HOMILÍA EN LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE


MISA EN EL SANTUARIO DE GUADALUPE
OBISPOS Y SACERDOTES DE LAS TRES DIÓCESIS DE LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA
DE MÉRIDA-BADAJOZ

Muy queridos hermanos en el episcopado: Don Manuel Ureña, Arzobispo de Zaragoza, Don Amadeo, Obispo de Plasencia, y Don Francisco, Obispo de Coria-Cáceres,

Queridísimos presbíteros de nuestra Provincia eclesiástica, hermanos en el único sacerdocio de Jesucristo. Os saludo, muy especialmente hoy, como necesarios colaboradores en la preciosa misión de expandir el Reino de Dios. A nosotros, unidos por el Espíritu en idéntica misión, corresponde cuidar a la grey que nos ha sido con fiada.

Queridos hermanos y hermanas fieles cristianos que habéis acudido para participar, también, en esta solemne celebración eucarística:

1. Toda Eucaristía es acción de gracias. En ella nos unimos a Jesucristo que ofrece, de una vez para siempre, el sacrificio por el que somos redimidos. La Eucaristía, por la entrega obediente del Hijo al Padre, es el sacrificio de suave olor que complace plenamente a Dios. Por su encarnación, Jesucristo nos une a sí en esta ofrenda propiciatoria y laudatoria; y el Padre, al recibir a su Hijo, recibe también a cuantos participamos debidamente en ella. En consecuencia, la Eucaristía se convierte en el centro y culmen de la vida cristiana. Por ella, nuestra vida puede llegar a ser una verdadera ofrenda de gratitud a Dios por su infinita misericordia y por su incesante providencia.

Os invito, pues, a que, unidos como miembros vivos del cuerpo de Cristo, hagamos nuestra la oración de S. Pablo: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos" (Ef. 1, 3).

2. Hoy tenemos otro motivo de gratitud al Señor: la celebración del Año de la Fe para cuya celebración el Papa ha convocado a toda la Iglesia. Nos da razón de ello, diciéndonos: "Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo" (Porta Fidei, 2).

Nuestra reflexión y nuestra plegaria, siempre eclesial, ha de propiciar en nosotros, y por nuestro medio en los fieles cristianos, la alegría y del entusiasmo que aporta el conocimiento y la cercanía de Cristo. La proclamación del don de la fe, y la constante invitación a recibir y cultivar este sublime regalo divino, será nuestro especial servicio caritativo a los jóvenes y adultos de nuestro tiempo, tan necesitados de sentido en su vida, y de la alegría y la esperanza que siguen a la auténtica libertad del espíritu. Esta oportunidad  de renovación interior y de intensificación evangelización, ha de alentar en nosotros, como cristianos y como pastores, una permanente gratitud a Dios y un impulso nuevo en  el ejercicio del ministerio recibido.

"En esta perspectiva, el Papa nos advierte de que el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo"(id. 6).
La gratitud a Dios, y el espíritu de conversión, inseparables de la fe viva, crecen cuando “como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo" (id. 7).

3. Nuestra Misión tiene una primera urgencia que quizá no siempre atendemos como una verdadera prioridad. Nuestra Misión tiene como objetivo principal, según el mandato d Jesucristo, lanzarnos hacia fuera de nuestros círculos más próximos, y más allá de los ámbitos más propicios a nuestra labor que parecen más cercanos a nuestras creencias y sensibilidades. Hemos sido enviados para "hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mt. 28, 19). Nosotros, como la Iglesia, existimos para evangelizar a los pobres y para proclamar el tiempo de gracia del Señor (cf. Lc. 4, 18-19).

Es cierto que esto resulta hoy especialmente difícil en los diversos ámbitos de la sociedad. Lejos de precipitarnos atribuyendo esta dificultad a una consciente oposición al Evangelio por parte de las personas alejadas o reacias, debemos considerar que las generaciones a las que debemos atender, han recibido en la Escuela y en la sociedad una formación y una presión ambiental muchas veces contraria a la fe cristiana; y, en la mayor parte de los casos, ajena al sentido evangélico de la vida.

4. Estos hechos, unidos a la deficiente formación cristiana de nuestros feligreses en general, ha ocasionado una situación adversa y contagiosa, que se difunde cada día y que no siempre está lejos de nuestra responsabilidad. "Sucede hoy con frecuencia -dice el Papa- que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio en la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado" (Porta Fidei 2). Por tanto, debemos abrir los ojos y reflexionar hasta entender que no podemos justificar ningún repliegue evangelizador ante un mundo hostil abundando en la queja estéril, o aceptando resignadamente una inexcusable pasividad frente a los alejados.

