HOMILÍA EN LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar
Domingo, 31 de Mayo de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos miembros de los movimientos y asociaciones apostólicas,
hermanas y hermanos todos:

1.- Recibid mi saludo cordialísimo en este encuentro celebrativo. En él se cultiva nuestro acercamiento al Señor, que se hace presente en su Palabra y en su Eucaristía. Al mismo tiempo, con esta celebración se propicia nuestro mutuo conocimiento en orden a esa imprescindible colaboración eclesial con la que debemos llevar a término la vocación que hemos recibido del Señor.

Estamos llamados a ser apóstoles en el mundo para que la luz de Cristo brille en las familias, en las escuelas, en los talleres, en los hospitales, en las universidades, en los parlamentos, en los centros de planificación familiar, en el ámbito de los deportes, de las artes y de los planes de desarrollo.

El Papa Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Christifideles laici, cuyo vigésimo aniversario estamos celebrando, nos dice que “los fieles laicos...pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado por los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de Mateo”(o.c. 1). E insiste en ello diciendo que “la llamada (a trabajar en la viña del Señor) no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo” (o.c. 2).

2.- El ministerio evangelizador, que compete a todo cristiano desde el Bautismo, ha sido presentado por los Padres del Concilio Vaticano II como una tarea urgente. Por eso “este sagrado Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo” (AA. 33, citado por o.c. 2).

Es muy importante considerar que el Concilio, al insistir en la llamada del Señor a los laicos, añade: “Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad” (ibd.).

También yo quiero insistir en esta llamada a los jóvenes. Considero un error mirar a los jóvenes simplemente como los hombres del mañana y como simples destinatarios de la acción educativa de los adultos. Los jóvenes tiene un cometido como tales en la Iglesia y en el mundo y, consiguientemente, como bautizados, quedan insertos en el grupo de los llamados a evangelizar en este mundo adverso y en esta sociedad laicista. El Señor cuenta con ellos. La Iglesia, lógicamente, también.

Tengamos en cuenta que el apoyo para el proyecto de atención a la Iglesia naciente, que Cristo apuntó desde la cruz, quedó plasmado en unas relaciones materno filiales entre una Mujer y un joven: María y Juan. Con ello, el Señor nos dejó entender bien claramente, que todos necesitamos atención, ciertamente. Pero que los jóvenes pueden y deben asumir también su responsabilidad respecto a los mayores y al mundo en que viven. De hecho, las palabras del Evangelio nos manifiestan que Juan recibió a María como responsabilidad suya: “La recibió como suya” (Jn. 19, 27), dice el texto sagrado. La incluyó como destinataria preferente de sus cuidados.

3.- Asumir la responsabilidad apostólica supone conocer la situación real del momento histórico en que hemos sido llamados. En este momento abunda un desconocimiento del Evangelio en los aspectos más fundamentales. Desconocimiento que resulta más difícil de remover por la cantidad de prejuicios negativos acerca de Jesucristo y de la Iglesia, que predisponen a la no aceptación siquiera del anuncio del mensaje. Frente a ello, poco podemos hacer si medimos exclusivamente las fuerzas humanas con que contamos, y que tienen un denominador común en los ámbitos personales e instrumentales: somos cada vez menos y más pobres en relación con los recursos de quienes, día a día, ponen en crisis ante la gente la credibilidad de la Iglesia, de sus Pastores y de sus fieles.

Existe una bien orquestada campaña que va minando la fiabilidad de la Iglesia como fuente de criterio doctrinal y moral, y como referencia válida para orientar los comportamientos propios de una sociedad moderna, avanzada y abierta al progreso.

Sin embargo, nosotros sabemos muy bien que Cristo es la luz del mundo (cf. Jn. 8, 12), y que andan en las tinieblas quienes no le siguen.

Sabemos muy bien que la verdad evangélica es razonable; que, aunque la revelación nos sitúa ante el misterio, no por eso resulta fantasiosa o carente de lógica la predicación de Jesucristo. Tampoco carece de fuerza razonable la fiel actuación de la Iglesia en lo que concierne a la transmisión del mensaje de Jesucristo. Otra cosa es que, en los juicios sobre la Iglesia, se unan y confundan la actuaciones de sus miembros y la fiabilidad de su acción magisterial asistida por el Espíritu Santo.

4.- Sabemos que preocupan especialmente la defensa de la vida desde el primer instante de su concepción hasta la muerte natural; la llamada al respeto que merece toda la creación y, muy especialmente toda persona, por ser obra de Dios; poner límites a las diversas manipulaciones de personas, de la familia, de la escuela, de la Iglesia y de otras instituciones, que tiene su motivo en los más variados intereses inconfesados y que se presentan socialmente como acciones razonables, razonables y legítimas; la práctica de la justicia basada en el diálogo y en el perdón, en el amor y en la comprensión; la integridad moral o ética en el proyecto y desarrollo de los planes y conductas empresariales, comerciales, laborales; el respeto a la libertad de educación en los correspondientes procesos de niños y adolescentes; la aceptación de la libertad de iniciativa social en distintos ámbitos de la vida, tan necesitada de ella; la fidelidad a la verdad en la transmisión de acontecimientos, opiniones y pareceres; la equidad en la atención a los más necesitados; la verdadera libertad religiosa y de expresión desde todos y parta todos; y muchos otros campos de la vida cotidiana, que se presentan con importantes carencias y son un serio reclamo de luz, de testimonio, de razonable argumentación basada en la verdad, en esa verdad que no sucumbe a intereses personales o de grupo. Y esa verdad es Cristo, cuyo Nombre debe ser proclamado como el Nombre del Señor hasta que ante él “doble la rodilla todo lo que hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda alengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp. 2, 9-11).

