceptación recíproca entre las personas y entre las instituciones eclesiales. No hay verdadera unidad si no se realiza en el amor. Cuando la unidad se realiza en el amor se cabe el encuentro en lo esencial y, rompiendo la uniformidad innecesaria, se cultiva la conveniente y enriquecedora pluralidad. Así ocurre en la Santísima Trinidad.

La unidad que nace cuando el amor de Dios obra en nosotros y cuando nosotros obramos por amor de Dios, esto es, movidos por la caridad, nace también la decisión de avanzar en esa otra dimensión de la unidad que es el ánimo de escuchar a los otros. En la sencilla observación y en la escucha atenta de los demás, va germinando la disposición a colaborar entre sí, y crece incluso el afecto que dulcifica los inevitables momentos difíciles de la relación entre personal y entre instituciones..

¿Por qué esta reflexión acerca de la unidad, acerca de la relación motivada por la caridad, y de la colaboración desinteresada y permanente entre personas e instituciones en la Iglesia?

Muy sencillo. Hoy celebramos la fiesta litúrgica del Apóstol Santiago, patrón de España. En el mismo día celebro mi onomástica por llevar, desde el Bautismo, el nombre del Apóstol. Y el marco en que todo tiene lugar es, en esta ocasión, el Año Santo Paulino que el Papa Benedicto XVI ha declarado para celebrarlo desde el día 28 de Junio inmediato pasado hasta el 29 de Junio siguiente.

La fiesta del Apóstol Santiago nos recuerda la fuerza de la fe como vínculo de unidad entre las personas y entre los pueblos en la gran familia que es la Iglesia. No en vano le tenemos como Patrón de España. El Año Paulino abre nuestra consideración a la gran tarea de la Iglesia que es orar y trabajar por la unidad ecuménica entre cuantos creemos en Jesucristo como salvador del mundo. Y vuestra presencia numerosa en la Eucaristía representando dignamente al Presbiterio, a los miembros de la Vida Consagrada y a los fieles laicos de nuestra Archidiócesis al celebrar de mi onomástica, constituye, también, un signo de unidad diocesana que se fragua en la comunión eclesial y se potencia en la celebración de la Eucaristía y en el cultivo del afecto personal.

Desde estos signos debemos relanzar, cada día, la oración personal y comunitaria, debidamente programada y compartida, y acentuar la acción pastoral y apostólica, con renovada ilusión y con la certeza de que el Espíritu orienta nuestros pasos. Es el Espíritu quien afirma nuestra decisión de entrega al Señor con su don de sabiduría, y nos capacita para permanecer en la constancia mediante el don de fortaleza.

En este clima de unidad y de buena disposición pastoral y apostólica, tomo palabras de S. Pablo y “doy gracias a mi Dios por vosotros mediante Jesucristo porque es conocida vuestra fe” (Rom. I, 8). Os manifiesto, a la vez, mi gratitud por la generosa colaboración que me ofrecéis en el ministerio eclesial que el Señor me ha encomendado realizar contando con vuestra valiosa ayuda. A esa gratitud añado la que merecen vuestras constantes oraciones por mí, como Pastor de esta Iglesia, y también por vuestras manifestaciones de afecto en el día de mi santo.

Convocados por la palabra de Dios y reunidos en torno a la Mesa del Señor, hagamos nuestra la oración inicial de esta Misa y pidamos con fe el don del Espíritu para que nuestra Iglesia, por el martirio del Apóstol Santiago, sea fortalecida en España, y para que se mantenga fiel a Cristo hasta el fin de los tiempos.

Esta oración se hace especialmente necesaria en estos momentos por las circunstancias señaladamente adversas en que tenemos que vivir la fe. A ello contribuyen tanto el oscuro clima creado desde instancias ajenas a la Iglesia, como los arriesgados juegos doctrinales y morales de muchos cristianos que turban la buena fe de muchos cristianos, ensombrecen la imagen de la Iglesia, y restan fiabilidad a la proclamación del mensaje de Jesucristo nuestro salvador.

Es necesario retomar el espíritu del Concilio Vaticano II y volver la mirada de la inteligencia y del corazón hacia los principios, hacia los fundamentos, hacia las esencias de nuestra identidad cristiana y relanzarnos desde ahí al cumplimiento de nuestro deber apostólico, aprovechando toda la riqueza que nos deparan tanto el progreso de las disciplinas eclesiales, como la experiencia acumulada a través de la historia multisecular desde el nacimiento de Jesucristo hasta nuestros días.

El Señor ha dejado en nuestras manos el inmenso tesoro del Evangelio, y ha supeditado, en buena medida, a nuestro celo pastoral y apostólico, la proclamación de su Verdad, el conocimiento del camino para acceder a ella, que es Cristo, y la participación en la vida de Dios que es la Gracia sacramental.

La conciencia de haber sido elegidos, ungidos y enviados por Dios en el Bautismo para proclamar el Evangelio por doquier, y el deber que en ello concierne de un modo especial a los sacerdotes y a los fieles conscientes de su identidad, ha de extenderse cada vez más entre los miembros de las distintas comunidades cristianas. Tomando ejemplo del Apóstol cuya fiesta celebramos, y de S. Pablo, apóstol de los gentiles, debemos entender y asumir que el ser apóstoles incondicionales del Señor, forma parte de nuestra identidad y de nuestra misión. Urge, pues, vencer la idea equivocada de que la acción evangelizadora corresponde a los Sacerdotes y a los consagrados al Señor; o que el apostolado es tarea de quienes disponen de tiempo libre y cierta inclinación a las cosas de la Iglesia.

La reflexión acerca de nuestra identidad ha de llevarnos al convencimiento profundo de que no somos cristianos auténticos si no somos apóstoles entregados. Por eso decía S. Pablo: “Pobre de mí si no anunciara el Evangelio”(1 Cor. 9,16). Lo que ocurre es que cada uno deberá descubrir el apostolado concreto que le corresponde llevar a cabo según la vocación específica recibida del Señor.

