HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL

Día 11 de Abril de 2009

Queridos hermanos sacerdotes y Diácono asistente,
Queridas religiosas, seminaristas y seglares todos:


El misterio de Cristo se ha desvelados en esta noche de Pascua. Lo que descubrió el centurión al presenciar la muerte de Cristo diciendo: “verdaderamente este era el Hijo de Dios”, es notorio para quienes tenían puestos sus ojos en El. Cristo ha resucitado por su propio poder, y se ha manifestado a los suyos anunciándoles que va a encontrarse con ellos en Galilea.

Desde el momento en que la Resurrección del Señor ha llegado a sus discípulos como una constatación innegable para ellos, la divinidad del Maestro se impone con mayor fuerza que con todos los milagros y con la misma escena de la transfiguración.

El testimonio de los Apóstoles se ha constituido en el mensaje central de la Iglesia naciente. Ella testifica la Resurrección del crucificado como garantía de que el sacrificio del Maestro tiene mérito infinito, como corresponde a la persona que lo protagoniza: a la Persona del Hijo de Dios que, en Jesús de Nazaret, es verdadero hombre y verdadero Dios. Por ello cantamos con gozo: Cristo ayer, hoy y siempre. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

En la muerte de Cristo, hemos sido redimidos, la muerte de Cristo nos ha salvado. “Exulten, pues, los coros de los ángeles exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación… Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.” (Pregón Pascual)

Al celebrar la gloriosa resurrección de Cristo como la manifestación inequívoca del triunfo redentor de Cristo, “es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su sangre canceló el recibo del antiguo pecado”. (Pregón Pascual)

Después de esta alabanza de gratitud, la coherencia con la fe en Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, nos exige presentar ante el Señor nuestra decisión de mantener y acrecentar la fidelidad a la vocación recibida que es, nada más y nada menos, que la de ser hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria. Suba pues nuestra oración ante Dios con las palabras del Salmo: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 50, 12)

A partir de la resurrección de Cristo, nace la humanidad nueva. Cristo, el hombre nuevo, cabeza de la nueva humanidad pregona la renovación profunda de cuanto existe: “He aquí que lo hago todo nuevo” (Ap 21, 5)

En esa transformación todos gozamos de la gracia de una posible renovación. Y tenemos que aprovechar la oportunidad.

Parece que asumimos ahora, con motivo de la Resurrección el mismo mensaje de la Cuaresma, el mensaje de la conversión a la que nos invitaba la Iglesia con palabras del Señor: “El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Lo que ocurre es que nuestra vida es una sucesión de pequeñas o grandes infidelidades que van manchando el conjunto de buenas obras que obedecen al ánimo de cumplir la voluntad de Dios. Y el Señor, con cualquier motivo, y en estas ocasiones con mayor fuerza y razón, estimula en nosotros con su gracia, la decisión de ser fieles a nuestro Padre y Señor, redentor y hermano en el camino, el Dios de cielos y tierra que ha volcado y sigue volcando su amor en beneficio nuestro.

Al sentirnos llamados de nuevo a la conversión para participar de la vida nueva, lejos de sentirnos sumidos en una monótona trayectoria por la repetición de idénticos propósitos, debemos sentir el gozo de tener a Dios a nuestro lado, insistiéndonos, con la constancia y la paciencia propia del amor, y ofreciéndolos la seguridad de su misericordia, de su gracia y de su herencia gloriosa.

Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. (cf. Sal 117, 1). Confiemos en que “la diestra del Señor es poderosa” (Sal 117, 1ss) y, llenos de esperanza por sentirnos los predilectos del Señor, tomemos conciencia de que no hemos de morir sino que viviremos, para contar las hazañas del Señor. Porque “la piedra que desecharon los arquitectos (Cristo Jesús, Mesías Salvador) es ahora la piedra angular” (cf. Sal 117)

Que la Pascua en cuya solemnidad nos hemos reunido, nos llene del gozo de la resurrección del Señor, nos aproveche para dar un paso firme de mayor fidelidad al Señor, y nos permita vivir constantemente en el gozo y la paz que nos da la esperanza en la redención de Jesucristo Nuestro Señor.

QUE ASÍ SEA

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