Todas estas urgencias constituyen fuertes llamadas a la generosa dedicación de los cristianos que, superando perezas, miedos, oportunismos, falsas prudencias y personalismos egoístas, nos lancemos a ser, como nos definió Jesucristo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt. 5, 14).

5.- Para pronunciar con nitidez el mensaje salvador, que se encierra en la afirmación“Jesús es el Señor”, tan contraria al desconcertante y arbitrario relativismo dominante, es necesario algo que no depende exclusivamente de la inteligencia, de la razón y de las estrategias humanas. Es necesario que vibre en nosotros la gozosa conciencia de que Dios nos ama. Es necesario que la experiencia de ser amados por Dios nos lance a vivir la fraternidad humana en el amor teologal y sincero. Condiciones todas ellas, que dependen de la acción del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, San Pablo nos dice hoy: “Nadie puede decir , si no es bajo la acción del espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3).

La inhabitación del Espíritu Santo en nosotros y su acción constante es lo que nos capacita para tener y mantener la visión de fe en la apreciación de los hechos, en el juicio sobre la realidad y en la proyección de las tareas a realizar. De este modo podrá coincidir todo ello con la voluntad de Dios y, por consiguiente, con la iluminación cristiana del orden temporal. Esa es la tarea que el Concilio atribuye preferentemente a los seglares. “Dios llama a los seglares –dice el Concilio- a que, con el fervor del espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a la manera de fermento” (AA. 2).

6.- Es el Espíritu Santo quien nos permite llegar a percibir y gustar el Misterio que está más allá de las apariencias y de lo que puede percibir nuestra inteligencia. ¡Cuántas veces hemos constatado que la lectura puramente humanas de los acontecimientos tergiversa el sentido profundo de la realidad! ¡Cuantas veces hemos descubierto que el simple raciocinio humano, al que no se opone la fe, se queda muy corto para penetrar el mensaje de la palabra de Dios, y el que nos transmite la creación entera, expresión de la sabiduría y de la magnificencia de Dios!
Necesitamos el don inmenso e imprescindible de la fe. Ella nos aporta unos datos fehacientes que el hombre no puede descubrir por sí mismo, y que constituyen elementos integrantes de la verdad. Como nos dice hoy el Prefacio de la Misa, el Espíritu Santo es el que infunde el conocimiento de Dios y el que puede congregar en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido.

7.- Teniendo en cuenta lo dicho, no podemos dudar de que el Espíritu Santo, que nos ayuda en el cumplimiento de nuestro deber apostólico, nos exige, al mismo tiempo, un esfuerzo de preparación personal en los diversos aspectos de nuestra personalidad cristiana; aspectos que entran en juego al en el ejercicio del deber apostólico y pastoral que nos compete.

Por eso, correspondiendo a los inmensos dones que el Espíritu derrama sobre nosotros habitualmente, y hoy de modo singular, debemos hacer un serio propósito de incrementar la formación cristiana.

Es necesario conocer bien el mensaje de salvación y el Magisterio mediante el cual la Iglesia nos lo transmite en toda su integridad, y adecuando su lenguaje al momento y cultura de quienes han de escucharlo.

No obstante, la formación no satisface del todo los requerimientos a que nos compromete el deber apostólico. Recibir el Espíritu Santo y ser templo vivo suyo es condición que nos exige, simultaneamente una esmerada atención a Aquel que obra en nosotros. Y esa atención consiste indudablemente en la práctica de una fuerte espiritualidad que debe ser la característica de todo apóstol. Como dice el Señor, los demonios adversos a la verdad, a la justicia, al amor y a la paz, no se lanzan sino con la oración y el ayuno. (cf. Mc. 9, 28).

8.- El día de Pentecostés debe ser para todos los apóstoles seglares y para quienes se preparan al ejercicio de este sublime ministerio eclesial, un día de gracia.

Hoy hemos sido convocados para recibir al Espíritu Santo creyendo firmemente en su obra, y con la firme esperanza de que su acción puede transformarnos en apóstoles y pastores según el corazón de Dios.

Hoy debe ser un día en que tomemos o acentuemos la decisión de acercarnos cada vez más al Señor mediante la escucha atenta y religiosa de su palabra; mediante la serena intimidad de la oración; y mediante un convencido y profundo sentido de Iglesia que debe presidir todas las actuaciones apostólicas dondequiera que nos encontremos y donde el Señor nos llame en cada momento.

9.- Invoquemos la intercesión de la Santísima Virgen María con las palabras que nos brindó el Papa Juan Pablo II en la oración con la que concluye la Exhortación apostólica Christifidelis laici:

“Virgen Madre,
guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas
de la Iglesia de tu Hijo,
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios
y para su gloria."

Amén

QUE ASÍ SEA

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