HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL PENTECOSTÉS

Mis queridos hermanos sacerdotes,
Seminaristas, religiosas y seglares todos:


1.- El Apóstol S. Pablo, cuyo año jubilar estamos celebrando, nos invita hoy a considerar el carácter nuclear que tiene el Espíritu Santo en la vida del cristiano. Siguiendo a S. Pablo, cuyos escritos son verdaderamente palabra de Dios revelada, podemos decir que, sin la acción del Espíritu Santo, la redención universal, llevada a cabo por Jesucristo, quedaría sin la necesaria aplicación a cada uno de los hombres y mujeres que la desean y la esperan.

2.- La redención de Jesucristo consiste, esencialmente, en la transformación interior del hombre. Por ella, dejando la condición de esclavos del pecado, llegamos a ser, en verdad, hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria.

Ser hijos de Dios comporta participar de su misma naturaleza como base de nuestra vida espiritual, que ha de ser el motor de todos nuestros pensamientos, deseos, actitudes y comportamientos. Esa participación de la naturaleza divina, que llamamos gracia de Dios, porque es puro regalo suyo, llega a nosotros por el Bautismo. Y este Bautismo no puede ser auténtico si no es acción del Espíritu Santo. El Espíritu del Señor obra en nosotros mediante el agua en la que somos sumergidos, o que la Iglesia derrama sobre nuestra cabeza, en el Nombre de la Santísima Trinidad.

San Pablo, dirigiéndose en Éfeso a unos discípulos supuestamente cristianos, les preguntó: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?”(Hch. 19, 2). Y, al saber que ni siquiera habían oído hablar de que existiera el Espíritu Santo, les dijo sorprendido: “Pues, ¿qué bautismo habéis recibido?” (Hch. 19, 3). En cualquier caso, ese supuesto bautismo, recibido sin relación con el Espíritu Santo, no es el que nos hace discípulos de Jesucristo y beneficiarios de su redención; porque, “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo” (Rom. 8, 9).

3.- La convicción profunda, basada en la fe por la que aceptamos la revelación de Dios, había dejado muy claro en la mente de S. Pablo, que no hay vida cristiana sin que obre en nosotros el amor de Dios. Por eso nos dice, con suma claridad y con un lenguaje enormemente expresivo: “Aunque tuviere el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuera tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy” (1 Cor. 13, 2). Sin embargo, ese amor solo está y obra en nosotros cuando recibimos el don del Espíritu Santo, “porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom. 5, 5).

Por eso, en el himno con el que iniciamos esta oración litúrgica y vespertina de las Vísperas, hemos elevado nuestra súplica diciendo: “Ven espíritu divino...Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro” .

4.- La riqueza con que deseamos que el Espíritu Santo llene nuestra alma es, en primer lugar, la capacidad de vivir según el Espíritu Santo, en abierta y decidida oposición a la ley de pecado, según nos dice también San Pablo: “Los que viven según el Espíritu, sienten lo que es propio del Espíritu” (Rom. 8, 5). Y añade, con gran fuerza clarificadora: “Sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz” (Rom. 8, 6).

En el himno inicial de estas Vísperas hemos pedido también al Espíritu que nos conceda luz en la oscuridad y consuelo en la adversidad, descanso en el esfuerzo y tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego y gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Con esta súplica hemos confiado al Espíritu Santo, no sólo cuanto concierne a la riqueza interior de nuestra vida sobrenatural, sino también aquello que, en relación con nuestra condición cristiana, puede suavizar los duros embates contra nuestra débil naturaleza, tantas veces caída bajo el peso de las dificultades y las tentaciones. Por eso hemos puesto ante él nuestra realidad, en abierta y sincera manifestación, diciéndole: “Mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.

5.- La palabra de Dios, tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos, orienta nuestra fe en el Espíritu Santo ayudándonos a entender que su acción en nosotros no solo transforma nuestra humilde condición en la suerte gloriosa de ser hijos de Dios, sino que nos lleva incluso a la resurrección gloriosa en cuerpo y alma, como nos enseña la Santa Madre Iglesia. “Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8, 11)

6.- Demos gracias a Dios que, por la acción del Espíritu Santo, “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes” (Sal. 112).

Unamos nuestra súplica en oración confiada, pidiendo que el Espíritu Santo venga a nosotros en este necesario Pentecostés; y que derrame sobre nosotros sus siete dones, para que abundemos en frutos de vida y de esperanza.

QUE ASÍ SEA

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