HOMILÍA EN EL SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Hermanos todos, religiosas y seglares:

No podemos negar que la palabra de Dios es exigente con quienes la escuchan en actitud sinceramente receptiva. No podía ser de otro modo, puesto que nos manifiesta la verdad de Dios según la cual debemos cambiar nuestros criterios, actitudes y comportamientos muchas veces amoldados a las corrientes y tentaciones de este mundo. Esto, como bien sabemos, comporta cierta violencia interior. Es la violencia o la dureza que supone enfrentarse consigo mismo y decidir, libre y honestamente, la conversión interior y el cambio de nuestra conducta.

En la Sagrada Escritura leemos esta afirmación: “La palabra de Dios es viva, es eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Así que no hay criatura que esté oculta a Dios” (Hbr. 4, 12-13). El poder penetrante de la palabra de Dios no nos permite fáciles excusas. Por el contrario, nos hace recordar aquellas palabras de Jesucristo: “El que n o está conmigo, está contra mí: El que conmigo no recoge, desparrama” (Mt. 12, 30).

Sin embargo, la dura situación de la evidencia en que nos pone la palabra de Dios, y el compromiso que nos pide si queremos hacerle caso, constituyen un auténtico servicio que deberíamos aceptar con gratitud, puesto que nos capacita para pensar y obrar bien hasta alcanzar la plenitud según el plan de Dios para cada uno.

Nuestra gratitud al Señor, y la paz interior deben ser mayores si sabemos que la palabra de Dios no llega a nuestros oídos con la única pretensión de manifestarnos la verdad y evidenciar el contraste con nuestras falacias, errores y mentiras. El Señor la pronuncia, también, para animarnos a emprender y seguir, sin rendirnos, el camino de la salvación. Para ello nos abre al horizonte de un futuro que merece la pena, y siembra en nuestro corazón la esperanza que no defrauda. Este es el mensaje de la palabra de Dios que hoy ha proclamado la Iglesia. Nos dice así a través de S. Pablo: “El que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús” (Filp. 1, 6).

¿Quien es el que ha inaugurado en nosotros la obra buena? Indudablemente, el Señor nuestro Dios.

¿Cuál es la obra buena que ha inaugurado? Todos sabemos que es la redención eterna mediante el sacrificio de la Cruz. Junto a la redención, forma parte de esa obra buena la orientación clara hacia la virtud y la propia santificación que, con su palabra, nos va ofreciendo constantemente como gesto de amor lleno de misericordia. Es la condición para podernos aprovechar de la redención.

Por tanto, la exigencia que comporta la palabra de Dios, nos llega acompañada del consuelo y de la esperanza que esa misma palabra nos brinda. Al mismo tiempo, el Señor, con su palabra, nos manifiesta que pone a nuestra disposición cuanto necesitamos para satisfacer dicha exigencia; para llevar a cabo la conversión interior y el cambio de actitudes y comportamientos. Podríamos decir más: es el mismo Señor que nos exige con su palabra, quien nos da a entender con esa palabra, que Él camina a nuestro lado, porque se ha hecho solidario de nuestra más profunda necesidad que era la redención, y nos la ha regalado.

El Adviento que estamos celebrando nos prepara al encuentro con la Palabra de Dios hecha carne que es Jesucristo, y nos dispone a escuchar las palabras que Él nos dirige a través de la Santa Madre Iglesia para nuestra orientación. Por ello debemos considerar este tiempo como una gracia especial que no tenemos derecho a dejar pasar sin el debido aprovechamiento.

No es justo que nos presentemos ante el Niño-Dios con las manos vacías. Al don inmenso de la redención y del Evangelio debemos corresponder con el gesto de una sincera decisión a seguir el camino que nos traza, aprovechando las ayudas que nos ofrece, y confiando en el futuro que nos promete. En esto consiste preparar el camino del Señor, a que nos convoca hoy el Santo Evangelio.

No termina aquí nuestro deber. El Evangelio nos ha presentado a Juan Bautista como el mensajero que va delante del Señor preparando su camino, como voz que clama en el desierto. Esto es: Juan Bautista comprometió su vida en el anuncio de la venida del Mesías, y enseñando lo que había que hacer para recibirle dignamente y que su llegada produjera en nosotros el efecto salvífico que Cristo pretendía.

La enseñanza del Evangelio no debe pasarnos desapercibida. La palabra de Dios nos está dando a entender muy claramente que nosotros, en atención a quienes no conocen al Señor, y como un deber de justicia para con el prójimo, debemos ser como la voz que clama en el desierto de esta sociedad y en el desierto de algunos corazones para anunciarles que Dios viene, que el Señor les ama y les busca, y que deben prepararse para no perderse el inmenso don que trae para todos: la salvación, el sentido de la vida, la fuerza para alcanzar la virtud, la resistencia para afrontar toda adversidad, la promesa que alienta la más firme esperanza.

En este segundo Domingo del tiempo de Adviento, hagamos el esfuerzo de reflexionar sobre lo que nos enseña y nos pide la palabra de Dios.

Acerquémonos a la Sagrada Eucaristía, en la que Jesucristo viene a nuestro encuentro como en una constante Navidad, como una reiterada oportunidad de acogerle y recibir el beneficio de su amor; como una muestra clarísima del amor que nos tiene, y de la misericordia con que nos trata.

QUE ASÍ SEA

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