HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA ASCENSIÓN

Sábado, 23 de Mayo de 2009.
Texto bíblico: Efesios, 2, 4-6

Mis queridos hermanos sacerdotes, seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Con la celebración de las Vísperas nos introducimos en la gran fiesta litúrgica de la Ascensión del Señor. Este hecho histórico cierra el ciclo de la presencia de Cristo entre nosotros iniciada con su Encarnación. Con la Ascensión gloriosa a los cielos, el Señor concluye su relación terrena y directa con los discípulos que le habían seguido y que habían sido testigos de su resurrección.

El acontecimiento de la Ascensión sorprendió a los Apóstoles, y sigue sorprendiéndonos por su singularidad y por su condición absolutamente extraordinaria y sobrenatural. Los Misterios del Señor, contemplados con fe, siempre son motivo de admiración y han de llevarnos a la adoración de Dios que, en ellos, se nos manifiesta.

La contemplación de este hecho singular y profundamente significativo, que es la Ascensión de Jesús a los cielos, nos hace volver la mirada a todo el proceso redentor que, teniendo su origen en el designio amoroso de Dios, va cumpliéndose a lo largo de la permanencia de Cristo ente nosotros durante los días de su vida mortal.

2.- Cada momento del proceso redentor, insertado plenamente en el designio salvador del Padre, que vuelca su amor infinito en favor de la humanidad, encierra un mensaje singular, que nos beneficia tenerlo en cuenta.

Con la Encarnación, el Señor Jesús nos muestra la dignidad de nuestra condición humana, y nos ayuda a entender cómo, siendo criaturas limitadas, contingentes y pecadoras, podemos llevar impresa en nuestra identidad la imagen de Dios.

Por haber sido creados a imagen de Dios, podemos crecer en semejanza a Dios que nos creó. Y por esa semejanza, que va desarrollando la imagen de Dios que somos desde la creación, podemos crecer en la compenetración con Cristo. Compenetración que, iniciada al participar de su naturaleza divina por la gracia, nos capacita para que un día podamos decir, como S. Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).

Con la vida pública, el Señor nos manifiesta cómo quiere Dios que sea nuestro peregrinar sobre la tierra, y qué relación tiene este peregrinaje con nuestra plenitud integral y con la gloriosa meta a la que hemos sido llamados. En esta etapa de su vida, Jesucristo nos enseña, con su predicación y con su forma de vida, cuáles deben ser las motivaciones, el estilo y la esperanza que han de regir nuestra existencia.

Con su Pasión y muerte sacrificial, el Señor nos manifiesta, de forma verdaderamente impactante y clara, el amor infinito con que nos distingue y nos honra, Siendo pecadores y, por consiguiente, protagonistas de una conducta contraria a sus planes en favor nuestro, y estando perdidos por ello en la sima oscura de la eterna infelicidad, Cristo dio su vida por nosotros en la Cruz. Con ella pagó el precio de nuestra redención. Precio que es, precisamente, la obediencia incondicional y plena al Padre, capaz de compensar la radical desobediencia que supone el pecado.

Con su resurrección gloriosa, el Señor manifiesta su divinidad de modo inconfundible y, por tanto, nos da a conocer la fuerza definitivamente salvadora de su vida, pasión y muerte entre los hombres y por nosotros pecadores. Y nos enseña que, por el perdón de los pecados que Cristo hace posible, podemos alcanzar la bendición definitiva de Dios que es la vida feliz y eterna. Allí consumaremos la íntima unión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la vivencia del amor pleno, perfecto e inmarcesible.

Con su Resurrección gloriosa, tal como la habían anunciado los profetas y el mismo Jesús, se nos desvela el sentido auténticamente redentor de la obra llevada a cabo en la tierra por el Hijo de Dios, hecho hombre en las purísimas entrañas de la Virgen María. Y, con el sentido auténticamente redentor de la obra de Cristo, se nos manifiesta, al mismo tiempo, el sentido de cuanto somos, de cuanto tenemos, de cuanto nos acontece, y de cuanto el Señor nos pide para ser salvados por él.

3.- Con la Ascensión a los cielos, el Señor nos enseña que la plenitud de la humanidad está precisamente en la elevación hacia Dios, llegando a Él con toda nuestra realidad humana y terrena, gloriosamente transformada por la resurrección que seguirá a nuestra muerte.

La Ascensión de Jesucristo a los cielos nos manifiesta que el Padre ha escuchado la oración de su Hijo cuando, al terminar la última Cena suplicaba diciendo:”Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo” (Jn. 17, 24).

4.- Pero con la Ascensión, el Señor no termina su obra a favor nuestro. Su obra de redención es fruto del amor infinito de Dios. El Amor infinito no termina en su duración, si cabe hablar así, ni disminuye en su intensidad. Por tanto, si el amor de Dios a nosotros se manifestó en la entrega personal del Hijo de Dios, y en el favor de la Trinidad en beneficio nuestro, esa entrega personal ha de continuar necesariamente. Y así es.

Cristo nos advierte acerca de su voluntad de permanecer junto a nosotros de diversos modos y de forma siempre eficaz. Por eso nos dijo con toda claridad: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Sabemos que está, cada día y en cada momento, real y verdaderamente en medio de nosotros, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Sacramento de la Eucaristía. Abundando en su promesa de permanencia entre nosotros, recordamos aquellas palabras de Jesucristo que siembran de esperanza nuestra oración: “Donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

Al contemplar el Misterio de la Ascensión gloriosa de Cristo a los Cielos, se fortalece en nosotros la fe en las palabras de S. Pablo que acabamos de escuchar: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó...nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él” (Ef. 2, 4-6).

5.- Sabemos todos que la promesa de Dios ,manifestada en Jesucristo, y la celebración de los divinos misterios nos ayudan a recordar y a vivir ya esa realidad que disfrutamos inicialmente desde el Bautismo participando en la vida de la Iglesia. Pero, también sabemos que esa participación inicial ha de ir creciendo no solo con la escucha de la palabra de Dios y la participación en los sacramentos, sino con la conversión de nuestras actitudes y comportamientos. Con la conversión constante debemos procurar ser cada vez más acordes con la voluntad de Dios, y más coherentes con los Misterios que celebramos y con la promesa en la que esperamos.

Pidamos, pues, al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que nos ayude a avanzar constantemente en el camino de la santidad, para alcanzar la meta que anhelamos.


QUE ASÍ SEA

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