Somos miembros de un mismo Cuerpo, y tenemos misiones distintas ordenadas a un mismo fin; o formas diferentes de contribuir a la vida y vitalidad del Cuerpo completo y único. Se trata del cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia y, en él, no hay ningún miembro exento de cumplir su función. Por pequeño e insignificante que sea el miembro, es necesario para el equilibrio y para el pleno rendimiento del cuerpo. De tal modo que, cuando sufre un miembro, sufre también el cuerpo; y, cuando se paraliza un miembro, queda reducida la capacidad del cuerpo. Así nos lo enseña S. Pablo diciendo: “Dios ha asignado a cada uno un puesto en la Iglesia”(1 Cor. 12, 28).

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. En ella todos tenemos una misión. El error de muchos está en pensar que su pertenencia a la Iglesia consiste en poder beneficiarse de la gracia de la salvación; lo cual es entender la Iglesia como una sociedad de servicios. Esta forma de pensar no es ajena entre nosotros, y lleva a graves errores que constatamos con frecuencia cuando acuden personas ajenas a la fe exigiendo sacramentos como un acto social, sin preparación alguna y sin disposición a enterarse del sentido y valor sobrenatural de lo que piden.

En la Iglesia estamos todos para cumplir la voluntad del Creador, que consiste en adorar, alabar y dar gracias a Dios; en seguir al Señor configurando nuestra vida con su evangelio; y en procurar que todos los pueblos alaben a Dios, como dice el salmo (cf. Sal. 116, 1). Y todo ello, hasta que haya un solo rebaño y un solo Pastor. En esta misión andamos un tanto disminuidos. Es urgente que cada uno descubra el ejercicio del apostolado como el camino de la propia santificación y, por tanto, como la condición básica para la fidelidad. Es necesario que nos preguntemos acerca de la profundidad y firmeza de nuestra fe; porque hoy nos dice S. Pablo que la predicación, que el apostolado, depende del grado de nuestra fe: “Creí, por eso hablé” (2 Cor. 4, 13).

¡Cómo crecería la Iglesia para gloria de Dios, y cómo cambiaría la sociedad para bien de los hombres que buscan la libertad y la felicidad si fuéramos conscientes de nuestro deber apostólico y nos esforzáramos por descubrir cada uno el modo concreto de realizarlo! ¡Cómo cambiaría la familia, tan necesitada de la renovación que brota de la fe! Falta mucho una pastoral y un apostolado familiar en el que se comprometan, principalmente los matrimonios.¡Cómo cambiaría la valoración de la persona en su dignidad indestructible, y cómo cambiaría la educación de la juventud y la orientación de la vida para el futuro! Falta mucha entrega confiada y esperanzada para la búsqueda, para la acogida y para la orientación paciente y constante, amorosa y sacrificada de los jóvenes. Los tenemos muy cerca en la preparación a la Confirmación, por ejemplo. Sería muy oportuno plantearse en qué consiste la llamada catequesis de Confirmación. Y así sucesivamente.

Buen momento éste para pensarlo y para pedir a Dios, como gracia urgente, que llegue a los padres de familia, a los educadores, a los empresarios y obreros, a los intelectuales y a los estudiantes, a los ciudadanos y a los cristianos que tienen responsabilidades de gobierno, la profundización en la fe, la coherencia y la generosidad para ejercer el apostolado que corresponda a cada uno.

Queridos hermanos todos: que el Señor nos encuentre dispuestos como estaban Juan y Santiago, para vencer con la fe y la gracia las dificultades del ministerio que nos compete, y le respondamos diciendo con firmeza y esperanza: “¡Podemos!” (Mt. 20, 22).

Que la Santísima Virgen María, mujer fuerte y plenamente fiel, madre amantísima y medianera de todas las gracias, nos alcance la gracia de ser verdaderos apóstoles en la Iglesia y en el mundo, y profetas de la esperanza para quienes se encuentren abatidos a nuestro lado.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Domingo, 29 de junio de 2008
Santa Iglesia Catedral de Badajoz

1. Saludo
Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares,

2.- Cada vez se habla más entre nosotros de la necesidad del compromiso cristiano y apostólico de los miembros de la Iglesia. Esto es lo mismo que manifestar la importancia del deber apostólico y de la urgencia del apostolado al que todos estamos llamados y básicamente capacitados por el Bautismo.

El apostolado de los cristianos hoy, en un mundo especialmente hostil, plural e incluso de algún modo susceptible ante la religión, se hace necesario en la misma medida en que resulta difícil.
Para sentirse llamado al apostolado y decidido a superar sus dificultades no basta con percibir el enfriamiento y el deterioro de la fe cristiana en algunos ambientes. No basta con observar que baja el nivel de influencia de la Iglesia en relación con otras fidelidades religiosas, o en comparación con la prestancia que pudo tener la misma Iglesia en nuestra sociedad, si miramos otros tiempos.

3.- El apostolado, que requiere el cultivo personal para que nuestra vida sea coherente con la fe que profesamos, y que ha de contar con la conciencia de que estamos llamados al apostolado activo, solo será posibles si llegamos a descubrir que el ejercicio del apostolado es imprescindible para alcanzar nuestra propia santificación. Y este descubrimiento se alcanza cuando entendemos la fuerza y la vigencia universal del mandato de Cristo “id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt. 28, 19). Mandato que va unido a la comprometedora llamada del Señor cuando nos dice: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

Ser perfectos como nuestro Padre celestial, supone agotar en dicho programa todas nuestras posibilidades, empeñando en ello la firme decisión de permanecer fieles al Señor venciendo, día a día con su gracia, nuestras debilidades y torpezas. Y la fidelidad al Señor implica muy claramente el cumplimiento de nuestra misión apostólica, bien manifiesta en las ya referidas palabras de Cristo: “id y haced discípulos de todos los pueblos...” (Mt. 28, 19).

La revisión de nuestra fidelidad al Señor pasa, pues, por la revisión de nuestro compromiso apostólico. Compromiso que debe ser permanente, y ha de estar orientado según el estilo de vida y según las circunstancias en las que el Señor ha querido que vivamos cada uno. Podríamos decir que la vocación al apostolado es inseparable de la vocación a la forma concreta en que cada uno debe orientar su existencia. No son iguales las dedicaciones apostólicas de un sacerdote, de un religioso, de un seglar, de un padre de familia, de un político, de un intelectual, etc. aunque haya entre ellos determinados aspectos coincidentes.

La inseparable relación que existe en un cristiano entre el ejercicio del apostolado y la propia santificación se convierte en lógica exigencia para que ejerzamos el apostolado sin interrupción. El apostolado no es ocupación de los tiempos libres. O somos apóstoles o no avanzamos en el camino de nuestra plenitud o, lo que es lo mismo, de nuestra perfección o santificación.

Como el apostolado no puede ser auténtico si el testimonio de vida no acompaña a la predicación, a la palabra con que pretendemos dar a conocer a Jesucristo, el apostolado será no solo una exigencia de la fidelidad al Señor, sino un reclamo para vigilar nuestra misma fidelidad. Nuestra fidelidad al Señor se mide, también, por nuestra dedicación apostólica. Más todavía: si en el proyecto de fidelidad al Señor ha de estar necesariamente presente el amor y atención al prójimo, no podremos estar seguros de que andamos por el camino que el Señor nos ha trazado, si no ejercemos el apostolado con los hermanos que lo necesiten; porque el mayor gesto de amor y servicio al prójimo consiste en darle a conocer el rostro de Cristo nuestro salvador y ayudarle a que configure su vida con Cristo y alcance así su propia salvación. Y en ello consiste, precisamente, el apostolado.

4.- Puestos a plantearnos con seriedad nuestro deber apostólico, no podemos olvidar la clarísima lección que nos da el Santo Evangelio al referirnos el diálogo entre Cristo y Pedro. El Evangelista S. Juan nos enseña que el Señor confió a Pedro el ministerio apostólico cuando constató que Pedro le amaba sinceramente. “Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos” (Jn 21,15-17). Verdad ésta que debemos tener en cuenta y meditarla frecuentemente, porque en ella descubrimos la razón de la real eficacia pastoral o apostólica. Me refiero a la eficacia real que consiste en que Dios actúe a través nuestro. No me refiero a la eficacia aparente o perceptible que puede estar vinculada muchas veces a lo que imaginamos o pretendemos como éxitos personales o exitosos resultados tangibles.

Si no amamos a Dios, como el Apóstol Pedro manifiesta sinceramente a Jesucristo, no pondremos la propia vida al servicio del apostolado. Esta es una de las razones profundas que explican la escasez de vocaciones al apostolado seglar, a la vida consagrada y al sacerdocio. Abunda mucho una actitud acomodaticia por la que se pretende combinar el seguimiento del Señor con la satisfacción de otros intereses y con cierta sintonía con criterios y conductas dominantes y no precisamente evangélicas.

Cuando el apostolado no nace del amor sincero a Dios, sino que pretendemos ejercerlo desde esas posturas acomodaticias, lo que se logra es una simple apariencia de apostolado. Y esta apariencia puede caer, en primer lugar, en la inconsciente pretensión de que las gentes acudan junto a nosotros; y, en segundo lugar, en la predicación de un Evangelio no suficientemente contrastado con la Verdad de Jesucristo que la Iglesia nos transmite con plena fidelidad gracias a la asistencia del Espíritu Santo.

En el primer caso, estaríamos tergiversando la esencia del apostolado, que consiste en hacer discípulos de Jesucristo y no nuestros. Cosa que teóricamente parece clara para todos, pero que, en la práctica queda un tanto confusa. Sobran peligrosos proselitismos en la Iglesia y falta colaboración desinteresada entre todas las formas de vida cristiana y de apostolado, entre la personas e instituciones, y entre grupos y estilos diferentes, para ofrecer el rostro de Cristo a quienes le buscan con sincero corazón. Muchas veces falta que nuestro proceder se abra a la mutua aceptación y a la colaboración para que lleguemos a manifestar la unidad en el amor, que es la nota fundamental de la enseñanza de Cristo y de la esencia de la Iglesia.

En el segundo caso, el peligro estaría en que no aportaríamos al prójimo destinatario de nuestro apostolado la Verdad de Cristo, sino simplemente verdades que no pueden saciar. No olvidemos que hemos sido creados por Dios y para Él, y que nuestro corazón no puede encontrar su satisfacción, su felicidad y su descanso hasta que descanse en Dios.

Frente a todo esto, el mensaje evangélico de hoy nos llama a fundamentar el apostolado en el amor sincero a Dios. Este amor no sólo nos llama a la fidelidad personal, sino, sobre todo, a la identificación progresiva con el Señor, de la que brota, espontánea y debidamente, el testimonio claro y firme de Jesucristo. Unido a él, está el deseo expresado por Juan Bautista, y que debe ser la máxima que rija la vida de todo apóstol: “es necesario que yo mengue y el crezca” (Jn 3, 30).

5.- Por otra parte, el Evangelio de hoy añade algo muy importante e íntimamente conexo con la acción evangelizadora. El amor a Dios, que nos acerca a su intimidad personal, nos ofrece un conocimiento genuino de quién es el Señor; condición ésta, para transmitir con fidelidad su imagen, su rostro, su mensaje. El amor es capaz de conocer a las personas por encima de la inteligencia, porque ve en lo escondido del corazón. Que se lo pregunten, si no, a las madres.

Así nos los muestra el diálogo entre Jesucristo y sus apóstoles, en el que san Pedro toma la iniciativa de la respuesta. Pregunta Jesús: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt 16, 13). San Pedro, después de escuchar las respuestas que corren por el ambiente, y que dependen de lo que capta la inteligencia a través de las apariencias y de los comentarios, y sintiéndose llamado a manifestar lo que se deduce del contacto personal y frecuente con el Señor, dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16)

Con esta respuesta queda manifiesto que a la realidad profunda de Cristo no se puede llegar si no se une al conocimiento que nos ofrece su palabra, el contacto personal, íntimo y amoroso con el Mesías en el que juega un papel importante y decisivo el corazón. Jesús deja muy claro también, que en este contacto es donde el Señor nos hace el regalo divino que supone descubrir el misterio. Regalo que, en esencia, es la fe. Por la fe, cultivada en la íntima y frecuente relación con Dios, podemos percibir las manifestaciones que sólo el Padre puede ofrecernos. Por eso dice Jesucristo a Pedro ante su confesión mesiánica: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16, 17).

