HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Qué fiesta tan emotiva y arraigada en el corazón creyente de los fieles cristianos, en la que celebramos el don inmenso de la Inmaculada Concepción de la Virgen María!

El clamor del pueblo cristiano proclamó la fe en la intervención directa de Dios para librar del pecado original a María desde el primer instante de su concepción en las entrañas maternas.
Para los creyentes en Cristo redentor, Hijo Unigénito del Dios vivo y primogénito de la nueva creación, la madre que había de engendrarle como verdadero hombre sin dejar de ser Dios, no podía tener mancha alguna en la historia personal de sus relaciones con el Señor. Como canta el Prefacio de esta misa, “purísima había de ser...la Virgen que nos diera al Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad”.

La fiesta de la Inmaculada Concepción constituye una solemne exaltación popular de la Pureza Virginal que adornó a María santísima durante su vida entera. Con esta exaltación, y como consecuencia de ella, el pueblo de Dios proclama, también, su fe en la existencia y transmisión del pecado original, del que todos participamos por herencia natural. Y con la fe en la acción de Dios liberando a María de ese pecado, proclamamos la profunda convicción de que la relación con el Señor nos exige liberarnos de toda clase de pecado. La fiesta de la Inmaculada Concepción nos llama, pues, por nuestra misma lógica, a emplearnos en la propia conversión y en el apostolado invitando a esa misma conversión al prójimo alejado del Señor.

Considerada de este modo, la fiesta de la Inmaculada, como habitualmente la llamamos, se constituye para nosotros en un día de gracia que nos convoca, confiadamente, a mirarnos en el espejo de María para acercarnos a Dios y para recurrir con plena esperanza a su infinita misericordia.

Solo la Santísima Virgen María ha gozado del don de la gracia plena desde su concepción y durante toda su vida sobre la tierra. Nosotros participamos del pecado original. Pero también a nosotros nos llega el don preciadísimo de la misericordia gratuita del Señor a través de los Sacramentos, especialmente a través del Bautismo y de la Penitencia. Por tanto, cantar con verdadero clamor y con sincera alegría la pureza de María, ha de tener, como lógica consecuencia, la búsqueda de la limpieza del alma que Dios quiere para nosotros y a la que nos invita insistentemente a través de la santa Madre Iglesia.

La Fiesta de la Inmaculada Concepción, fiesta del triunfo de la gracia de Dios sobre el poder del maligno, ha de motivarnos a reflexionar sobre los sacramentos en los que el Señor obra a favor nuestro regalándonos la gracia y devolviéndonos la pureza del alma perdida por nuestros pecados. Esta reflexión debe movernos también a un constante agradecimiento a Dios que derrama sobre nosotros el don de su Gracia.

La admiración que sentimos ante la Santísima Virgen porque fue siempre llena de gracia, no debe hacernos pensar que estamos en inferioridad de condiciones para crecer en la vida sobrenatural y divina. El Señor nos ha regalado en el santo Bautismo, el perdón del pecado original. Y, junto a ese magnánimo obsequio, para el que no teníamos mérito alguno, ni siquiera el de la buena disposición para valorarlo, a causa de la corta edad en que lo recibimos, el Bautismo nos ha hecho hijos adoptivos de Dios en aplicación, también gratuita, de los méritos de Jesucristo nuestro redentor. En razón de ello, el Bautismo nos ha constituido miembros del Pueblo santo, que es la Iglesia. Y, desde ese momento, queda a nuestra disposición toda la riqueza de la obra de Cristo que sigue actuando en la Iglesia santa que Él fundó.

En la Iglesia recibimos el anuncio de la palabra de Dios. Esa palabra, proclamada en las celebraciones litúrgicas, explicada en la catequésis y en los demás momentos de formación cristiana, ilumina el camino hacia el Señor. Ese camino es el que nos conduce a la plenitud humana y sobrenatural, a la santificación y, por tanto, a la salvación definitiva.

En la Iglesia hemos conocido a Dios Uno y Trino, a Jesucristo nuestro Redentor y Señor, a María santísima, su Madre y madre nuestra por encargo de Cristo desde la cruz. Y este conocimiento, junto a otros que enriquecen nuestra fe, nos hablan constantemente del amor y de la elección divina con la que el Señor nos ha distinguido misteriosa y gratuitamente.

Ante todos los bienes que recibimos de Dios en su Iglesia santa, debemos corresponder, por coherencia, empeñándonos en mantener, día a día, la decisión de acercarnos a Dios imitando el proceder de la Santísima Virgen María cuya santidad admiramos, exaltamos y proclamamos llenos de alegría.

Para este cometido, esencial en la identidad de todo cristiano, tenemos una ayuda muy significativa y segura. Gozamos de la intercesión maternal de la Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, con devoción filial, pidámosle que nos alcance la gracia de la coherencia entre la vida y la fe que hemos recibido como don en el Bautismo. Pidámosle que nos proteja contra las acciones del maligno, a quien ella venció siempre. Supliquémosle confiadamente, como hijos queridos, su protección maternal para que vivamos con esperanza la lucha diaria. En esa lucha está nuestra parte en la consecución del regalo mayor y definitivo del Señor que nos ha de llevar junto a Dios en el disfrute eterno de su gloria y de nuestra felicidad.

QUE ASÍ SEA

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