HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO

Mis queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Nos hemos reunido para celebrar el acontecimiento que, con mayor crudeza, nos enfrenta al misterio de Dios hecho hombre: su pasión y muerte, después de ser condenado por blasfemo, y por traidor a la ley de Dios. Una pura contradicción a ojos humanos. ¿Cómo Dios puede blasfemar contra Dios? Verdaderamente es incomprensible. ¿Cómo el autor de la vida puede ser condenado a muerte?

Pero, al considerar este misterio, debemos tener presente que, por la fe y por la enseñanza de la Iglesia, hemos conocido y celebrado el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en las purísimas entrañas de una madre virgen. Misterio éste con el que Jesucristo inició sobre la tierra todas las acciones ordenadas a la redención de la humanidad.

Dios Padre había enviado a su Hijo al mundo para que el mundo fuera salvado por Él. En consecuencia, Jesucristo estaba llamado a ofrecer a Dios su entrega de fidelidad, contraria al radical egoísmo humano. Este había protagonizado la desobediencia de Adán y Eva a Dios nuestro Creador y Señor. Y esta es la realidad de todo pecado.

Sólo vencido radicalmente podíamos recuperar la posibilidad de relacionarnos con Dios. Esta es la gran gesta de Jesucristo que celebramos de un modo especial en Semana Santa y que se hace presente en cada celebración de la Santa Misa.

2.- Para nuestra limitada inteligencia resulta imposible que la realidad infinita de Dios pudiera encerrarse en la comprobada limitación de la naturaleza humana; y que el Creador se sometiera a los condicionantes propios de la pequeñez de su criatura. De la misma forma resulta incomprensible que Jesucristo, verdadero Dios, se haga hombre para suplir al hombre en la solución del inmenso problema ocasionado por el pecado de Adán y Eva y por los nuestros.

El Misterio de Dios, que es su acción redentora, se nos manifiesta siempre de forma incomprensible para la capacidad de nuestra razón limitada. Por tanto, en este momento, resulta incomprensible que el Dios ofendido entregue su vida en Jesucristo su Hijo asumiendo el castigo que merecemos los ofensores. Esta forma divina de proceder no tiene más explicación que la que nos ofrece otro misterio: el misterio del amor infinito de Dios al hombre; ese misterio de amor que, con tanta sencillez, nos transmite la palabra revelada: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo, para que quien crea en Él no muera; sino que tenga vida eterna”(Jn. 3, 14-16). Este es el misterio que conmemoramos hoy celebrando la liturgia propia del Viernes santo.

3.- Como no podemos celebrar el misterio de la redención sin tener en cuenta la admirable verdad del amor infinito de Dios al hombre, manifestado en Jesucristo, la sagrada Liturgia nos invita hoy a que adoremos la santa Cruz. Ella será, para siempre y misteriosamente, el signo del amor y de la misericordia in finita de Dios. En consecuencia, la Cruz será el árbol de la vida para cuantos creemos en Jesucristo nuestro Señor y salvador. La cruz será siempre, para el cristiano, el mayor signo de la más profunda libertad interior. Por eso, ante la santa Cruz doblaremos nuestra rodilla hoy en señal de adoración a Quien ofreció sobre ella el único sacrificio que podía agradar a Dios y librar al hombre de la mayor esclavitud y de merecido castigo eterno.

4.- El sacrificio de Jesucristo no se limita a alcanzarnos el perdón y a devolvernos la capacidad de relacionarnos con Dios desde nuestra pequeñez. El sacrificio de Jesucristo es, además, una lección que no podemos olvidar. Es una llamada que no podemos dejar de atender: esa llamada, tantas veces oída de labios de la santa Madre Iglesia, que nos insta a comportarnos con los hermanos movidos por el amor con que Dios se ha comportado y se comporta con nosotros; amor y que hoy se nos manifiesta de modo muy especial en la celebración de su pasión y muerte redentoras.

5.- La llamada a amar a nuestros hermanos sigue al mandamiento que nos convoca a amar a Dios sobre todas las cosas; esto es: amar al prójimo como a nosotros mismo (Mc. 12, 31). Por eso hoy, formando parte de esta celebración litúrgica, vamos a orar por todos los cristianos: por los miembros de la Iglesia católica y por los hermanos separados; por los creyentes y por los no creyentes; por los vivos y por los difuntos; por todos los que sufren cualquier necesidad y están próximos a la desesperanza; y por quienes pretenden apartar a Dios e la escena de la vida social. Esa es la razón de las oraciones que elevaremos al Señor dentro de unos instantes.

En la santa Misa celebramos verdaderamente el mismo gesto redentor de Cristo y la misma llamada a vivir el amor que Él vivió hacia sus hermanos los hombres. Esa es la razón por la que cada Domingo toda la asamblea de fieles cristianos eleva la mente y el corazón a Dios en la llamada “oración de los fieles”.

6.- Toda celebración de los Misterios del Señor, además de situarnos ante la obra prodigiosa del amor de Dios en favor nuestro, destaca suficientemente las consecuencias positivas que, para nosotros, comporta esa acción divina. La principal de todas ellas es la esperanza de salvación. Por eso, hoy, día en que parece sobresalir la dolorosa consideración de la muerte sacrificial de Jesucristo, la palabra de Dios nos dice por medio del profeta Isaías: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho… así asombrará a muchos pueblos” (Is. 52, 13). No cabe duda de que estas palabras estimulan nuestra fe y reafirman nuestra esperanza en la promesa de salvación. Esas palabras nos ayudan a entender el sentido verdaderamente salvífico del sacrificio, no sólo en la vida de Jesucristo nuestro redentor, sino en cada uno de nosotros, si sabemos unirnos a Jesucristo en su ofrenda al Padre.

7.- No podemos terminar esta celebración sagrada sin hacer nuestra la oración con que hemos comenzado. En ella hemos pedido al Señor que su gracia nos ayude a entender y vivir la obra salvadora de Jesucristo, con verdadera esperanza en el Misterio pascual.

QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: