HOMILÍA EN LA NOCHE DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Ciclo “B”, 2012)

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
queridos fieles cristianos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1. La intensidad con que brilla el resplandor sobrenatural de esta noche bendita, no puede prescindir de las correspondientes manifestaciones humanas que ocupan hoy a la Iglesia en todas partes del mundo. Cristo, sacrificado en el patíbulo de la Cruz por nuestros pecados, ha vencido las tinieblas de la muerte espiritual que envolvían a la humanidad entera. En verdad, el niño nacido de la Virgen María en Belén de Judá, es el Hijo unigénito de Dios, el único salvador del mundo. Él, que pasó por la historia haciendo el bien y curando a los oprimidos por el pecado, es la luz sin ocaso; el resplandor de eternidad que ilumina el camino que debemos recorrer; la verdad que da sentido a toda la vida en sus momentos gozosos, en sus densas oscuridades, y en sus inquietantes incógnitas. Jesucristo resucitado nos trae la vida que anhelamos aunque no alcancemos a imaginar los perfiles de su verdadera entidad.

Esta es la noche, en la que el amor infinito de Dios se vuelca en inagotable misericordia sobre la humanidad menesterosa de perdón y de ayuda.

Esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confesamos nuestra fe en Cristo, somos arrancados de los vicios del mundo, somos restituidos a la gracia y agregados a los santos.

Esta es la noche de la que estaba escrito: .

2.- El fulgor de la verdad acerca de lo que somos, y de nuestra vocación y destino alcanza a cuantos contemplan con los ojos de la fe a Jesucristo muerto y resucitado. Él nos manifiesta la verdadera realidad del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Jesucristo ha dicho: “Yo soy la luz del mundo”(Jn. 8, 12). Su resplandor, significado en el cirio pascual que arde y brilla en el templo esta noche nos hace partícipes de su luz; de esa luz que ha destruido toda posible sospecha de ser envueltos en un ocaso capaz de oscurecer la esperanza que no defrauda. La victoria de Jesucristo nos ha hecho capaces de alcanzar la plena libertad interior y el gozo de sabernos verdadera y eternamente queridos por Dios omnipotente. El Hijo, muerto por nosotros y resucitado por la fuerza del Espíritu Santo, nos ha manifestado a Dios como Padre; nos ha dado a conocer su gloria como la herencia que nos tiene preparada si escuchamos su palabra, si nos disponemos a cumplir su santa voluntad, y si participamos del alimento de salvación que es su Cuerpo sacramentado.

3.- Al considerar este Misterio de salvación integral, que el Señor nos ofrece para toda la eternidad, no podemos menos que exultar de gozo unidos a los coros de los ángeles y a las jerarquías del cielo. En verdad es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, henchido nuestro corazón de profunda alegría y de reverente gratitud.

4.- La historia de la salvación, que hemos recordado en las lecturas de la palabra de Dios proclamada en la Vigilia, nos muestra bien claramente que existimos gracias a Dios Creador; que vivimos gracias a Dios por cuyo cuidado providente no dejamos de existir ni en la tierra, ni dejaremos de existir en la vida eterna que nos ha sido prometida y nos espera. La historia de la salvación narrada en la Sagrada Escritura nos descubre la vida en su magnitud y en sus posibilidades humanas y sobrenaturales manifestadas en Jesucristo. Por todo ello sabemos que, cuando flaquea nuestra fe o nuestra esperanza, resuenan en los oídos del alma aquellas consoladoras palabras de Jesucristo: “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia”(Jn 10, 10). “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt 11, 28-30).

5.- En verdad, la celebración de la Pascua del Señor es un auténtico regalo de Dios, porque nos abre caminos de vida; nos da fuerzas para la lucha cotidiana; nos ilumina para conocer el sentido de lo agradable y de lo desagradable, de lo que nos hace vivir con alegría y de lo que pone a prueba nuestra esperanza.
La Pascua del Señor no es una celebración que pertenece al ámbito escondido de la propia interioridad, sino que ilumina y da asentido a nuestra existencia personal en todas sus dimensiones públicas y privadas, individuales, familiares, profesionales y sociales.

La Pascua, entendida y vivida tal como la Iglesia nos enseña, lejos de separarnos de la vida real, nos ayuda a entenderla y a vivirla superando toda inseguridad, toda oscuridad y toda angustia.
Podemos decir con toda propiedad que la Pascua del Señor es fuente de vida que nos ayuda a valorar y a vivir con toda intensidad la existencia terrena unidos a Jesucristo en medio del mundo, con la ilusión y la esperanza puestas en la vida eterna y celestial.

6.- Al renovar las promesas del Bautismo, convencidos del inmenso regalo de Dios que es la Pascua, hagamos el propósito de reiniciar cada día nuestro recorrido por la vida, recordando que es un regalo de Dios. Y no olvidemos que, por el Bautismo, Dios nos ha llamado y nos ha capacitado para crecer en nuestra condición de imagen y semejanza de Dios, y para ser, como El, luz del mundo y sal de la tierra.
Dios ha puesto su confianza en nosotros y nos ha hecho testigos de su salvación. Conscientes de ello debemos anunciar el tiempo de gracia para todos los que sufren cualquier esclavitud, cualquier necesidad espiritual o cualquier debilidad.

La renovación de las promesas del Bautismo ha de recordarnos que estamos llamados a ser profetas de la vida y mensajeros del amor infinito y misericordioso de Dios.

Que el Espíritu Santo, por cuya gracia hemos sido constituidos hijos adoptivos de Dios y miembros de la Iglesia, nos ayude a ser coherentes con los dones recibidos, y responsables de la misión que el Señor nos ha encomendado en medio del mundo.

QUE ASÍ SEA.

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