HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI

Sábado, 13 de Junio de 2009


Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:
queridos seminaristas:


Celebrando solemnemente la oración litúrgica de la tarde, iniciamos la gran fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

No podía Jesucristo dejarnos mejor herencia que su mismo Cuerpo y Sangre. Ellos constituyen el alimento imprescindible del alma para alcanzar la vida cristiana. Al mismo tiempo son el vínculo de unión fraterna entre quienes reconocemos a Jesús como el Mesías, como el Hijo unigénito de Dios Padre y Redentor nuestro.

El Cuerpo y la sangre del Señor, que nos queda en el sacramento de la Eucaristía, no es un valiosa reliquia ante la cual revivimos el recuerdo de Quien tanto hizo por nosotros liberándonos de la esclavitud del pecado. El Cuerpo y la Sangre del Señor son la realidad viva de Jesucristo, con su alma y divinidad. Es la Persona misma del Verbo: el que era desde el principio, el que se hizo hombre en las purísimas entrañas de la Virgen María, el que murió en la cruz para salvarnos, y el que resucitó de entre los muertos con su propio poder y majestad. Es Él mismo quien está presente en la Eucaristía, glorioso, aunque bajo apariencia humilde; como Rey de la creación y Señor de cielos y Tierra, aunque muchas veces olvidado por nosotros los cristianos, y solitario por ello en el sagrario de cada templo.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo constituyen el memorial de la Pasión y de la Muerte por la que hemos recobrado la vida. Pero, al mismo tiempo, son, en la Eucaristía, un permanente canto divino a la humanidad que Dios nos ha dado como naturaleza propia desde la creación; naturaleza que Él asumió como el medio para acercarse de modo perceptible a nosotros, y para llevar a cabo el sacrifico de la redención.

Tomando nuestra naturaleza humana, Cristo manifestó claramente hacerse cargo de nosotros, cargar con nuestra realidad pecadora, con nuestra historia de desobediencias y contradicciones; y presentó al Padre el sacrificio de su obediencia perfecta, capaz de satisfacerle en justicia, la deuda que contrajimos por nuestra desobediencia compartida desde el pecado de Adán y Eva.
Tomando nuestra naturaleza humana Jesucristo rompió para siempre el maleficio que algunos consideraban inherente a todo lo material y, también por ello, al cuerpo humano. Cristo rompió la sospecha de que la perfección está exclusivamente en lo espiritual; y afirmó que está en la íntegra realidad de la persona, alma y cuerpo, regida por el espíritu, armónicamente equilibrado en la confluencia de sus diversas dimensiones: la humana y la trascendente, puesto que Dios, en el mismo acto de la creación, nos elevó al orden sobrenatural y nos enriqueció con su imagen y semejanza.

La Eucaristía es, pues, la presencia sacramental y permanente del Misterio de Cristo con toda su significación y dinamismo profético y salvador. De tal modo que, cuando comulgamos, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva para consumar su juicio y salvación (cf. Aclamación después de la Consagración).

La Eucaristía es, también, la referencia constante que nos permite poner la mirada en Jesucristo y, reconociéndole como el primogénito de la nueva humanidad, poder profundizar en nuestra propia identidad personal como miembros de la humanidad redimida, como imagen y semejanza de Dios, y como miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

La Eucaristía, por cuanto que es el mismo Cristo triunfante y glorioso, como verdadero Dios que es, constituye la indicación viva y completa del objetivo de nuestra conversión: alcanzar la transformación definitiva en la santidad plena. Pero, por cuanto que es, también, el mismo Cristo encarnado, que compartió con nosotros los avatares de la historia vinculado a nuestra humanidad como verdadero hombre, nos acerca al modelo del hombre auténtico, de la persona humana en su plenitud.

La contemplación de la Eucaristía es imprescindible para vivir nuestra dimensión humana y terrena, y nuestra dimensión sobrenatural y divina. Por eso, el Señor afirmó: “Si no comiereis la Carne del Hijo del hombre y no bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6, 53). En cambio, “el que come mi Carne y bebe mi Sangre, habita en mí y yo en él, y yo le resucitaré en el último día” (Jn. 6, 54). Palabras por las que debemos entender que nuestra relación con el Cuerpo y la Sangre de Cristo sacramentado, va logrando nuestra identificación con él. Identificación que, sin llevarnos a perder nuestra condición limitada y contingente, propicia el crecimiento en la imagen y semejanza de Dios que somos, y nos acerca progresivamente a la perfección en todas las dimensiones que integran nuestra realidad tal como Dios la quiso y la quiere.

La perfección humana en su integridad no se agota en la individualidad. Por el contrario, rompe con todo individualismo. La imagen y semejanza de Dios, que llevamos impresa como elemento necesario de nuestra realidad, nos convoca esencialmente a la relación con Dios y con los hermanos. Dios es amor y vive plenamente volcado en íntima relación entre las tres divinas Personas. Y, además, por la vivencia del Amor, que es la esencia misma de Dios, vive saliendo de sí y volcándose en favor de la creación entera. Por ello la sustenta y gobierna con su providencia. Y, en lo que al hombre se refiere, da su misma vida y se queda entre nosotros, como hoy estamos celebrando.

De tal modo lo entendió así el pueblo fiel, que no cesó hasta lograr que la Iglesia elevara a la condición de fiesta solemne y universal la veneración y exaltación del Cuerpo y la Sangre sacramentados del Señor.

S. Pablo, considerando esa dimensión esencial de Dios, que es el amor, y dando a entender que el amor es activo y produce la unión entre quienes se aman, nos invita a vivir ese amor entre los cristianos. Y como la fuente del amor divino, que debe animar todo amor humano, está en la Eucaristía, Sacramento del Amor por antonomasia, nos dice: “El pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?”(1 Cor. 10, 16).Por tanto, concluirá: comiendo ese pan, nos unimos a Dios y a los hermanos. Y así lo dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”(1 Cor. 10, 17).
Aunque todas las relaciones posibles ayudan al acercamiento personal, la verdadera comunión, la auténtica unión fraternal con los hermanos, que constituye la nota característica de la Iglesia, no se logrará sin la Eucaristía. Cristo es quien nos une a Dios y a los hermanos.

Preparémonos debidamente a participar mañana en la Eucaristía llenándonos de Dios en Jesucristo hecho Eucaristía, y demos con ello un paso importante en la fraternidad eclesial tan necesaria para que haya auténticas comunidades cristianas.

QUE ASÍ SEA

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