HOMILÍA EN EL 3º DOMINGO DE ADVIENTO 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:


La gran tragedia del hombre es su propia inseguridad ante lo que promete y ante lo que se propone. Todos somos testigos de nuestras promesas y propósitos incumplidos, a pesar de la sinceridad de las intenciones y promesas a la hora de formular ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás lo que eran, en verdad, nuestros más sinceros deseos nacidos de las más profundas convicciones. A la vista de ello no pueden menos que resultarnos extrañas las palabras que el profeta Sofonías nos dirige de parte del Señor en este tercer Domingo de Adviento. Dice así el profeta: “No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta” (Sof. 3, 16-18).

La pregunta que surge espontáneamente puede ser esta: ¿La Iglesia nos propone estas palabras profética como un consuelo compasivo o, en verdad, nos transmite la verdad sobre nuestra situación y posibilidades?

Ante ese interrogante, perfectamente explicable si tenemos en cuenta la cantidad de propósitos incumplidos y de bellas promesas que no han llegado nunca a ser una realidad concreta; ante este interrogante, digo, no cabe más que poner en la balanza lo que Dios nos dice a través del profeta y que la santa Madre Iglesia nos recuerda en momentos tan importantes como son los que vivimos en tiempo de Adviento, y lo que nuestra propia experiencia humana nos presenta. Y, en ese dilema, no cabe más que esta otra nueva pregunta: ¿A quien debemos hacer caso, a la palabra de Dios que nos transmite su interés por nosotros, o a nuestra personal experiencia que generalmente nos hable de errores, debilidades o ilusiones inalcanzadas? Ese es siempre el dilema.

Ante este dilema no tenemos más remedio que recurrir a lo que la fe nos llama a creer. Esto es: que Dios puede más que nosotros, y que el Señor puede cambiar nuestra suerte como cambió la de tantas personas que, a lo largo de la historia, se propusieron seguir al Señor con sincero corazón y con la conciencia clara de sus debilidades. Lo imprescindible es confiar en Quien puede sacar de las piedras hijos de Abraham.

En el tiempo de Adviento, el Señor nos llama, a través de la predicación de la Iglesia, a que purifiquemos nuestra fe y seamos capaces de confiar en el Señor y poner a buen rendimiento las energías y recursos que el Espíritu Santo pone a nuestra disposición. De lo contrario, no tenemos nada que hacer.

Desde la fe sabemos que el Señor, como dice la Sagrada Escritura, es un guerrero que salva; que nosotros, como dice S. Pablo, lo podemos todo con aquel que nos conforta; que, como el mismo Jesucristo nos enseña, el que pide recibe y al que llama se le abre. Por tanto, pensando y actuando con fe, sabemos que, por más extraño o difícil que nos parezca en algunas ocasiones, es posible ser fieles al Señor y alcanzar los objetivos que su palabra nos propone y que nosotros entendemos como necesarios para nuestro crecimiento cristiano y para nuestra santificación y salvación. En esta situación es necesario que hagamos un esfuerzo interior y, confiando en el Señor más que en nosotros mismos, digamos, con las palabras del salmo interleccional: “EL Señor es mi Dios y salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor” (I)s. 12, 2). Estas palabras, convertidas en acto de fe no son un simple recurso, sino que nacen también de la propia experiencia. Todos hemos comprobado en nuestra vida que, como también dice el salmo responsorial, “El Señor fue mi salvación” (Ibiud.) en muchos trances difíciles, aunque quizá no siempre ha sido fácil reconocer en ellos y en ese momento la mano del Señor.

Al escuchar este mensaje de estímulo y esperanza, bien podemos reaccionar con verdadera alegría como nos invita a hacer S. Pablo en la segunda lectura de hoy con estas palabras: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra alegría la conozca todo el mundo” (Flp. 4,4).

La alegría a la que S. Pablo nos invita no es una alegría fundada en la complacencia que nos brindan nuestros propios éxitos. Si así fuera, esa alegría quedaría muy reducida o sería simplemente vana. La alegría a la que nos invita S. Pablo brota de la fe que nos garantiza el interés de Dios en nuestra propia salvación, y de la promesa de su ayuda en la debilidad.

Tengamos muy presente siempre que Dios está de nuestra parte, y que a Dios le interesa nuestra salvación mucho más que a nosotros mismos. Él nos ha creado, ha dado su vida por nosotros en la cruz, y nos ha prometido su ayuda.

Creamos firmemente que la garantía de nuestra virtud y de nuestra salvación está en manos de Dios que viene a salvarnos. Es Él mismo quien ha tomado la iniciativa.

Sin embargo, a pesar de toda la seguridad que nos da el tener a Dios de nuestra parte, no debemos olvidar que el Creador nos hizo inteligentes y libres. Por tanto, nada es posible en nuestra vida sin que nosotros lo decidamos con firme voluntad, poniendo lo que esté de nuestra parte y buscando confiadamente la ayuda del Señor. Por eso, el Santo Evangelio nos dice, a través de S, Juan Bautista, que debemos esforzarnos por alcanzar la rectitud en las actitudes y en los comportamientos:”El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene, y el que tenga comida que haga lo mismo” (Lc. 3, 10). Con estas palabras nos da a entender la responsabilidad intransferible de cada uno a la hora de concretar en la práctica las orientaciones que nos da el Señor. Orientaciones cuya aceptación constituye la condición indispensable para que Dios nos dé su ayuda y salga en defensa nuestra ante las adversidades.

Pensemos serenamente en estas verdades evangélicas cuyo contenido nos desvela el misterio de nuestra complejidad, y nos abre caminos de esperanza en la búsqueda de la virtud.

Aprovechemos el tiempo de Adviento en el que Dios nos concede una preciosa oportunidad para dar un paso hacia delante en la decisión de ser mejores; para reafirmar nuestra confianza en el Señor que lo obra todo en todos; y para esforzarnos avanzando por el camino del bien con la ayuda del Señor.

QUE ASÍ SEA

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