Cuando el cristiano se acerca a Dios con frecuencia, mediante la meditación, la reflexión, la contemplación, la oración y la participación en los sacramentos, entonces se capacita para ser verdadero pastor y auténtico apóstol.

6.- Este principio del conocimiento profundo de Cristo, adquirido en la intimidad con el Señor, y que es la base del auténtico apostolado, queda ratificado por San Pablo en la carta a Timoteo: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles” (2Tim 4, 17).

En la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo, testigos de las esencias del auténtico apostolado, y muestras de que Dios puede sacar verdaderos apóstoles de la debilidad y de la torpeza humanas, pidamos a Dios fe y amor, entrega y rectitud.

Estamos llamados a ser apóstoles en un tiempo difícil. Pero para Dios, que nos ha llamado, nada hay imposible.

A nosotros, confiando plenamente en que hemos sido elegidos por el Señor, nos corresponde asumir decididamente el compromiso apostólico, y decirle a Dios con fe y esperanza: “En tu nombre lanzaré las redes” (Lc 5, 4).

Aprovechemos para este programa de vida, las gracias que el Señor desea concedernos en este Año Santo de San Pablo que, siguiendo la iniciativa del Papa Benedicto XVI, abrimos ayer en nuestra archidiócesis durante la celebración litúrgica del Sacramento del Orden sagrado por el que el Señor nos regaló dos nuevos presbíteros.

Pidamos la protección de la Santísima Virgen María. Ella fue madre y apoyo de los apóstoles de su Hijo en momentos de especial dificultad.

QUE ASÍ SEA

ORDENACIÓN SACERDOTAL DE NUEVOS PRESBÍTEROS

Sábado, 28 de junio de 2008
Templo parroquial de Ntra. Sra. de la Consolación de Azuaga

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos familiares y amigos de José y de Ángel,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares,

Mi saludo especial para los sacerdotes y los feligreses de esta Parroquia de Azuaga, que nos brinda el precioso marco de su grandioso templo para la celebración del Sacramento del Orden sagrado;

queridos José y Ángel, ya próximos presbíteros de nuestra Archidiócesis.

1.- Vais a ser elegidos y a recibir el sagrado Orden sacerdotal el mismo día en que celebramos la memoria de S. Ireneo, Obispo y pastor de la Iglesia, defensor de la fe y maestro para muchos cristianos a través de los siglos.

La Santa Madre Iglesia, que os llama al presbiterado en Nombre de Jesucristo, manifiesta necesitaros como esforzados obreros en la viña del Señor. Al mismo tiempo, con la proclamación de la Palabra de Dios y con el ejemplo del Santo a quien hoy veneramos, os enseña una preciosa lección para el ejercicio de vuestro inisterio.

San Ireneo fue testigo de Jesucristo siguiendo las huellas del Buen Pastor, que “da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 11); le imitó hasta el martirio, concluyendo su vida con un acto de sublime entrega al Señor después de haber dedicado ejemplarmente todas sus capacidades a la grey que le había sido encomendada.

La entrega de los pastores al servicio de las ovejas no se mide solamente por la generosidad. Podría ser una entrega ciega y estéril. Es necesario que activemos en nosotros las mismas motivaciones que llevaron a Jesucristo, cabeza, maestro y guardián de los Pastores, a cumplir con el mandato del Padre para ser, al mismo tiempo, sacerdote y víctima en el sacrificio redentor.
La motivación de Jesucristo, que S. Ireneo supo entender y asumir, fue su identificación con el Padre que le había enviado. Jesucristo había dicho claramente: “El Padre y yo somos una mis cosa” (Jn 10, 30). “Quien me ve a mi, ve al Padre” (Jn 14, 9). Y S. Ireneo, comenta: “La claridad de Dios vivifica y, por tanto, los que ven a Dios reciben la vida...Vivir sin vida es algo imposible, y la subsistencia de esta vida proviene de la participación de Dios, que consiste en ver a Dios y gozar de su bondad” (Trat. Contra las Herejías. Lectura del Breviario). Es la cercanía de Dios, en la medida puede procurarse y experimentarse en esta vida, lo que nos capacita para descubrir la esencia de nuestro ministerio sacerdotal y para entregarnos plena y adecuadamente a él. Nuestra dedicación pastoral solamente será auténtica si nace de la experiencia de Dios, alcanzada en la unión y en la intimidad con Él.

Esa intimidad la consiguiente identificación con Él que nos permiten obrar en su Nombre conscientemente y con entusiasmo, se cultiva en la escucha atenta y religiosa de su palabra, meditada y convertida en fuente de diálogo y contemplación durante largos momentos de oración, que culminarán en la Eucaristía y que, a la vez, serán impulsados al participar del Cuerpo y de la sangre del Señor sacramentado.

La misión principal de nuestro ministerio está en el cumplimiento del mandato de Cristo: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). Por la participación en la sagrada Eucaristía, acontece y se desarrolla en nosotros el inmenso milagro de la inhabitación divina que el mismo Señor nos revela diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn. 6, 56). Por la Eucaristía llegamos a ser, simultáneamente, huéspedes y anfitriones de nuestro Señor Jesucristo. Es, pues, en la Eucaristía, donde se va fraguando el buen estilo en el ejercicio del ministerio que nos compete realizar en el nombre del Señor y en la persona de Cristo.

Tened muy presente, pues, queridos Diáconos, que las auténticas motivaciones pastorales de entrega generosa a Dios, y al prójimo por amor de Dios, según el modelo de Cristo, se fraguan en la celebración de la Eucaristía debidamente preparada, cuidadosamente realizada, consciente y limpiamente participada, y sentidamente agradecida.

2.- Llevados por el ánimo sincero de imitar a Jesucristo en el ejercicio del ministerio sacerdotal, y animados por el ejemplo y la intercesión de S. Ireneo, los sacerdotes debemos tener muy presente que Cristo se entregó hasta la muerte para ofrecernos lo más valioso que tenía. Esto era, junto a la redención del pecado y como inherente a la redención, la posibilidad de participar de la vida de Dios, integrándonos en la familia de sus hijos adoptivos y herederos de su gloria. La plena dedicación pastoral de Jesucristo tendió a manifestarnos la realidad de Dios en su esencial misterio de amor universal e infinito. Sus palabras y acciones fueron siempre una clara expresión del amor infinito de Dios a nosotros, convertido en misericordia paciente e indulgente ante nuestras debilidades y frente a nuestras incoherencias. Por eso la predicación de Jesucristo, con palabras y obras, ha supuesto una puerta abierta al horizonte de la verdad, al sentido de la vida en cualquier situación, y a la esperanza en la eternidad feliz.

3.- Para que nosotros pudiéramos conocer y cumplir este ministerio pastoral verdaderamente divino, Jesucristo quiso iluminar nuestra inteligencia y orientar nuestra libertad. La redención tenía que ser, al mismo tiempo, un regalo de Dios y un bien conocido y libremente aceptado por cada uno de nosotros. Por eso Cristo se presentó, ya desde el principio, como la Palabra de Dios, como la expresión autorizada que nos enseña quién es Dios, cuales son nuestras relaciones con él, y cuales son el camino de nuestra plenitud y la fuente de nuestra felicidad.

Dicha enseñanza la dirigió a nuestra inteligencia y a nuestro corazón, a nuestra capacidad de saber y a nuestra capacidad de querer: a la iluminación y ordenación de nuestra mente y a la potenciación de nuestra libertad. Así dejó bien claro que la “Verdad nos hace libres” (cf. Jn 8, 32).

La Verdad de Dios es la única fuente de la auténtica libertad, porque sólo la Verdad de Dios, objetiva y permanente, trascendente y a la vez asequible al hombre por la fe, resiste al error, a toda visión parcial y subjetiva de la realidad, y al encerramiento humano en que podemos caer llevados de nuestro orgullo y de falsas ilusiones. La mayor de ellas es creernos autosuficientes al margen de Dios, como ocurrió a Adán y Eva. Y así cayeron en el peor de los fracasos: el alejamiento de Dios que ellos insupera por nosotros mismos, y la esclavitud bajo el poder del maligno.

Sólo la Verdad de Dios nos abre al auténtico progreso en el dominio del mundo y de nosotros mismos, y en la relación con Dios que nos transforma y dignifica.

4.- Los sacerdotes, como pastores, estamos llamados a proclamar íntegramente la Verdad de Dios y a potenciar con ella la libertad auténtica de las personas. Por eso debemos cuidar con entusiasmo y tesón la iniciación cristiana de niños, jóvenes y adultos procurando en ella que conozcan a Dios con la inteligencia y con el corazón; esto es, que lleguen a tener, cada uno según sus posibilidades y estilos propios, una auténtica experiencia de Dios. No extrañe, pues, que la Iglesia insista en que los primeros catequistas son siempre, sean cuales fueren las circunstancias, el Obispo y los Sacerdotes.

Sería un error dejar nuestra misión catequética al aire de la improvisación. En consecuencia, aun a pesar de la escasez de sacerdotes y en medio de tantos requerimientos que nos hacen sentir la limitación del tiempo y de nuestras fuerzas, ningún sacerdote que se precie puede considerar cumplida su responsabilidad ministerial abandonando totalmente la catequésis en manos de otras personas; ni es acertado entregarles ese ministerio, fundamental en la Iglesia, confiando simplemente en la bondad de los llamados catequistas, si carecen de un conocimiento suficiente de la doctrina cristiana. Los catequistas, cada uno en su nivel y de acuerdo con las exigencias de los catecúmenos, han de ser capaces de dar razón doctrinal y testimonial de su fe y de su esperanza. En consecuencia, la formación propia y la de los colaboradores en la misión catequética se convierte, especialmente en nuestros días especialmente recios, en una tarea imperiosa y urgente.

Sólo conociendo al Señor por la inteligencia y por el corazón, por la verdad y por la experiencia de Dios que nos abren al conocimiento de su amor y de su misericordia infinita podemos llegar a poner nuestra vida a su servicio y , desde él, proclamar sin miedo la salvación universal, e iluminar cristianamente el orden temporal. Sólo desde ese descubrimiento intelectual y experiencial de Dios podremos entender que la evangelización es la razón de nuestra vida, y la única razón que da sentido a nuestra existencia. Por eso S. Pablo exclamaba: “Ay de mí si no evangelizare” (1 Co 9,16).

No perdáis la conciencia de vuestro principal deber pastoral que es manifestar a los hombres y mujeres, a los niños y a los mayores, a los distraídos y a los ensimismados, la Verdad de Dios, el rostro de Dios, el amor de Dios que se ha hecho imagen humana en Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Solamente desprecia al Señor o le da la espalda quien no le conoce. Por eso, El recordado Papa Juan Pablo II, al iniciar el tercer milenio del cristianismo nos decía: “los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ (NMI. 16).

5.-En el curso de vuestra vida sacerdotal, os posiblemente sintáis la necesidad de llevar acabo otros quehaceres colaterales a la evangelización. Es muy posible que estos quehaceres, muchas veces rodeados de complejidad, lleguen a provocar y exigir una generosa entrega personal ocupando vuestro tiempo con acciones de promoción de las personas, de asistencia a sus más variadas necesidades, hasta de colaboración en tareas sociales beneficiosas para las gentes. Tener sensibilidad para percibir esto, y colaborar en ello según vuestras posibilidades, está muy bien. Pero tendréis que pedir siempre al Señor que su Espíritu guíe vuestra inteligencia y oriente vuestro corazón, de modo que no os apartéis de vuestro ministerio sacerdotal por excelencia, que no os perdáis ni os entretengáis en lo que otros pueden y deben realizar, aunque os mueva a ocuparos en ello el amor a los hermanos. Hay misiones que corresponden más a los religiosos y a los seglares. No seáis absorbentes. Sed promotores. Imitad a los apóstoles en las razones que les llevaron a elegir los primeros siete diáconos.