El hombre de hoy, ya desde la tierna juventud, está especialmente necesitado del sentido de la vida, de la esperanza ante el futuro, y de la alegría que sólo Dios puede conceder. Por la fe sabemos que el Evangelio es la Buena Noticia para el mundo de hoy. Y Dios ha tenido la audacia de poner en nuestras manos gran parte de la proclamación de este mensaje de vida en la libertad y en la felicidad interior.

Convencidos, por la fe, de que hemos sido enviados por Dios, precisamente ahora, para este mundo, hemos de hacer un esfuerzo por superar cualquier desánimo y todo cansancio paralizante. A esta superación ha de llevarnos el convencimiento profundo de que "el Señor, que ha comenzado en nosotros la obra buena, él mismo la llevará a término".

5. Ese esfuerzo no puede ser fruto de un mero ejercicio psicológico de recuperación anímica; ni depende de estímulos meramente humanos; ni puede centrarse en el ensayo de técnicas pastorales. Sin negar la validez relativa de todo ello, debemos aceptar que el esfuerzo que se nos exige es un problema de fe también en nosotros. Por eso, la renovación y fortalecimiento de la fe y del propósito evangelizador han de ir unidos en el ejercicio de nuestro ministerio sagrado. La preparación del espíritu para escuchar con fe la proclamación del Evangelio ha de constituir la base que debemos procurar en los fieles y, sobre todo, en los alejados para la tarea de la nueva evangelización.

Ambas realidades —fe y evangelización- van unidas también, providencialmente, en las celebraciones eclesiales del Año de la Fe. Y ambas tienen, como guía fundamental, junto a la palabra de Dios, el magisterio solemne de la Iglesia expresado en el Concilio Vaticano II, y en el Catecismo de la Iglesia Católica. No estaría de más que incluyéramos entre nuestros quehaceres preferentes, a partir de ahora, el estudio de estos documentos básicos de la Iglesia.

6. Activar el esfuerzo que requiere la Evangelización, cultivar la fe que ha de motivar y apoyar ese esfuerzo apostólico y pastoral, y mantener firme la esperanza en que Dios proveerá, como es necesario, son responsabilidades imposibles de asumir por parte de quienm no vive alentado por una fuerte experiencia de Dios.

Por ello, se impone, para nosotros en tanto evangelizadores, y para los alejados que se asoman al misterio de Jesucristo, cultivar el espíritu de oración. Así nos lo predica el Evangelio de hoy con un lenguaje inteligible y convincente.
Debemos agradecer lo recibido, y pedir lo que nos falta. Debemos procurar, con todo empeño, que la oración permanezca siempre como parte imprescindible de nuestro ministerio. Oración que debe ir unida constantemente a la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios.

De Dios necesitamos la luz de la fe para penetrar cada vez más en el misterio de Jesucristo. De Dios necesitamos la gozosa experiencia de sentirnos amados infinitamente por Él a pesar de nuestras infidelidades. De Dios necesitamos la convicción de que tanto los éxitos como los fracasos personales y pastorales son integrantes providenciales de nuestro crecimiento en la vida interior y en el ejercicio del ministerio pastoral.

7. Es en la oración serena y continuada en favor de nuestros feligreses y de los alejados donde podemos llenar el vacío de nuestras deficiencias pastorales, y superar la sospecha de una temida inutilidad pastoral. Es en la oración donde podemos cultivar personalmente nuestra fe diciendo al Señor: Dios mío, creo; pero ayúdame en mi incredulidad.

Es en la oración donde podemos poner en manos de Dios a aquellos que él nos ha confiado, para que libres de temor y arrancados de la mano de los enemigos –como hemos dicho en el salmo interleccional- le sirvan con santidad y justicia en su presencia, todos los días. Es en la oración, donde podemos redescubrir cada día, con el gozo de una verdad estimulante, que Dios se fía de nosotros como pastores,  y que, por tanto, somos capaces de hacer el bien evangelizando limpiamente a pesar de nuestras limitaciones e infidelidades.

Es en la oración, vitalizada por la fe, donde podemos entender que los caminos del Señor no son nuestros caminos. De este modo, no supeditaremos a nuestras ideas, a nuestros planes, y a las técnicas de pretendida eficacia, la obra que sólo Dios puede realizar y para la cual pide nuestra intervención.

8. A los pies de la Santísima Virgen, madre de Jesucristo Sumo Sacerdote y madre de quienes participamos de su santo sacerdocio, iniciamos este Año de la Fe.

Imploremos la protección de nuestra patrona Santa María de Guadalupe. Ella, que procuró para los pueblos lejanos la gracia de la fe y la fortaleza cristiana de los misioneros, nos acompañe en este Año de la Fe y en el ejercicio de nuestro ministerio pastoral.

QUE ASÍ SEA                                                                       

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