HOMILÍA EN EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO 2OO9

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

Comenzamos hoy el Año Litúrgico. Llamamos así al período de tiempo que transcurre de Adviento a Adviento; esto es: desde que iniciamos la preparación de la Navidad hasta el Domingo que precede al próximo Adviento. Durante estos meses vamos celebrando los sagrados Misterios del Señor desde su nacimiento hasta la venida del Espíritu Santo.

La repetición anual de este ciclo litúrgico constituye un grandísimo don del Señor, porque nos va poniendo ante la realidad de la palabra y de la acción divina en favor nuestro. Al mismo tiempo nos ofrece su Gracia mediante las acciones sacramentales de la Iglesia para que seamos capaces de escuchar su enseñanza y secundar su ejemplo. En las acciones de la Iglesia actúa Jesucristo directamente en la persona de los ministros legítimos.

Nuestra actitud ante Dios nuestro Señor, al brindarnos repetidamente la oportunidad de conocerle mejor, de seguirle más de cerca, de arrepentirnos y relanzar nuestra vida por el camino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz, debe ser una profunda y sincera gratitud. Verdaderamente, “el Señor es un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor, fiel y misericordioso; que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la maldad y el pecado” (Ex. 34, 6).

Ser conscientes de la bondad de Dios y de su amor y misericordia hacia nosotros, es garantía de la bondad propia de los mandamientos con los que el Señor orienta nuestra vida. Apoyados en esa garantía, precisamente cuando, por contraste, estamos experimentando en nuestra sociedad tantas palabras falaces y tantos intereses contrarios a las bellas promesas y a los legítimos derechos de las personas y de las instituciones, debemos exclamar en oración sincera: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas; haz que camine con lealtad, porque tú eres mi Dios y salvador” (Sal. 24, interleccional).

Consecuentes con esta gratitud y con esta súplica, es necesario que escuchemos la palabra que nos dirige hoy el Señor a través de su Iglesia. Hoy nos anuncia y promete la venida del Mesías que trae la salvación: “Suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra” (Jer. 33, 15).

¡Cuánto se habla hoy de justicia, de derechos, y hasta de la sociedad de derecho! Y, al mismo tiempo, cuánta injusticia y qué falta de respeto a los derechos fundamentales de las personas. Mentira, violencia, corrupción económica, enriquecimiento de los ricos y empobrecimiento de los pobres, muerte de inocentes indefensos, abusos de la palabra para embaucar interesadamente a los ingenuos; y tantas otras cosas más. Ante ello podemos preguntarnos: ¿Es que el Señor, con su poder infinito, no ha sido capaz de cumplir su promesa, estableciendo la justicia y el derecho al ven ir a la tierra? ¿Acaso puede haber alguien que realice lo que Dios ha dejado pendiente?

La respuesta nos la da la misma palabra de Dios, a través de S. Pablo, en la celebración de hoy. Dios dejó el mundo en nuestras manos encomendándonos su cuidado y desarrollo. Nos dotó de libertad, puesto que nos había creado a su imagen y semejanza. Nos encomendó la tarea de ser luz del mundo y sal de la tierra. Y nos envió a hacer discípulos suyos de todos los pueblos mediante la predicación del Evangelio y la administración de los sacramentos. Nuestra predicación debía centrarse fundamentalmente en la manifestación del amor de Dios y en la llamada a amarle sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. Está muy claro que de este modo el mundo sería otro. Y, en verdad, lo es en los ambientes en que abundan las personas que se acercan al cumplimiento del mandato divino. Ese ha sido siempre el eco de los santos.

Pues bien: hoy, S. Pablo nos dice: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos” (1 Tes. 3, 12). Es nuestra acción, movida por el amor que Dios nos tiene, y ordenada según el amor que debemos tener a Dios y al prójimo, la que contribuirá al cambio del mundo haciendo presente la justicia y el derecho.

Se trata, primero y principalmente, de alcanzar la justicia de Dios que es la salvación. Se trata, por tanto, de hacer valer el derecho establecido por Dios y no por los hombres, que muchas veces es realmente injusto. Solo siguiendo la dinámica del amor de Dios, que nos capacita y nos encauza a la práctica del amor al prójimo, podremos sembrar en el mundo la justicia y el derecho humanos y lograr su cumplimiento; un derecho en la justicia de Dios que es amor, y una justicia por el cumplimiento del derecho que ha de ser camino y protección de la vida personal y social.

¡Qué bello programa nos presenta el Señor! Es exigente porque supone y requiere nuestro cambio personal y el testimonio de nuestra experiencia de Dios salvador. Este programa nos pide valiente decisión y un claro compromiso que no debemos soslayar. Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros, dice con razón S. Agustín. Sin nosotros nos creó libres. Sin respetar nuestra libertad caería en contradicción. Por eso, después de su estancia entre nosotros como redentor y maestro, nos envió al Espíritu Santo con cuya fuerza podemos fortalecer nuestra decisión libre y afrontar las dificultades que lleva consigo el apasionante programa que nos ha encomendado: ser luz del mundo y sal de la tierra.

Al acercarnos a la sagrada Eucaristía, pongámonos en manos del Señor confiando en su gracia, y Él obrará en nosotros cuando estemos queriendo obrar con Él.

Que el camino del Adviento nos acerque al Señor que viene, y nos compenetre con sus planes para que le recibamos en la Navidad bien dispuestos a caminar junto a Él, anunciando el Reino de Dios y predicando la conversión.


QUE ASÍ SEA

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