HOMILÍA EN EL DOMINGO IV DE CUARESMA 2012

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

queridos fieles miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta Eucaristía:

1.- Es frecuente entre nosotros el recurso a esta expresión popular tan rica en significado: “Amor con amor se paga”. Pues, precisamente cuando la palabra del Señor nos llama a la conversión personal, como nos corresponde hacer especialmente durante la santa Cuaresma, el santo Evangelio nos recuerda el inmenso amor con que Dios nos ha distinguido: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3, 16). Así nos ha enseñado el Santo Evangelio que acabamos de escuchar.

Para entender el amor de Dios, cuya grandeza no podemos valorar suficientemente considerando solo la entrega de su Hijo hasta la muerte en la cruz, es necesario que consideremos cual es el curso del amor divino. El amor de Dios hacia nosotros, sus criaturas, se manifiesta, sobre todo, en el hecho de que es el Señor quien inició, e inicia en todos nosotros después de nuestro pecado, su obra de salvación en favor de la humanidad. Y la inició precisamente cuando nuestros primeros padres acababan de cometer el pecado original. Fue Dios, quien habiendo sido ofendido por la desobediencia de Adán y Eva, en lugar de quedarse esperando un gesto de humilde arrepentimiento, obrando así desde la razón que le asistía, tomó la iniciativa de asumir la responsabilidad humana; y manifestó su decisión de resolver el tremendo desastre causado por el pecado. Desastre que, entre otras cosas llevaba consigo nada menos que haber merecido la muerte eterna y, por consiguiente, la imposibilidad de alcanzar la plenitud. El final de todo ello era la privación total de la felicidad.

2.- Dios manifestó, desde el primer momento, su voluntad de salvar a los hombres. Mientras, Adán y Eva se entretenían buscando excusas a su propio pecado; como si Dios no lo supiera todo; él ve en lo escondido del corazón. Para comprender mejor la magnitud del amor de Dios conviene tener en cuenta que Adán y Eva pecaron por haber querido ocupar el lugar que solo corresponde a Dios. En esencia, eso está presente, de un modo u otro, en todos nuestros pecados.

La magnitud del amor que Dios nos tiene se manifiesta por tomar la iniciativa para que pudiera llegarnos el perdón, y por entregar la vida de su propio Hijo, hecho hombre, hasta la muerte en la cruz. Sorprendentemente, el ofendido es quien paga por el pecado.

3.- Si es cierto que al gesto del amor recibido se debe corresponder, según el refrán popular, amando a quien nos amó primero, nuestro programa cuaresmal queda bien claro. El primer objetivo ha de ser valorar, en su hondo significado, lo que Dios ha hecho por nosotros, y con qué prontitud y delicadeza lo ha hecho. Considerar este misterio de amor y la finura con que Dios nos ha amado y nos ama, debería hacernos caer en la cuenta de que no podemos entretenernos, como Adán y Eva, buscando mezquinas excusas a nuestros egoísmos e infidelidades. Por el contrario, la atenta contemplación del amor que Dios nos tiene, y que continua manifestándonos de tan diversas formas, ha de ser el motivo de un urgente propósito de conversión. Ha de ser el móvil fundamental de cuanto nos corresponde hacer, de momento, en esta Cuaresma; y luego, durante toda nuestra vida.

4.- Dios nos tiene presentes incluso cuando le ofendemos y nos apartamos de él. Tenernos presentes lleva consigo estar pendiente de nuestra recuperación, de nuestra conversión, de la reordenación voluntaria y bien planteada de nuestra vida. Para ello, y como una clara muestra de que sigue actuando en favor nuestro como lo hizo con Adán y Eva, y, en ellos, con todos nosotros, basta con que reconozcamos la constante cercanía y la vigilancia amorosa que mantiene para nuestro bien a través de su Iglesia. La predicación de la palabra de Dios, la invitación a celebrar sus sagrados misterios, el insistente ofrecimiento de los Sacramentos para que podamos participar de su vida que es la gracia, los ejemplos de generosa correspondencia a Dios que nos llegan de los santos y de tantas personas verdaderamente ejemplares que viven cerca de nosotros, son muestras constantes de que el amor infinito de Dios le lleva a tomar la iniciativa para procurar nuestra conversión y, con ella, el progreso en el camino de la santidad, y de la consiguiente salvación definitiva.

5.-. Después de estas consideraciones, tendría que ser nuestro propósito buscar las causas de nuestras debilidades y pecados, y hacer ante el Señor una manifestación de buenos deseos. A ello nos invita la santa Madre Iglesia poniendo hoy en nuestros labios esta preciosa expresión de amor que nos ofrece el salmo interleccional: ”Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti” (Sal. 1369.

6.- La celebración de la Pascua es, cada año, la manifestación de que el amor de Dios sigue obrando en favor nuestro; de que somos los destinatarios del amor divino; de que estamos llamados a amar al estilo de Dios; y de que solo agradeciendo y correspondiendo al amor de Dios, que tanto nos distingue, podremos alcanzar nuestra plenitud y gozar plenamente de la luz que da sentido a nuestra vida.

7.- Siendo sabedores de los beneficios que nos aporta la conciencia de ser amados por Dios muy por encima de nuestros pecados y a pesar de ellos, debemos asumir la responsabilidad de ser verdaderos apóstoles del amor que Dios tiene indefectiblemente a quienes ha creado a su imagen y semejanza. Así contribuiríamos a la felicidad y a la salvación definitiva de muchos de nuestros hermanos. Ojalá sea éste, un propósito firme en la Cuaresma.

QUE ASÍ SEA

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