HOMILÍA EN LA APERTURA DEL AÑO SACERDOTAL

SANTUARIO DE SANTA MARÍA DE GUADALUPE
Viernes 19 de Junio, Festividad litúrgica del Sagrado Corazón de Jesús

Queridos hermanos en el episcopado, Obispos de Plasencia y Coria-Cáceres,
Queridos hermanos presbíteros,
Hermanas y hermanos todos:

1.- Sorprende constantemente el conjunto de circunstancias que el Señor va concitando para que, al final, puedan ocurrir las cosas tal como disponen su sabiduría y su amor infinitos. En la celebración que hoy nos reúne ocurre así. El Señor ha hecho coincidir la iniciativa del Papa Benedicto XVI en beneficio de los sacerdotes, con el 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, y con la fiesta litúrgica del Corazón de Jesús.

A través de todo ello, la Providencia divina nos habla con especial elocuencia. Mediante su palabra y mediante los hechos que configuran este encuentro, el Señor se dirige a cada uno de quienes le escuchamos con espíritu atento y religioso; y hoy, de un modo especial, se dirige a nosotros sacerdotes, al iniciar, a los pies de María Santísima de Guadalupe, el Año sacerdotal convocado por el Papa.

2.- El mensaje singular que el Señor nos transmite hoy a través de la Iglesia, se enmarca en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Si admitimos, en principio, que Cristo nos muestra su corazón como centro de su identidad personal y mesiánica, no podemos menos que asumir que el núcleo central de la personalidad sacerdotal debe ser un corazón orientado y cultivado según el corazón de Cristo. A partir de ello, bien podemos decir que Dios necesita sacerdotes con corazón; con un corazón grande, sensible y fuerte. Un corazón capaz de abrirse en amor sin medida, hasta derramar las últimas gotas de las propias capacidades. Ese es el mejor testimonio de nuestra entrega, como Cristo, para que tengan vida quienes el Señor ha puesto en nuestro camino.

3.- La imagen del corazón de Cristo es la expresión intuitivamente más clara del amor que Dios nos tiene. Y el corazón abierto del Señor, hecho hombre como nosotros, nos enseña que Cristo nos ama con el amor que verdaderamente necesitamos y con el estilo del amor que podemos percibir y valorar aquí y ahora, desde nuestra condición humana enriquecida con el don de la fe.
Con la fuerza y la pulcritud del amor divino, Cristo manifiesta amarnos con amor humano. Por eso, para mostrar a sus discípulos la verdadera identidad de los elegidos, “tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, y estrechándolo en sus brazos, les dijo: el que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge” (Mc. 9, 36-37).

Por eso, refiriéndose a la relación de Dios con el hijo pródigo, dice que “Cuando aun estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos” (Lc. 15, 20).

Por eso, al encontrarse con María, la hermana de Lázaro ya muerto, y “al verla llorar, y a los judíos que también lloraban, lanzó un hondo suspiro y se emocionó profundamente” (Jn. 11 33); y cuando le mostraron el lugar donde habían sepultado a su amigo Lázaro, “Jesús rompió a llorar. Y los judíos comentaban: ¡Cómo lo quería!” (Jn. 11, 35).

4.- Cristo nos ama a cada uno según somos, y se acerca a nosotros con la elegancia y la exquisitez de quien une al amor el más profundo respeto. Con ello nos enseña a cultivar el corazón para ser capaces de amar[u1] a cada miembro de la familia, a los amigos, a los feligreses y a los que llaman a nuestra puerta como forasteros o desposeídos, según el estilo de relación correspondiente a su identidad personal e irrepetible. El Señor nos enseña a llorar con los que lloran y alegrarnos con los que se alegran, sintiendo vivamente en el propio corazón las alegrías y las penas que embargan el corazón ajeno.

