HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
queridos hermanas y hermanos religiosas y seglares,
queridos seminaristas:

1.- La Ascensión de nuestro Señor Jesucristo, señala el inicio de una etapa nueva en el curso de la relación entre Dios y la humanidad. Hasta que el Señor ascendió a los cielos, era el Hijo de Dios hecho hombre quien hablaba y quien enseñaba a sus discípulos el camino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz. Desde que el Señor resucitado partió de este mundo, la acción de Dios en favor nuestro viene principalmente realizada por el Espíritu Santo. Él mismo es como el alma de la Iglesia, según nos dice S. Agustín.

2.- El Espíritu de Dios, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, es quien hace posible el conocimiento profundo y vivencial de cuanto Jesucristo nos enseñó. Estas son las palabras de Jesucristo al respecto: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito (el Espíritu Defensor) no vendrá a vosotros; pero si me voy os lo enviaré” (Jn. 16, 7-8). Y añade: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa” (Jn. 16, 13).

El Espíritu Santo es quien obra en nosotros la progresiva incorporación a la vida de Dios, según las palabras de Cristo a Nicodemo: “Yo te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu” (Jn. 3, 5).

El Espíritu es quien nos capacita para ser testigos de la experiencia salvífica de Dios como profetas o mensajeros de la esperanza que da sentido a nuestra vida: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, dice el Señor, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch. 1, 8). Así lo acabamos de escuchar en la proclamación de la palabra de Dios.

3.- Por tanto, la Ascensión del Señor señala el tiempo en que debemos aplicarnos a la búsqueda de la Verdad y a la práctica del apostolado cristiano mediante la palabra y el testimonio de vida.
El Señor ha partido hacia el Cielo y, permaneciendo entre nosotros como pan de vida y alimento del peregrinante, nos ha enviado la fuerza del Espíritu, y nos ha lanzado a la tarea de proclamar el Evangelio a quienes Él vaya poniendo en nuestro camino.

Podemos decir que la Ascensión del Señor señala, de algún modo, la mayoría de edad de quienes hemos recibido el Evangelio de Cristo y nos hemos sentado a la Mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Por eso, tienen una significación especial para nosotros hoy las palabras que S. Pablo dirige a los Efesios: “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef. 4, 1).

4.- Nuestra vocación va unida a la de Jesucristo. Por eso el Señor dice de nosotros lo mismo que afirma de sí mismo: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 14). Y, en razón de ello, somos enviados por Él a evangelizar, haciendo brillar la luz de Cristo en todos los medios y ambientes: “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5, 16). Así lo entendieron los Apóstoles. Como testimonio de ello, S. Marcos nos advierte que después que Cristo subió a los cielos, “ellos salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba con ellos, confirmando la palabra con las señales que la acompañaban” (Mc. 16, 20).

5.- Son muchas las expresiones que, con cierta apariencia de pesadumbre o de lamento, abundan ante la consideración de la difícil situación que atraviesan las comunidades cristianas.

Es preocupación de muchos cristianos la progresiva reducción de jóvenes y adultos en los procesos de formación cristiana y en la participación en los sacramentos.

Constantemente se oyen quejas razonables ante la desconsideración y la falta de respeto al Evangelio, a la Iglesia, a los signos cristianos y al mismo Jesucristo, que se repiten de diversas formas y con frecuencia en muchas manifestaciones públicas y en los medios de comunicación social.

Pero lo verdaderamente preocupante es el hecho de que la mayor parte de quienes manifiestan el explicable disgusto que les producen las circunstancias adversas que atravesamos, permanecen apostólicamente inactivos. De este modo hacen sospechar su equivocada convicción de que cualquiera de las posibles soluciones al problema tienen que llegar de otros ámbitos distintos del propio compromiso y de la propia acción apostólica.

Como Obispo escucho constantemente preguntas como ésta: ¿Qué hace la Iglesia para acercarse a los jóvenes, a los matrimonios y a los niños? ¿Qué piensa hacer la Iglesia para afrontar el grave problema de la escasez de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada?

No cabe duda de que estas preguntas, tan repetidas de una forma u otra, nacen de la secreta convicción de que el problema de la evangelización, del apostolado, de la transmisión y cultivo de la vocación cristiana es cosa de otros, y casi exclusivamente de la creatividad con que se enfrente a ello la Jerarquía de la Iglesia. Es cierto que, a título de Pastores, los Obispos y los sacerdotes tenemos una parte muy importante de responsabilidad. Pero también es cierto que cada uno de los cristianos no puede quedarse satisfecho con la denuncia de lo que falta y con la simple queja o reivindicación ante instancias superiores, arropado por la idea de que no le corresponde la solución del problema.

