HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS DE 2012

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- Hemos entrado ya en la Semana Santa. En ella celebramos de un modo especial los Misterios de nuestra salvación. Es, por tanto, un tiempo en el que la sagrada Liturgia abre nuestro corazón a una profunda esperanza. El motivo es muy claro si lo consideramos desde la fe: “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz (Flp. 2, 8). Así lo hemos reconocido en el canto preparatorio para escuchar el evangelio.

Sin embargo, las noticias con que los medios de comunicación nos introducen cada mañana en la jornada que comienza, nos hablan abundantemente de catástrofes, de crisis económicas, de dificultades para el trabajo, de guerras, de inseguridades ciudadanas, y de tantas otras realidades que ensombrecen el ánimo ante el reto que supone cada nuevo día. Este contraste podría hacernos pensar que la fe y las acciones religiosas van por una parte, y la vida real va por otra. Porque el Evangelio nos habla de esperanza en un futuro mejor, pero la experiencia lo contradice en abundantes ocasiones. Y como la seguridad personal y la felicidad son deseos que necesitamos vitalmente ver cumplidos, son muchos los que se encuentran ante un fuerte dilema. Cada vez abundan más quienes, flaqueando en la fe o careciendo de ella, van en busca de adivinos, de videntes y de juegos de azar que pronostican lo que ha de venir, o que alivian engañosamente la inquietud o la angustia de quienes recurren a ellos.

2.- Es necesario que entendamos en qué sentido nos ofrece verdadera esperanza la consideración de los Misterios del Señor. A ello nos ayudan las palabras del profeta, que habla de parte de Dios; esto es: que dice lo que Dios mismo le ha encargado que nos transmita. Hoy, nos habla pronunciando lo que Dios mismo, lo que el Mesías, lo que Jesucristo quiere decirnos. Estas son sus palabras:”El Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is. 50, 4).

Surge enseguida la pregunta: ¿Cuál es esa palabra que pueda alentarnos en medio de tanta prueba y tristeza?. La respuesta es plenamente razonable. Después de describir los sufrimientos que Jesucristo había de sufrir en su pasión y muerte, añade: “Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado” (Is. 4, 7).

3.- Queridos hermanos: La verdadera esperanza no puede surgir del bienestar pasajero que ofrecen los acontecimientos agradables o las circunstancias favorables que nos encontramos en esta vida; ni de lo que, explicablemente, piden siempre nuestros deseos humanos tan vinculados a la naturaleza terrena y a lo inmediato. Si fuera así, la enfermedad, el dolor o el infortunio llevarían consigo la desesperación, o quitarían el sentido a la vida que, por ello, carecería de sentido y de esperanza. Y si, además, creemos que Dios interviene en todo ello, llegaríamos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros, o que es causante, inexplicablemente, de nuestros males. ¿Dónde quedaría entonces el tan predicado amor infinito de Dios a todos los hombres? Quien pensara así tendría que concluir creyendo que Dios Padre fue cruel con su Hijo Jesucristo a quien, aparentemente abandonó a la traición de unos desalmados que le llevaron a la cruz sin que Él hubiera hecho nada malo y sin poder defenderse. No es así.

Dios quiso darnos a entender que el pecado es la causa del mayor mal, que consiste en la privación de la amistad con Dios nuestro Padre y creador y, por tanto, en la imposibilidad de gozar de su herencia gloriosa y feliz por toda la eternidad. Y, como el pecado causaba todo esto porque el hombre quiso suplantar a Dios, Jesucristo, representándonos a nosotros, tuvo que obedecerle hasta el máximo, hasta el sacrificio de su misma pasión y muerte. Pero él sabía que todo no terminaba ahí. Sabía, y nosotros debemos saber, que en los planes de Dios no está la aniquilación de sus criaturas, ni el dolor sin remedio de los hombres que Él mismo ha creado. Jesucristo sabía, y nosotros debemos saber, que después de la muerte llega la resurrección; que después del dolor llega el gozo de la felicidad; y que, por ello, tiene pleno sentido nuestra vida. Eso es lo que da lugar a la verdadera esperanza que tanto necesitamos, y que persiste firme a pesar de toda prueba, por dura y frecuente que sea.

4.- Ya vemos, queridos hermanos, cómo son la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo los únicos argumentos fiables para encontrar la esperanza en este valle de lágrimas. Más aún: ya vemos cómo la fe en Jesucristo convierte este mundo en un camino hacia la felicidad. Desde esta consideración creyente, esta vida no es ya un recorrido sin sentido sino un camino hacia la plenitud feliz que deseamos, y que, con la gracia de Dios, también esperamos.

Una vez más, es la palabra de Dios la que nos confirma la enseñanza que nos ofrece la celebración de los Misterios que celebramos en la Semana Santa. Nos lo explica S. Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. Dice: “Por eso Dios lo levantó, y le concedió el Nombre-sobre-todo- nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble –en el cielo, en la tierra, en el abismo-, y toda lengua proclame: «¡Jesucristo es Señor!», para gloria de Dios Padre” (Flp. 2, 11).

5.- Al entrar de lleno en la celebración de los sagrados Misterios de nuestra redención, y al encontrarnos con la dura realidad de esta vida, sepamos que hemos sido llamados a descubrir nuestra existencia como un regalo de Dios ordenado a nuestra salvación. Hagamos un acto de fe en su infinita sabiduría y en su amor infinito, para interpretar acertadamente lo que Dios nos envía, y lo que Dios permite que pasemos a causa de nuestras limitaciones, torpezas y pecados. Y contemplando todo ello, hagamos un acto de fe en los planes de Dios que siempre busca nuestro mayor bien que es la salvación. Creyéndolo así, demos gracias a Dios por, lo que nos enseña con su palabra y con su vida; y pidámosle la gracia que necesitamos para saberlo entender y aceptar correctamente. Esa será la raíz de la esperanza que no defrauda.

QUE ASÍ SEA

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