6.- Es muy importante que recordéis constantemente el diálogo entre Cristo y Pedro, que hoy nos recuerda el santo Evangelio. El Señor encomienda a Pedro la misión pastoral cuando verifica en Pedro el amor a Dios, y cuando escucha del apóstol la confesión de un amor sincero y profundo: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21, 17).

Que vuestra preocupación primerísima sea siempre amar y preferir a Dios ante todo, sobre todo y a pesar de todo. Cuando se debilita o se enfría el amor a Dios, se pierde la relación íntima y profunda con la Verdad y, en consecuencia, se va perdiendo la libertad de espíritu, y comienza la dependencia y la esclavitud interior. Cuando la verdad, la intimidad y la experiencia de Dios quedan cubiertas por la nubes de los ajetreos humanos, se debilita el amor a Dios y van tomando cuerpo otras ocupaciones que rompen el amor primero y deforman la condición pastoral que nos incumbe. Todo ello puede llevarnos incluso a perder la referencia de nuestra identidad sacerdotal.

Una última palabra. El Papa Benedicto XVI abre hoy en Roma el Año Jubilar de S. Pablo, apóstol de los gentiles, evangelizador de los alejados del pueblo de Dios. La mejor forma de iniciar en nosotros cuanto nos ofrece y nos exigen el Año paulino es tener en cuenta su mensaje y su ejemplo. Hoy nos dice, dirigiéndose a Timoteo:“Esmérate en la justicia y la fidelidad, el amor fraterno y la paz con los que invocan sinceramente al Señor” (2Tim 2, 22).

A partir de vuestra ordenación sacerdotal comenzáis a formar parte de la gran familia del Presbiterio diocesano. Los hermanos no se eligen entre sí, como tampoco se eligen los padres y los hijos. Todos ellos son, los unos para los otros, puro regalo de Dios. Tratad a vuestros hermanos sacerdotes como merecen ser tratados los regalos que el Señor nos hace. Y cuidad, con exquisito respeto y dedicación, que estos regalos no sufran deterioro si está en vuestras manos evitarlo. Al mismo tiempo, tened bien presente que vosotros sois también un regalo para vuestros hermanos. Cuidad de vosotros para que lleguéis a ellos sin menoscabo de los dones con que el Señor os ha enriquecido.

Que el Señor, por mediación de la Santísima Virgen María, bendiga a vosotros y a vuestros ya próximos feligreses.

QUE ASÍ SEA

MISA EN LA FESTIVIDAD DE S. JUAN BAUTISTA

CATEDRAL DE BADAJOZ
24 de Junio de 2008-06-15


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,
Excmo. Sr. Alcalde, Corporación municipal,
dignísimas autoridades civiles y militares,
queridos hermanos y hermanas todos, seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Hoy es la fiesta de la Catedral y de la Ciudad. La natividad de S. Juan Bautista nos congrega bajo un mismo patronazgo. Demos gracias a Dios por tener tan acertado protector y ejemplo para nuestra vida cristiana.

La plena fidelidad del Bautista a Dios, aun a costa de su libertad, e incluso de su misma vida, nos hace considerar el valor que adquiere nuestra existencia cuando se construye desde Dios. Vale más que todo; crece según su potencialidad esencial que va unida a la dignidad indestructible e innegociable de la persona humana.

Para desarrollar nuestra vida, en consonancia con la inmensa dignidad recibida de Dios, al ser creados a su imagen y semejanza, es necesario superar los criterios simplemente humanos y terrenos que brotan de un discurso condicionado por intereses, tendencias, instintos e inercias mundanas, generalmente discordantes con la verdad objetiva y permanente. Esta verdad es Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que nos ha manifestado el Misterio escondido desde los siglos en Dios. Este misterio es su amor infinito; y ciertamente es dificil de comprender, porque se vuelca incondicionalmente en favor del hombre; incluso cuando el hombre viva y se manifieste como enemigo de Dios.

Ya sabemos que el discurso laicista, que va coloreando la cultura actual de modo bien planificado y claramente manifiesto, y que cuenta con el esfuerzo y los recursos de muchos, niega la referencia a la verdad absoluta y, por tanto, a Dios; y establece un peligroso relativismo por el que se impone, como referencia para todo, el interés de cada uno, en teoría; y el interés de algunos, en la práctica.

2.- La clara visión de S. Juan Bautista para percibir, entender y asumir la vocación con la que Dios le requería para preparar el camino al Mesías, nos hace reflexionar sobre la disposición con que debemos recibir al Señor, y sobre la valentía con que debemos darle a conocer.

La austeridad y la coherencia con que vivía S. Juan Bautista, y la misma entrega de toda su vida al anuncio del Mesías que había de venir, nos dan la medida de la fidelidad con que recibió la palabra del Señor. La claridad y la valentía con que predicaba la conversión, y la entereza y sencillez con que invitaba a las gentes a preparar el camino al Señor allanando los montes de sus vicios y rellenando los valles de sus carencias, nos da la medida de su integridad apostólica a toda prueba. Sabemos que concluyó sus días decapitado porque denunciaba los vicios de la sociedad.
No es desmesurado afirmar la oportunidad con que nos llega el ejemplo de S. Juan Bautista, precisamente en estos momentos en que se pretende silenciar la voz de Dios y de su evangelio, insistiendo en que todo lo que concierne a la religión tiene su espacio propio en la intimidad de la persona y, a lo sumo, bajo las bóvedas de los templos.

A este respecto, debo citar al Papa Benedicto XVI que, dirigiéndose a los Obispos de Italia, decía hace escasamente unos días: “En el marco de una laicidad sana y bien comprendida, es necesario, por tanto, resistir a toda tendencia a considerar la religión, y en particular el cristianismo, como un hecho meramente privado: las perspectivas que nacen de nuestra fe pueden ofrecer, por el contrario, una contribución fundamental de esclarecimiento y solución de los mayores problemas sociales y morales”. Esto era lo que hacía Juan Bautista ante los criterios, los comportamientos y las tendencias sociales de su tiempo. No extrañe, pues, que el Papa, firme en el convencimiento de que la fe aporta una gran riqueza a la vida personal y social, no solo defienda la manifestación de la fe en el ágora pública, sino que recuerde a los Obispos que este deber también les compromete. Por eso les dice: “Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica, estáis llamados a participar en el intercambio de ideas en la plaza pública para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas”.

