HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN

12 de Abril de 2009


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Al. 117, 24).

En verdad, en el día que hoy recordamos y conmemoramos, en el tercer día desde la crucifixión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, en el Domingo, considerado desde entonces como el Día del Señor, llegó a su culmen la gran gesta de nuestra redención. Cristo, muerto en la cruz por nuestros pecados y sacrificado para nuestra salvación, salió glorioso del sepulcro. Desde ese momento, quedaron rotas las ataduras que nos tenían sometidos a la muerte espiritual. El Señor resucitado restableció la relación de cada hombre y de cada mujer con Dios Padre, Creador y Señor del universo.

Ya no somos víctimas indefensas del pecado, ni criaturas sometidas al poder del maligno. Somos hijos adoptivos de Dios, criaturas libres, capaces de ejercer el pleno señorío sobre la creación. A esto nos llamó el Creador como el ministerio que debíamos ejercer. “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra” (Gn. 1, 28), fueron las palabras con que ordenó el programa de nuestro peregrinar sobre la tierra. La obediencia que debemos a Dios, tiene su cumplimiento, en buena parte, valorando y cultivando, con gratitud, cuanto hemos recibido de sus bondadosas manos. No tendría sentido nuestra relación personal con Dios olvidando nuestra relación con todos los seres creados.

Los esfuerzos de superación personal para desarrollar todas las potencialidades recibidas del Señor, y para construir el hombre nuevo que estamos llamados a ser, de acuerdo con nuestra identidad humana y sobrenatural, han de orientarse, de modo simultáneo, a procurar el acercamiento personal a Dios en Jesucristo, y a cuidar y aprovechar la riqueza de la creación que el Señor puso en nuestras manos. Es más: de tal modo están relacionadas ambas dedicaciones, que no se entiende el acercamiento a Dios sin un recto comportamiento con cuanto Dios ha puesto a nuestro alrededor. Por ello, debemos asumir, con plena conciencia de que es nuestro deber esencial e inseparable, el culto a Dios, el amor al prójimo y un generoso compromiso ecológico. La realización armónica de este proyecto es imprescindible para la construcción del hombre nuevo y para la renovación del mundo en la verdad, la justicia, el amor y la paz.

2.- El triunfo de Cristo en la Resurrección que hoy celebramos nos permite reconocer, aprovechar y desarrollar la dimensión sobrenatural con que Dios quiso dotar a cada criatura humana desde el primer instante de su existencia. Desde la Pascua del Señor, vencida ya la muerte espiritual causada por el pecado, podemos orientar nuestros pasos hacia el horizonte de la vida que no acaba, hacia la meta de la perfección junto a Dios, hacia la libertad verdadera que nos lleva a gozar de la felicidad eterna.

Gracias al triunfo de Cristo, toda forma de dolor, toda prueba, toda enfermedad, todo esfuerzo, toda frustración, y la muerte misma, nos incorporan a la cruz del Señor, y se convierten en pórtico de una gloria que supera con creces toda situación penosa.

La resurrección de Cristo no es, por tanto, un hecho glorioso cuya celebración se limita a festejar el triunfo de Dios hecho Hombre, sino un acontecimiento que, ocurrido de una vez para siempre, nos pone ante los ojos de la fe todo un panorama verdaderamente esperanzador. En él, todo acontecimiento de nuestra vida adquiere un profundo sentido, porque es integrado en el proyecto salvador de Dios. Por ello, la resurrección de Cristo es, también, la fiesta por la que el triunfo de Cristo se convierte en nuestro propio triunfo. Es Cristo mismo quien nos incorpora a su muerte y a su resurrección y nos orienta a la plenitud en la tierra y al goce eterno en el cielo.

La celebración del triunfo de Cristo sobre la muerte ha de llevarnos a tomar conciencia del futuro que el Señor nos tiene reservado, y del camino que debemos recorrer para alcanzarlo. Por eso, la memoria de la resurrección de Cristo ha de presidir la vida entera. Debe ser como la estrella que guíe nuestro camino por la vida, manteniendo en cada uno la ilusión, la fidelidad, el aliento ante las dificultades, la firme esperanza en que la meta es alcanzable, y la alegría que brota de la confianza en la gracia de Dios que nos acompaña. Ese es el motivo por el que la Iglesia ha celebrado, desde el principio, el Domingo como día primero, símbolo de la nueva humanidad; como el Día del Señor, cabeza de esa nueva humanidad; como el Día de la Iglesia, familia de Dios que reúne a todos los que creen en Cristo muerto y resucitado y desean seguir sus pasos de obediencia y de intimidad con Dios.

3.- El Domingo, siendo el Día del Señor, es el Día del Hombre, porque por el triunfo de Cristo que en él celebramos, cada uno de nosotros puede llevar a plenitud su más genuina identidad.
Cuando, al celebrar la Resurrección del Señor, cantamos diciendo: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal. 117, 24), hacemos un acto de fe en que ese Día glorioso se hace presente, vivo y operante, en cada Domingo, si participamos en la Sagrada Eucaristía. La santa Misa, que estamos llamados a vivir como un verdadero privilegio que nos une a Cristo, participando de su muerte y de su resurrección, nos ofrece todo cuanto el Señor nos regaló durante su peregrinar sobre la tierra: su palabra, su cuerpo y su sangre, su gracia, y la fuerza de su triunfo sobre el pecado. Consiguientemente, el Domingo no se entiende en un cristiano sin la participación en la sagrada Eucaristía, sacrificio y sacramento de la muerte y resurrección de Cristo. Y la vida cristiana resulta muy difícil de entender y, desde luego, imposible de cultivar y mantener, sin la celebración del Domingo.

Queridos hermanos: es necesario que meditemos, con seriedad y con interés, sobre la riqueza que nos aporta la significación y celebración cristiana del Domingo. Esta necesidad adquiere un relieve especialmente notorio en estos tiempos. Corren días en los que se extiende el peligro de acomodarlo y justificarlo todo teniendo como referencia el bienestar material, la comodidad personal, la liberación de las obligaciones, deberes y compromisos cuyo cumplimiento no reporte bienes sensibles y cuantificables.

Sin la celebración del Domingo, la vida se vacía progresivamente del sentido y de la orientación que le aportan horizontes, fuerza y consistencia para que tenga sentido y pueda convertirse en fuente y cauce de libertad, de equilibrio interior, de serenidad, de esfuerzo compensado, de sereno gozo y de esperanza.

4.- Considerando todo lo que nos aporta la celebración de la Pascua, y la debida vivencia del Domingo, cobran toda la fuerza de la lógica las palabras de S. Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura: “Ya que habéis resucitado con Cristo, b“uscad los bienes de allá arriba donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col. 3, 1-2).

Que sea éste nuestro programa.

Que la Santísima Virgen María, unida como nadie a los padecimientos de Cristo y partícipe de la gloria eterna que Dios tiene reservada para los que le aman, interceda por nosotros “para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo” (Salve).


QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: