HOMILÍA EN EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, religiosos y seglares:

Muchas veces impresiona la lectura atenta de la palabra de Dios, porque se nos manifiesta con aparente dureza ante situaciones difíciles de las que quisiéramos librarnos. En esa línea se nos presenta el Evangelio que acabamos de escuchar.

Hoy mismo, el Señor nos habla de la necesidad de morir, como el grano de trigo, para dar fruto. Y añade: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará hasta la vida eterna” (Jn. 12, 25). Esto choca plenamente, al menos en apariencia, con la tan manida autoestima que tanto se procura y se defiende hoy como necesaria para vivir con dignidad. Sin embargo, la fe y la insistencia con que hemos escuchado estas enseñanzas de Jesucristo, nos han llevado a familiarizarnos con ellas y a aceptarlas como una verdad consabida; aunque nos cueste muchísimo aplicarla, cada uno, a nuestra propia vida.

En cambio, y al mismo tiempo, para sorpresa nuestra, Jesucristo se nos manifiesta con unos comportamientos que nos llenan de consuelo y satisfacción. Me refiero a esos que llaman la atención porque nos presentan a Jesucristo, por ejemplo, seriamente enfadado y duro en el trato con algunas personas. Pensemos en la escena que nos describe a Jesucristo tumbando las mesas de los cambistas que se habían instalado en el Templo y expulsándoles con un látigo en sus manos. Recordemos esas expresiones ciertamente duras con que se dirige a los Escribas y Fariseos recriminándoles por su conducta: “ ¡Ay de vosotros,, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!” (Mt. 23, 27). No escapan a nuestro memoria esas palabras de Jesucristo en la cruz en que se manifiesta como si flaqueara en su fe, diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46). Esas y otras expresiones y actuaciones de Jesucristo nos hacen pensar que ciertas claudicaciones y debilidades están permitidas. Y eso parece consolarnos al reconocernos en ellas.

Pero, si seguimos leyendo con atención y sana curiosidad el Evangelio, veríamos que no es esta interpretación la que nos acercaría más al modelo de Jesucristo, ejemplo y camino de santidad para todos los que creen en él. Fijémonos en ese precioso momento vivido por Jesucristo al pensar en su pasión y muerte. Nos cuenta hoy el santo Evangelio que dijo: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? : Padre, líbrame de esta hora” (Jn. 12, 27). De hecho, en situaciones parecidas se encontraron muchos de los que acudieron a Jesucristo pidiéndole que les librara de la enfermedad, de la ceguera, del dolor, de las limitaciones impuestas por la parálisis física e incluso de los demonios que atormentaban a sus hijos. Y sabemos que Jesucristo les atendió y quedaron sanos.

Podíamos preguntarnos: ¿acaso obraron mal quienes recurrieron al Señor pidiéndole un milagro? Lo que primero se nos ocurre como respuesta es la convicción de que acudieron a Jesucristo con fe; y que él había dicho a sus discípulos: “si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: , y se trasladaría” (Mt. 17, 19). Y, además, nos había dado un consejo totalmente lógico de acuerdo con su amor infinito a todos nosotros. Decía: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt. 7, 7).

En verdad, quienes acudieron a Jesús pìdiéndole la liberación de sus enfermedades y trastornos, obraron bien. De otro modo, Jesucristo no les habría atendido. También nosotros debemos hacerlo y creo que lo hacemos. El tiempo de Cuaresma es especialmente propicio para la oración, para la penitencia invocando el perdón de Dios, y para la conversión de las propias incoherencias. Y podemos estar seguros de que Dios nos escucha.

No obstante, hay algo muy importante que debemos tener en cuenta en esta reflexión sobre la palabra de Dios. Me refiero a lo que Jesucristo mismo nos enseña cuando dice: “Si vosotros, aún siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡ cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden! “ (Mt. 7, 11).

Se trata, pues, de acertar en lo que pedimos a Dios y en la forma con que se lo pedimos. Porque es posible que nuestros deseos no coincidan con lo que nos corresponde según la voluntad de Dios manifestada en la vocación que nos ha dirigido y en el momento y en las circunstancia en que nos encontramos. Por eso Jesucristo, al enseñarnos a orar, decía: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt. 6, 10).

Sin embargo, no debemos dejar todas nuestras peticiones en manos de Dios sin más, esperando que Él decida si ha de concedérnoslas o no. Hoy Jesucristo, en el Evangelio, cuando pedía al Padre que le librara de la hora cruel de su muerte sacrificial, pensaba al mismo tiempo en su vocación como enviado por el Padre para pagar por nuestros pecados de rebeldía ante Dios. Para ello debía ser obediente al Padre hasta el final, aunque éste fuera la cruz. Y entonces, manifestándonos ese proceso de reflexión que debemos seguir nosotros en la oración, y pensando en la misión para la que el Padre le había enviado al mundo, exclama: “Pero si por esto he venido, para esta hora” (Jn. 12, 27). La expresión alude a la hora de su entrega sacrificial. Por eso, termina diciendo: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12, 28). Dice al Padre, en señal de aceptación, lo mismo que nos enseña a decir a Dios al orar: “Santificado sea tu nombre”(Mt. 6, 9).

Tener fe en Cristo Jesús lleva consigo y nos exige, no solo estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, sino a ir descubriendo, en el contacto con el Señor, cuál es su voluntad. Es bueno pensar alguna vez, cuando pedimos que nos libre de algún trance difícil y doloroso: ¿Y si Dios me ha enviado precisamente para que yo sea un ejemplo al atravesar este momento?

De nuevo sale a nuestro encuentro el ejemplo de la Santísima Virgen María cuyo testimonio de disponibilidad le llevó a aceptar el misterio de su inmaculada concepción, a pesar de los riesgos familiares y sociales que ello podía a acarrearle. En este acto de fe, que configuró la vida de la Madre de Dios, estaba también la convicción profunda de que el Señor dirigía sus pasos hacia el cumplimiento de su vocación misteriosamente virginal y maternal nada menos que del Mesías, del Hijo de Dios encarnado. Esto puede parecernos maravilloso. También es maravilloso que Dios nos ame hasta el punto de perdonarnos setenta veces siete. Pero todos sabemos por experiencia que saber esto no libra de las exigencias y consecuencias que lleva consigo.

Pidamos a Dios, con las palabras de la Oración inicial de la Misa, que nos ayude a vivir siempre de aquel mismos amor que movió a su Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo

QUE ASÍ SEA

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