El amor que Cristo nos enseña, mostrándonos su corazón divino y humano, quedaría en nosotros muy lejos de nuestras relaciones con las personas, si no es educado progresivamente uniendo, en armónico equilibrio, las dimensiones humana y sobrenatural que el Señor nos ha regalado. Dimensiones que han de tener simultáneo protagonismo al dar cauce legítimo y necesario a nuestro corazón sacerdotal.

Este proceso hacia el armónico equilibrio personal del Sacerdote, en el que se unen la naturaleza y la gracia, los afectos y los rechazos espontáneos, y la ascesis propia de nuestro celibato y de nuestra entrega pastoral, es obra del Espíritu Santo. Es el Espíritu del Señor quien realiza en nosotros el proyecto sacerdotal, y quien esculpe en el alma el estilo propio del nuestro obrar. Estilo que implica la unidad y el equilibrio interior que nos permitirá trabajar adecuadamente, con naturalidad y sencillez, sin zozobras ni disociaciones, sin falsos miedos, sin prejuicios, sin licencias ni inercias incorrectas, y con la alegría y la vitalidad de quien se siente elegido, ungido y enviado por Dios para ser ministros del Altísimo, profeta de la trascendencia y testigo del misterio en medio del mundo.

El estilo a que nos referimos, y que nos manifiesta el Corazón de Jesús, es la esencia de nuestra personalidad sacerdotal. La imagen del Corazón de Jesús es una manifestación excelente de la plenitud de su encarnación y la referencia para que aprendamos a vivir en el mundo según la vocación recibida.

5.- Desde estas consideraciones se percibe la suerte providencial que acompaña a la figura, a la fiesta y a la devoción del Corazón de Jesús, como la imagen del amor de Dios perceptible por los ojos del corazón humano. De ello nos da hoy testimonio elocuente la primera lectura de la misa, tomada del profeta Oseas.

¡Qué bellas palabras brotan del corazón de Dios dirigiéndose a su pueblo Israel. Palabras que podríamos aplicarnos como sacerdotes, sin caer por ello en abuso alguno:

“Cuando Israel era joven lo amé” ¿No hemos experimentado el amor de Dios desde nuestra infancia, y especialmente en nuestra juventud, cuando, en medio de tantas inestabilidades juveniles el Señor hizo permanente y fuerte la conciencia de ser llamados al ministerio sagrado?

“Yo enseñé a andar a Efraím, lo alzaba en brazos” ¿Recordamos aquellos momentos en que el misterio de un mundo desconocido y lejano, como pudo parecernos el sacerdocio en algunas ocasiones, sembraba de oscuridad e indecisión los pasos de nuestra vida y de nuestro desarrollo personal? ¿No reconocemos en la mano tendida de educadores y compañeros la dulce y discreta ayuda del Señor que nos invitaba y enseñaba amorosamente a caminar, librando nuestros pasos de peligrosos tropiezos, y llevándonos a avanzar por la senda de la fidelidad vocacional? ¿No hemos tenido la sensación de que, en alguno de los tramos del camino, de cuya dificultad guardamos vivo recuerdo, era el Señor el que nos alzaba en brazos para sortear de un salto las dificultades que podían bloquearnos el camino?

Con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía (sigue diciendo el Señor a través del Profeta)...me inclinaba y le daba de comer” (Os. 11, 1-4). ¿Es que tenía el Señor otro modo de retenernos junto a él, que atarnos con correas de amor que pudiéramos sentir en determinadas circunstancias y momentos propicios para ello? Pensemos en aquellas fervorosas pláticas, ejercicios espirituales, o testimonios verdaderamente impactantes que todos hemos recibido y que daban un vuelco a nuestro corazón llevándonos a ponerlo entero en manos de Dios?

¿No recordamos las ayudas y estímulos que nos han llegado en distintas ocasiones, con tal acierto y facilidad como si nos pusieran el alimento en la boca? Era el mismo Señor que se inclinaba a nuestro nivel y nos daba de comer, como nos dice a través del profeta, porque nos quería con tierno amor y velaba junto a nosotros con ese afecto que nos gana el alma entera.

