HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DEL VIERNES SANTO

Día 10 de Abril de 2009

Queridos hermanos sacerdotes y Diácono asistente,
Queridas religiosas, seminaristas y seglares todos:


1.- Nos hemos reunido para celebrar la muerte redentora de Jesucristo nuestro Señor. Muerte causada por la gran paradoja de la historia humana: el hombre ofende a Dios, se aparta de él y pretende ser el punto de referencia de su propia existencia. El hombre, olvidando que ha sido creado por Dios y que es criatura suya, y poseído de sus capacidades -también recibidas de Dios- pretende erigirse en norma y fin de sí mismo. Con esa pretensión, hace todo lo posible para apartar a Dios de la escena social.¡“Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”(Lc.23, 21), fue el grito unánime de una turba confundida y alienada por las influencias de los poderosos de aquella sociedad. Grave error de consecuencias nefastas hubiera sido, si el amor de Dios no hubiera sido más grande que nuestros pecados; porque, como nos dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5).

Lo que ocurre, en verdad, es que, cuando el hombre se aparta de la fuente de vida, que es Dios, anda errante, buscando y sorbiendo aguas que no pueden apagar su sed. Como consecuencia, no tiene más remedio que ir poniendo su esperanza en nuevas experiencias terrenas, en posibles nuevos pozos de supuesta felicidad que no logra descubrir. Lastimosa situación ésta, cada vez más extendida en determinados ambientes de los que no escapan, como sabemos, muchos jóvenes y adultos, hermanos nuestros al fin y al cabo.

No debemos olvidar que el corazón del hombre está hecho para gozar del infinito, para gozar de Dios; y, mientras no se encuentre con Dios, caminará errante y ansioso de un horizonte que no logra divisar. Solo Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6).

2.- Esta situación también afecta a muchas personas de buena voluntad, que viven alejadas del verdadero Dios y adheridas a pequeños ídolos, porque nunca recibieron el anuncio de la Buena Noticia proclamada por Jesucristo.

El Evangelio nos manifiesta el amor infinito de Dios empeñado en salvar a sus criaturas, a pesar de que son ellas las que se apartan de Él por el pecado. No podemos dudar de que, si esta noticia llegara debidamente a muchos de los que se apartan de Dios, volverían a Él y, hasta como ocurrió con S. Pablo, con S. Agustín y con tantos otros, seguramente serían grandes apóstoles del Señor; ayudarían a que muchas personas alcanzaran el equilibrio interior, la paz del alma, y de la felicidad que nace del encuentro y de la intimidad con Dios.

En contraste con los desafortunados que no conocen a Dios, nosotros hemos sido agraciados por el Señor. Hemos sido elegidos como destinatarios del Evangelio y conocedores de su mensaje salvador. Ahí está la llamada a nuestra conciencia para que seamos apóstoles responsables en el ámbito de nuestras relaciones con el prójimo.

Es doctrina evangélica que debemos dar gratis lo que gratis hemos recibido (cf---). Por tanto, nuestra gratitud a Dios nos exige vivir preocupados por quienes no conocen al Señor; por aquellos que incluso le niegan, a causa de la mala imagen que de Él han recibido. Y esa preocupación ha de movernos a la acción, llevados del mismo amor a los hermanos que el Señor ha tenido y tiene por nosotros. En consecuencia, el infortunio de quienes no conocen a Jesucristo, lejos de ocasionar en nosotros un juicio negativo sobre ellos, se convertirá en una exigencia interior capaz de lanzarnos al apostolado constante.

Pero este urgente apostolado, ha de que debe partir de un interés mantenido por conocer cada vez mejor el Evangelio de Jesús, por experimentar la oración frecuente rogando por nosotros y por aquellos a quienes queremos llevar la Buena Noticia.

El apostolado tiene como fin colaborar a que se aproveche al máximo posible la gracia de la redención de Cristo. Con ella el corazón de los hermanos podrá abrirse a la verdadera libertad, su inteligencia gozará de la luz de la fe, y su vida podrá transcurrir por el camino de la tan deseada felicidad.

3.- Cuando se habla de apostolado parece que se trata de una acción especializada que han de asumir solo aquellos que gozan de una preparación específica y de tiempo libre abundante. Es cierto que ser apóstol en determinados ambientes y circunstancias requiere disponer de recursos que dependen de una fuerte preparación personal. No podemos negar que hay formas de apostolado que piden la dedicación de un tiempo determinado. Pero también es cierto que la esencia del apostolado al que Dios nos ha llamado a todos por el Bautismo, está en amar a Dios y desear amarlo más cada día; en amar al prójimo sin olvidar que son hermanos nuestros por voluntad de Dios; en sentir pena de que se pierda la gran riqueza de vida que aporta el Evangelio; en acercarse al prójimo con amor donde quiera que nos encontremos: en la familia, en la profesión, en los círculos de amistad, etc. Y, cuando existe el amor a Dios y al prójimo, se encuentra tiempo donde parece que no lo hay. Gracias a Dios tenemos abundantísimos ejemplos de ello, igual que conocemos frecuentes e inconsistentes excusas para desentenderse de la responsabilidad apostólica.

El apostolado exige de nosotros la valentía, la prudencia, el respeto, la constancia y la generosidad suficientes como para procurar transmitir a los hermanos la gratísima experiencia de sentirse amados por Dios, con todo lo que ello comporta.

El esfuerzo apostólico es la aportación que nos corresponde por coherencia si reconocemos que Dios se nos ha manifestado mediante la acción apostólica que otros han ejercido en favor nuestro en la familia, en la escuela, en los círculos de amistad, etc.

El apostolado contribuye a que la redención, que nuestro Señor Jesucristo ha realizado con su Pasión, muerte y resurrección, no quede baldía para muchos, sino que alcance los frutos por los que Cristo se ofreció incondicionalmente al Padre. “Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc. 19, 10).

4.- Con el apostolado podemos contribuir a que se cumpla en toda su amplitud la profecía de Isaías que hemos escuchado hoy: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is. 52, 13).

Considerada así la muerte de Cristo, lejos de constituir un motivo de triste pesimismo, se convierte en motivo de gratitud y de alegría, de compromiso por nuestra parte, y de esperanza que vence toda prueba de oscuridad y todas las debilidades que puedan a saltarnos. Como nos dice el Profeta hoy, “Nuestro castigo saludable vino sobre Él, sus cicatrices nos curaron” (Is. 53, 5).

Meditando este maravilloso mensaje de profundo gozo y esperanza, que brota de la contemplación de la cruz redentora de Cristo, debemos elevar una oración con las palabras del Señor en la Cruz. En ellas Cristo manifestó y consumó su plena obediencia al Padre en el momento de su muerte: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46).

5.- El Señor murió para que todos estuviéramos unidos por la vida de Dios en nosotros, constituyendo la gran familia de los hijos adoptivos de Dios redimidos por la sangre de su Hijo. Esa fue su oración después de la última Cena, cuando estaba con sus discípulos antes de ser prendido: “Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo, que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado” (Jn. 17, 21). En consecuencia, nuestra oración ahora debe elevarse con espíritu de unidad, rogando a Dios por todo el mundo; por todos los pueblos, razas y credos y por nosotros mismos; por la Iglesia santa de Dios para que no sea desfigurada por nuestros pecados; por lo gobernantes, y por los que sufren cualquier tribulación. Debemos implorar de Dios que a todos llegue la luz de la fe y la fuerza de la Gracia.


QUE ASÍ SEA

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