HOMILIA DEL DOMINGO 4º DE ADVIENTO 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:


El mensaje que nos dirige hoy el Señor a través de la Iglesia en esta celebración litúrgica de la Eucaristía, es tan sorprendente como consolador.

Sorprende que Belén, pueblo pequeñísimo en tiempos de Jesucristo, haya sido elegido por Dios como la cuna del Mesías redentor universal, Hijo unigénito de Dios, encarnado en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, compañero y Maestro de los hombres como verdadero Dios y verdadero hombre al mismo tiempo.

Al mismo tiempo es un motivo de consuelo y esperanza para quienes podemos estar enredados en prejuicios que nos hacen pensar en la necesidad de lo grande, de lo llamativo, de lo destacado socialmente, como condición para aportar algo a la renovación del mundo. Ya vemos que no es así. La revolución más grande y extendida de todos los tiempos arrancó de una aldea insignificante, de un débil niño nacido en un portal, hijo de un matrimonio desconocido, pobre y más presencia social que la derivada de su empadronamiento.

Este contraste debe hacernos pensar. Sobre todo cuando, sin darnos cuenta, creemos que la fuerza de la evangelización y de la renovación del mundo en la familia, en la empresa, en la Escuela y en la Universidad, en la política y en tantos otros núcleos de la vida humana y social, está en grandes estrategias, en potentes medios de presencia e influencia, y en formas de hacer que atraigan, por ellas mismas, la atención de aquellos a quienes nos dirigimos. No es así.

Por las mismas, podemos caer en el error de pensar que nuestra conversión personal tendrá lugar a partir de un gran propósito capaz de cambiar nuestra vida de momento. Podemos creer que con un acto firme y valiente de la voluntad, apoyado en una profunda reflexión y en un ejercicio importante de espiritualidad podremos liberarnos de las pequeñeces que venían entorpeciendo nuestro avance, o de los grandes defectos contraídos desde antiguo y que persisten como si no hubiéramos crecido en edad y en recorrido cristiano.

Nuestro error está en minusvalorar lo pequeño, la acción humilde de cada día, el reiterado arrepentimiento implorando la misericordia de Dios con el temor de no saberla aprovechar. Es también una repetida equivocación pensar que nuestro crecimiento hacia la plenitud, como corresponde a nuestros convencimientos y deseos, podría llegar si se dieran circunstancias especiales de las que hoy no disponemos.

La respuesta a esta forma de pensar, que condiciona seriamente una forma de actuar, está en que nos vayamos convenciendo de que lo importante es lo que tenemos al alcance. Y, a nuestro alcance está fundamentalmente lo pequeño, lo cotidiano, lo aparentemente insignificante, lo que tenemos al alcance; esto es: la posibilidad de renovar nuestros propósitos realistas, humildes y asequibles; el recurso a la oración constante, sencilla y confiada; el aprovechamiento de la misericordia de Dios que se n os brinda sin especiales condiciones en el Sacramento de la Penitencia; el esfuerzo posible para ir adquiriendo la formación cristiana que nos permita conocer al Señor y a la Iglesia, para terminar entendiendo cual es nuestra realidad cristiana y cual nuestro deber ante Dios, ante su Iglesia y ante la familia, ante los compañeros de profesión, ante los amigos, ante las corrientes sociales, et.

Lo que Dios nos pide es que queramos cumplir su voluntad. Y que lo queramos como un propósito interior que, a pesar de las claudicaciones y pecados, se mantenga como una constante decisión. Esto es lo que hoy nos enseña la palabra de Dios en la segunda lectura: que seamos capaces de decir: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hbr. 10, 7).

Esta súplica, sincera y constante, ha de hacerse con la confianza puesta en Dios nuestro Señor, sin cuya gracia nada podemos. A ello nos invita hoy el Salmo interleccional poniendo en nuestros labios esta bella plegaria: “Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tu fortaleciste” (Sal.79,---).

Qué momento tan adecuado para sumirnos en estas reflexiones y en esta plegaria, precisamente cuando estamos a las puertas de la Navidad, a punto de encontrarnos con la misericordia del Señor, con la máxima expresión de su amor infinito, que es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación.

Pidamos a Dios ser capaces de descubrir la presencia y la acción del Señor, como Isabel percibió la presencia del niño Jesús en las entrañas de su prima la Virgen María.

Invoquemos a la Santísima Virgen para que, tal como ella, reconozcamos que Dios obra cosas grandes en la pequeñez de sus siervos.

Supliquemos la gracia de valorar lo pequeño para mantener el paso, día a día, en nuestra andadura hacia el encuentro, cada vez más íntimo con el Señor. A ello nos invita el Señor, especialmente en Adviento, puesto que viene a buscarnos, de un modo muy significativo, en la Navidad.


QUE ASÍ SEA

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