HOMILÍA EN EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,


Queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares:

1.- La Palabra de Dios que acabamos de escuchar parece una provocación a la inteligencia y a los sentimientos humanos. Dios pide a Abraham que sacrifique a su propio hijo, único descendiente capaz de iniciar la multiplicación del pueblo escogido. El Señor había prometido a Abraham que sería padre de un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Para ello Abraham no contaba más que con su hijo Isaac, concebido milagrosamente en la entrada ancianidad suya y de su esposa.

Pensar que la virtud de este hombre creyente le hacía insensible a la muerte de su hijo, que él mismo tenía que llevar a cabo, es un gran error. La gracia no destruye la naturaleza, sino que, en el mejor de los casos, la va transformando. Por tanto, Abraham, al encaminarse hacia el monte en que tenía que sacrificar a su hijo, debía estar pasando los momentos peores de su vida. Más todavía, cabe la sospecha de que quizá ese mandato divino le estuviera haciendo atravesar momentos de oscuridad. Quizá le provocara incluso la tentación de pensar que el sacrificio de su hijo, que tanto le atormentaba, no fuera, en verdad, un mandato divino. Tampoco es improbable que sufriera en esos terribles momentos la tentación de rebeldía ante semejante encargo de Dios.

Podríamos decir que la escena de Abraham camino del monte donde debía sacrificar a su hijo único, contemplada a simple vista, nos presenta la fe como opuesta a la razón; y que la obediencia a Dios pone en juego el respeto a todo lo creado, incluso a la misma vida humana. Abraham tenía que matar a su hijo como ofrenda a Dios.

2.- Sin embargo no es así. Es cierto que la fe nos hace vivir momentos difíciles de aparente contradicción interior. Pero también es cierto que, creer firmemente en Dios nuestro Creador, Señor y Salvador, no puede llevarnos a traicionar la verdad, la razón y la naturaleza humana en sus más dignos y profundos sentimientos. Si fuera así, tendríamos que concluir que Dios, verdad suma y plena, lucha contra sí mismo, se contradice. Y eso es sencillamente absurdo.

Tampoco podemos identificar la fe auténtica con el hecho de creer que la fe cristiana nos lleva a sentir sin más preocupación, sin más inquietud, y sin más dificultad que, sea cual sea la situación, no pasará nada y todo saldrá bien. Una cosa es creer que Dios todo lo hace y lo permite para nuestro bien, y otra muy distinta es no sentir la dificultad de asumir esta verdad cuando parece oponerse a los más legítimos y explicables sentimientos. Dios no nos pide una fe automática o mágica.

Pensar esto, y sentir la aparente contradicción entre la voluntad de Dios y lo que nos parece legítimo y bueno, no está fuera de lugar, ni manifiesta falta de fe. Por el contrario, supone la certeza de que Dios no se contradice, de que Dios no destruye su propia obra de la creación, de que Dios no maquina en absoluto contra el hombre creado a su imagen y semejanza. Lo que ocurre es que tampoco nos excusa de aceptar el misterio de Dios sabiendo que sus caminos no son nuestros caminos; que Dios escribe recto sobre renglones torcidos.

3.- Considerando correctamente la escena que nos propone hoy la Palabra de Dios, podemos y debemos llegar a la siguiente conclusión: Dios quiere y procura siempre nuestro bien personal y el bien de la humanidad. Él ha salido fiador por nosotros en la Persona de su Hijo Jesucristo para resolver el mal que el pecado original y nuestros propios pecados había causado y causa en nosotros y en la creación. Dios Padre ha ofrecido en la cruz la vida de su Hijo Jesucristo para que nosotros pudiéramos participar de la misma vida divina. Él está constantemente ofreciéndose para ayudarnos, y toma siempre la iniciativa para que nada nos falte. Por eso, al final, después de haber probado la fe de Abraham, le ofreció el cordero para el sacrificio que le había pedido, y salvó la vida de Isaac.

Por tanto, debemos creer que, sea cual sea la apariencia de las pruebas que Dios nos pone, o que permite que nos lleguen; y sea cual sea la oscuridad y el sufrimiento que todo ello pueda causarnos, se cumplirá su promesa, se nos abrirán las puertas de la Verdad y de la Vida, se realizará en nosotros la plenitud a que estamos llamados.

4.- Nuestra misión es asumir el dolor que esto comporta de modo inevitable, poniéndonos en manos de Dios. Esta fue la enseñanza que nos brindó Abraham y que hoy nos vale como lección fundamental y oportunísima. Sobre todo en estos tiempos y en estos ambientes en que el hombre pretende, frecuentemente, ocupar el lugar de Dios; o lo que es más grave todavía: apartar a Dios de la vida humana y de la construcción de una sociedad nueva.

5.- No obstante es correcto pensar que hay situaciones verdaderamente difíciles de afrontar desde la fe. Por eso debemos tener en cuenta que la fe, como es un don de Dios, ha de ser atentamente cultivada y purificada. De lo contrario, se debilita y muere, como ocurre con las plantas selectas abandonadas al olvido y al descuido.

Para el cultivo de la fe, sin la cual no cabe vivir cristianamente, ni llegar a intimar con el Señor, ni mantener siempre viva la esperanza en la promesa de salvación, es necesario hacer nuestro el propósito que hemos manifestado al catar el Salmo interleccional: “Siempre confiaré en el Señor” (Sal 115). Además de ello, y de modo inseparable de lo anterior, es necesario que oremos insistentemente al Señor para que nos ayude a vivir de acuerdo con esta convicción que hoy nos manifiesta san Pablo: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo junto con su Hijo?” (Rm 8, 31).

6.- Como la fe ha de ir creciendo, nuestra plegaria debe ir unida a nuestro arrepentimiento por los momentos en que hayamos podido desconfiar de Dios o querer someter el misterio de sus designios bajo las dimensiones de nuestra propia inteligencia limitada. Por eso Jesucristo al comenzar la cuaresma nos llama al arrepentimiento y a la conversión diciéndonos: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

Para esta conversión, el Señor nos quiere ayudar poniendo ante nuestra consideración el hecho sublime de su Transfiguración: Cristo, hombre como nosotros, que llegó a sentir el abandono de su Padre-Dios exclamando desde la cruz: “Dios mío, ¿porqué me has abandonado?” (Mt 27, 46), se nos ofrece transfigurado y triunfante como el Hijo amado del Padre (cf. Mc 9, 2-10). Con ello nos enseña que, tras la oscuridad y los aparentes contrasentidos, que acompañan muchas veces a las pruebas, llega la victoria. Basta con que nosotros, al final de la prueba, como Cristo al final de su vida, exclamemos desde la cruz de nuestros sufrimientos intelectuales, afectivos, y de cualquier tipo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 45).

7.- Bonita invitación la que nos hace Jesucristo hoy con su Palabra. Nos invita a crecer en la fe, que es el fundamento imprescindible para crecer en la virtud. Y ya sabemos que crecer en la virtud consiste en acercarnos cada vez más a Jesucristo hasta lograr nuestra plena renovación interior. La fe nos ayuda a ser hombres y mujeres de verdad, porque nuestro modelo es Cristo.

Pidamos esta gracia al Señor en humilde y confiada oración comunitaria.

QUE ASÍ SEA

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