6.- Queridos hermanos en el sacerdocio: dejemos que el corazón se explaye saboreando y cantando el amor de Dios, revivido ahora con la intensidad que favorece la gracia de este momento. Digámonos y digamos: ¡Qué grande es el amor de Dios! ¡Qué cerca de nosotros está siempre el Dios del Amor! ¡Qué incomparable obsequio nos ha hecho el Señor, amándonos y eligiéndonos para ser ministros de su santo amor! ¡Qué delicadeza de enamorado ha tenido el Señor con nosotros potenciando nuestra libertad y conduciéndonos respetuosamente por el camino del bien!

El amor de Dios ha sido tan grande que le ha llevado a acercarnos íntimamente a él en el sacerdocio. Y la grandeza del Sacerdocio es tal, que nos lleva a participar privilegiadamente del misterio y de la amorosa intimidad del corazón mismo de Dios. Así, lanzados desde el corazón del Señor, podremos llegar al corazón de quienes Él ha puesto en nuestro camino para que los llevemos al único y verdadero amor y puedan gozar del amor que transforma y ennoblece.

Dice S. Juan María Vianney: “¡El sacerdocio es algo grande! No se sabrá lo que es sino en el cielo. Si lo entendiésemos en la tierra, moriría uno, no de espanto, sino de amor” (citado por T. Morales en “Semblanzas”Ed. Encuentro, l994, t.VIII, pag. 32)

Nuestra correspondencia a Dios, a fuer de bien nacidos, debe ser siempre la gratitud constante. Y la mejor forma de gratitud a Dios por el amor que nos tiene, es procurar amarle más cada día. Y, si su amor se ha manifestado sobremanera llamándonos al Sacerdocio y obsequiándonos con el sacramento del Orden sagrado, nuestro crecimiento en el amor a Dios tendrá que ir parejo al crecimiento en el amor a nuestro sacerdocio y en el esmerado ejercicio del ministerio sagrado.

Es cierto que vivimos momentos difíciles que añaden aridez a las naturales dificultades de la cura pastoral. Así lo vivió también el Cura de Ars en el tiempo de su ministerio, bajo los efectos de la revolución francesa. Él mismo exclama alguna que otra vez: “Todos pasan de Dios” “Aquí no hay nada que hacer” “Yo mismo corro el peligro de perderme”(citado en ibidem.pag. 34). Esa era su impresión y también su cruz. Pero, ganado por el amor de Dios, aceptará sufrir amando.

Se entregó incansablemente a la formación y cuidado de los laicos, preparando grupos de apóstoles activos, lanzados y constantes. La Eucaristía, la oración y la devoción entrañable a la Virgen María le mantenían y le incitaban cada día con más ardor, con más celo pastoral y con más alegría y capacidad de sufrimiento al ejercicio del ministerio sagrado. Válgannos como testimonio y gran lección de este santo sacerdote, curtido en los talleres del amor divino, las palabras que dejó en uno de sus escritos: “¡Buen Jesús! ¡Conocerte es amarte! Si supiéramos cuánto nos ama Jesús, moriríamos de placer. La única felicidad que tenemos en la tierra: amar a Dios y saber que él nos ama... Dios trata al hombre interior con ternura de madre, que estrecha con sus manos la cabeza del hijo para cubrirle de besos y caricias!” (Ibd. Pag. 37-38).

Buena reflexión en el día del corazón de Jesús, y buen estímulo para profundizar en el amor de Dios que es el mejor alimento para ser fieles al sacerdocio recibido.

7.- Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a cultivar un corazón eminentemente sacerdotal, cerca del Corazón de Jesús, Maestro, amigo, modelo y ayuda de quienes hemos sido elegidos para ser profetas de su amor infinito.

QUE ASÍ SEA

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