3.- Entendamos, pues, queridos fieles cristianos, que el evangelio no nos enseña a relacionarnos con Dios, como si esta relación fuera un entretenimiento opcional para satisfacer anhelos puramente subjetivos. El Evangelio proclama la incomparable obra de Dios en favor del hombre, y el camino que el hombre debe recorrer para alcanzar la plenitud para la que fue creado por Dios; plenitud o santidad, que siempre está unida a la defensa de la verdad y al compromiso por la justicia. Por eso, el Papa sigue diciéndonos a los obispos y, por tanto, más todavía a los seglares a quienes compete la iluminación cristiana del orden temporal: “No podéis cerrar los ojos y callar ante las pobrezas y las injusticias sociales que afligen a buena parte de la Humanidad y que exigen el generoso compromiso de todos, un compromiso que debe ampliarse también a las personas que, aunque sean desconocidas, viven en la necesidad”.

4.- San Juan Bautista supo establecer y cumplir las prioridades en que debía centrar su generosa dedicación correspondiente a la vocación divina recibida ya en el seno materno; comprometió su vida con estas prioridades, y proclamó con su palabra y con su ejemplo la relatividad e inconsistencia que presentan, comparados con la vocación divina, tantos objetivos y ambiciones como condicionan nuestra vida, y que tienden a absorber nuestras preocupaciones e ilusiones.

Siguiendo el ejemplo de S. Juan Bautista, podemos pensar con seguridad, que viviendo acordes con la Verdad, con el amor y con la voluntad de Dios, sería más posible el orden social, el respeto a las personas, la justicia y la paz en el mundo y, por tanto, la dignificación de la humanidad, del progreso, del bienestar compartido en la imparable globalización, y la armonía entre los diferentes ámbitos y recursos de la sociedad.

5.- La llamativa austeridad del Bautista, que presidió su uso de los bienes terrenos, constituye un claro ejemplo para todos nosotros, sacerdotes, religiosos y laicos. Por la presión de las corrientes favorables al bienestar codiciable y siempre ampliable, podemos romper el equilibrio entre el disfrute de los bienes terrenos, puestos por Dios a nuestro servicio, la atención a los hermanos más necesitados, de cuyas penurias somos responsables en tanto miembros de países desarrollados, y el respeto a la armonía de la naturaleza. Del mandamiento de Dios, proclamado en la misma creación del hombre y de la mujer, deriva tanto la orientación de las relaciones personales con Dios y con el prójimo, como los comportamientos en defensa del inmenso don de Dios que es la naturaleza.

6.- Por todas estas actitudes bien asumidas y manifiestas, S. Juan Bautista pudo pronunciar con toda propiedad las palabras del Salmo con que la Iglesia nos invita hoy a responder a la palabra de Dios: “Te doy gracias, Señor, porque me has escogido portentosamente” (Sal. 138).

También a nosotros nos ha elegido portentosamente el Señor.¿Cómo, si no, habríamos llegado a conocer al Dios único y verdadero en un mundo tan plural en creencias y tan abundante en diversas formas de increencia? ¿Cómo podríamos estar participando, por nosotros mismos, de la fe católica en medio de nuestro mundo occidental cada vez más reacio a admitir el misterio de Dios y de la Iglesia fundada por Jesucristo? ¿Cómo podríamos mantenernos en la fidelidad, a pesar de nuestras debilidades?

Desde la conciencia de haber sido elegidos por Dios de modo portentoso debemos asumir con decisión las responsabilidades que nos incumben como cristianos en la familia, en la educación, en la ordenación de la empresa, en la cuidada realización del trabajo, en la recta ordenación del comercio, en la promoción de la cultura y del ocio, en el gobierno de la ciudad y del pueblo, y en el servicio a la Iglesia desde el ministerio que a cada uno le ha encomendado el Señor.

Si entendemos y asumimos que hemos sido creados y elegidos por Dios, nos llenarán de gozo esas palabras que nos transmite Isaías, manifestando un entrañable diálogo entre Dios y el profeta:”Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso” (Is. 49, 3).

6.- Siervos de Dios somos en tanto creados por quien es nuestro Señor. Pero nuestra condición de siervos de Dios no nos reduce a sometimiento alguno, ni siquiera a Dios, sino que brota del amor que el hijo debe tener al Padre, porque hemos sido rescatados del pecado y hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios por Cristo.

Por eso, nuestro servicio a Dios nace de la libertad, una vez que sabemos por la fe, cual es nuestra relación familiar con el Dios de cielos y tierra. Por eso, sabernos siervos de Dios nos llena de sano orgullo, y nos hace rebosar de gozo en la convicción de que nuestra relación con el Señor nos hace afortunados.

Por esta relación con Dios, que Jesucristo ha ganado para nosotros con su muerte y resurrección, nuestra pequeñez se convierte en insuperable dignidad, y nuestra pobreza y limitación se convierten en desbordante riqueza, porque el Señor es la parte de nuestra herencia; somos herederos de la felicidad de Dios y partícipes, ya en la tierra, de su gracia, de su salvación.

7.- No cabe duda de que, en la medida estemos imbuidos de los lenguajes y criterios terrenos, puede resultarnos extraño cuanto venimos diciendo. Estas consideraciones pueden hacer mella en nuestra alma y ser luz para nuestra vida sólo en la medida en que nos abramos a la palabra de Dios y a su intimidad en el silencio de la meditación y de la oración. Es cierto que la velocidad y los ajetreos de esta vida hacen difícil el silencio a que me refiero. Pero también es cierto que, sin ese silencio de escucha, y sin esa reflexión meditativa resulta imposible vivir la fe que profesamos como cristianos. Y en esas circunstancias, nuestra vida cristiana corre el peligro de situarse al borde de una actitud acomodaticia con los intereses terrenos que no son compatibles con la fe en el Dios único y verdadero, creador y salvador nuestro.