Ante semejante postura cabe preguntar, con claridad y con caridad, con disposición a colaborar en la medida de lo posible, pero despertando la conciencia ajena: ¿Qué hacen los padres cristianos respecto de la educación cristiana de los hijos desde la más tierna infancia, desde el despertar religioso en los primeros años de la vida del niño? ¿Qué hacen los padres para procurarse la formación que requiere esta responsabilidad y este arte educativo tan urgente como abandonado en el seno del hogar? ¿Qué hacen los adultos para afrontar las situaciones críticas en que la Iglesia y su enseñanza son tergiversadas, manipuladas y abusivamente vilipendiadas mediante el recurso a los tópicos orquestados, una y otra vez, por quienes tienen intereses abiertamente contrarios y cuentan con los medios de influencia social?

6.- Ninguna de estas preguntas lleva intención alguna relacionada con el ánimo de excusar la responsabilidad que compete a los pastores, y a mí especialmente como Obispo. Sería una postura equivocada y poco elegante. Lo que con ello quiero poner de manifiesto es que Cristo ha dirigido a todos los bautizados la llamada a la evangelización; y, de un modo muy concreto a los padres, a los educadores, a los hombres y mujeres insertos en los distintos ambientes en los que hace falta la luz del Evangelio, que es la luz de la verdad y de la vida, tan urgentes pero tan manipuladas a la vez, para alcanzar la auténtica renovación de la sociedad, para conseguir un desarrollo justo y sostenible, y para lograr una paz verdadera y estable en el mundo.

Quiero destacar en este momento, que ni los pastores, ni los padres, ni los educadores, ni quienes pueden hacer oír su palabra evangélica en los distintos ambientes, tenemos justificación para mantenernos en la pasividad inactiva aduciendo las dificultades que comporta el cumplimiento de la misión pastoral y apostólica. Nadie tenemos derecho, como cristianos, a trasladar a otros la propia responsabilidad apostólica. El problema nos compete a todos. Y su solución exige de cada uno tomar en serio la propia formación, la colaboración con quienes el Señor ha puesto cerca de nosotros, y la oración necesaria para abandonar el miedo y los miramientos sociales que tantas veces paralizan nuestra acción apostólica. Es importante, a este respecto, escuchar las palabras del Papa Benedicto XVI: “Sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede acercarse a los hombres”(Conf. En Subíaco, 2005). Debemos dejarnos tocas por Dios. Sin embargo, la superficialidad, la velocidad, el ruido y la dispersión del ambiente en que vivimos, ejercen una gran presión contraria al silencio, a la reflexión, a la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios, a la oración y a un sereno y frecuente encuentro con Dios. En este encuentro ha de cultivarse la fe, ha de fraguarse nuestra responsabilidad apostólica, han de vencerse el miedo y los miramientos sociales, y ha de fortalecerse el ánimo para decir a Dios, como la Virgen María: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).

7.- La Liturgia de la palabra nos recuerda muy claramente las palabras de Cristo: “Id y haced discípulos de todos los pueblos... Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt. 28, 20). (cf. Aleluya de la Misa de hoy). El Señor se hace solidario con nosotros a la hora de afrontar la responsabilidad apostólica. Ha subido a los cielos, pero no consiente que nos quedemos emotivamente paralizados al no tenerle a nuestro lado como un seguro ante los problemas. Él está con nosotros, como acaba de decirnos; pero nos convoca a la acción responsable, precisamente porque nos ha enseñado, nos ha enviado la fuerza del Espíritu Santo, nos ha regalado la inmensa riqueza que suponen los sacramentos especialmente los de la Confirmación y la Penitencia, porque se nos ofrece cada día como alimento de vida en la Eucaristía, y porque nos ha honrado eligiéndonos como colaboradores suyos en la misión evangelizadora del mundo.

8.- Queridos hermanos y hermanas: hoy es un día de serios planteamientos apostólicos. Hoy en un día en que debemos asumir valientemente los compromisos y exigencias que comporta la vida cristiana, lejos de inoperantes lamentos o de engañosas justificaciones. La tarea que nos corresponde es preciosa, aunque difícil; pero es posible tanto como necesaria. No olvidemos que el Señor no autoriza el quietismo ni la paralización que sume en la pasividad apostólica, en la queja o en el lamento.

Tengamos en cuenta, por el contrario, las palabras del Ángel a los apóstoles tras de la Ascensión del Señor: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch. 1, 11). Estamos llamados al apostolado.

Pidamos a la Santísima Virgen María, primera apóstol de Cristo y mensajera de la esperanza en la promesa del Señor, que nos ayude a mantenernos en el compromiso esperanzado de trabajar por la transmisión de la Verdad de Cristo que es luz y salvación para todos los que creen en él.


QUE ASÍ SEA.

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