9.- Pidamos a S. Juan Bautista, nuestro patróno, que interceda ante Dios nuestro Señor para que alcancemos las virtudes de que nos da ejemplo S. Juan, y seamos verdaderos testigos y promotores del amor, de la justicia y de la esperanza.

QUE ASÍ SEA.

Homilía en la Clausura del curso en la Curia

27 de Junio de 2008


2 Reyes 25, 1-12 (Marchó Judá la desierto)
Sal 136 (Que se me pegue la lengua al paladar)
Mt. 8, 1-4 (si quieres, puedes limpiarme)
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Queridos hermanos colaboradores en los quehaceres episcopales, sacerdotales, religiosos y seglares:

Siempre será extraño para algunos o muchos, descubrir el profundo y esencial sentido pastoral de la Curia Arzobispal.

A simple vista parece concentrar los elementos jurídicos, económicos, burocráticos y organizativos del ministerio eclesial. Ante semejante concepción de la Curia, es muy fácil que haya prejuicios desconsiderados hacia estas dimensiones imprescindibles a la vida y acción de la Iglesia desde su misma fundación por Jesucristo que, a su vez, entró en la historia mediante la encarnación. Desde ese momento, y de acuerdo con las circunstancias y necesidades que se le presentaron, fue incorporando a su propio ministerio los elementos materiales y estructurales oportunos. La dimensión histórica de la Iglesia y, por tanto, humana y terrena, al tiempo que espiritual y divina, es de fundación divina. Esta dimensión se convierte en un signo elocuente de la condición Cristológica de la Iglesia, como continuadora de la presencia y acción de Jesucristo a favor de la humanidad.

Desde estas consideraciones podemos concluir que las diferentes ocupaciones, secciones y servicios de la Curia diocesana, ofrecen al mundo y en concreto a nuestra sociedad la dimensión mas humana de la Iglesia, la faceta más humana y encarnada en el mundo en que peregrina.

Claro está que sin la dimensión litúrgica, sin toda la riqueza de la piedad popular, de la experiencia mística y contemplativa que tanto dignifica y expresa la dimensión espiritual y divina, la imagen de la Iglesia quedaría seriamente desfigurada. Efecto injusto y negativo que también crecería si dejáramos de considerar cuanto se refiere a la acción caritativa y social a favor de la justicia y de la atención a los más necesitados.

Pero habrá que decir también que la Curia, como he apuntado al iniciar esta homilía, esta integrada por quienes colaboran de modo mas directo y permanente con el Arzobispo, para que pueda ejercer su misión pastoral de modo integral e integrada en todos los campos que le incumplen.
Por eso, junto a las responsabilidades jurídicas, económicas, burocráticas y organizativas, forman parte muy importante de la Curia Arzobispal los Vicarios episcopales que son como la extensión y presencia significativa y operativa del conjunto del ministerio episcopal, más cerca de los sacerdotes, de los consagrados y de los laicos de un territorio determinado con jurisdicción delegada.

Por eso, junto a todo lo referido, son miembros de la Curia, también, los delegados de sector pastoral, cuyo cometido es ayudar al Obispo a que pueda cumplir con su ministerio pastoral sugiriendo, sensibilizando y ofreciendo orientaciones y otros elementos auxiliares para que la catequesis, el cuidado de la pastoral vocacional, la atención a los sacerdotes, a la educación católica, a los más necesitados, a la piedad de las gentes, a la participación litúrgica, etc. sean una realidad competente al servicio del Pueblo de Dios.

Hechas estas consideraciones, debo invitaros a unirnos en una misma acción de gracias por diversos motivos:

Primero: Porque el Señor os ha confiado ser apoyo imprescindible del Obispo, y porque me ha concedido en vosotros un apoyo absolutamente necesario.
Con vuestra colaboración, los sacerdotes que presiden en la caridad las diversas comunidades, o que como Capellanes y Consiliarios hacen también que la acción pastoral del Obispo llegue a todos los lugares y sectores de la Archidiócesis, puedan ejercer de modo competente y debidamente asistido, su ministerio propio como colaboradores directos del Orden Episcopal.

Segundo: Debemos dar gracias al Señor porque hemos cumplido otro periodo anual en el cumplimiento de nuestro deber. Ello no habría sido posible sin la ayuda del Señor. Por eso debemos expresarle, con alegría, nuestra gratitud.

Tercero: Nuestra acción de gracias ha de brotar del convencimiento de que, con todo lo que cada uno haya podido hacer, se han allanado montes y se han rellenado valles haciendo viable el camino por el que el Señor ha querido acercarse a sus elegidos. Somos instrumentos de lo que el Señor quiere valerse para acercarse a los hermanos.

Aquí radica nuestra mayor dignidad, compartida esencialmente, con todos los bautizados, y significada en nuestras peculiaridades personales y ministeriales.

Si creemos todo cuanto hemos reflexionado, y si aceptamos los motivos de gratitud a Dios que acabo de enumerar, no podemos menos que compartir, hoy de un modo especial, el gozo de haber sido elegidos por el Señor, y preparados con cualidades necesarias para cumplir la misión que el nos encomienda en cada momento de nuestra vida, a través de su Iglesia.

Por eso debemos hacer nuestras las palabras del Salmo interleccional: “Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”

Todo ello no da por supuesto el nivel de bondad que el Señor tiene derecho a esperar de nosotros en el cumplimiento de la misión recibida. Nuestras deficiencias quedan patentes a la propia conciencia y, a veces, incluso ante quienes comparten el trabajo con nosotros. Pero esto no debe desanimarnos. Nuestra confianza en el Señor ha de ser más fuerte que la conciencia de nuestras limitaciones porque la misericordia de Dios es infinitamente mayor que todas nuestras pequeñeces e infidelidades. Pero, como el Señor no impondría su gracia, debemos pedírsela con humildad e insistencia con las palabras del leproso: “Si quieres, puedes limpiarme” (Mt. 8, 1-4).

Que la oración de gratitud y la suplica de ayudar se unan en una plegaria común, y que suba ante la presencia del Padre celestial por mediación de la stma. Virgen, a la que invocamos con especial devoción con el titulo de santa Maria de Guadalupe, patrona de Extremadura.

Que así sea.