(Textos del domingo XXVII del
T.O.)
Queridos
hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos
miembros de la Vida Consagrada y seglares:
1.- Con esta solemne celebración nos unimos
al Papa Benedicto XVI y a toda la Iglesia universal, elevando preces al Padre,
por medio de Jesucristo Pontífice Supremo, para que nos bendiga el Espíritu
Santo. Él nos ha de ayudar a vivir intensamente el Año de la Fe convocado por el
Papa e inaugurado por él.
Pensar, orar, ofrecer y saber vivir en
esperanza unidos a la Iglesia universal es o debe ser nuestra condición como
cristianos, hijos adoptivos de Dios y miembros vivos del Cuerpo Místico de
Jesucristo que es la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.
Esta unión espiritual que enlaza
misteriosamente razas, continentes, lenguas y culturas, es la comunión
sobrenatural que nos reúne, desde el Bautismo, como hermanos de una misma y
grandísima familia, con un solo Señor, una sola fe y un solo Dios y Padre, un
solo alimento que nos salva, y una misma esperanza en la salvación por la que
gozaremos la herencia gloriosa en los cielos.
2.- A esta reunión eucarística
nos ha convocado hoy el Señor para iluminarnos con su palabra, para santificarnos
con el Sacramento de su cuerpo y de su sangre, y para enviarnos con la misión
apostólica de anunciar su Reino.
Al acudir a la llamada del
Señor, hemos escuchado su palabra. En ella nos habla hoy de la Sabiduría de
Dios, que es la riqueza mayor que podemos alcanzar en esta vida. Es preferible
a los cetros y a los tronos y no es equiparable a la piedra más preciosa.
La sabiduría de que nos habla el
libro sagrado que lleva el mismo nombre, es el inmenso don al que podemos
acceder por la fe. La Sabiduría por antonomasia es el Verbo de Dios, el
Unigénito por quien todo ha sido creado. Él es la Verdad, la única Verdad
permanente sin sombra de error, la Verdad con cuya referencia se puede
verificar el auténtico sentido de todo pensamiento, de todo proyecto, de todo
hallazgo, de todo lo que hacemos y de todo lo que nos ocurre. Para ver su rostro, humano desde la
Encarnación, y descubrir en él a Dios mismo hecho en todo semejante al hombre
menos en el pecado, es imprescindible la Fe. Así lo afirma Jesucristo al
Apóstol Felipe: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn. 14, 9).
Pero, pronto entendemos que ver a Dios en la humanidad de Jesucristo ha de ser
obra del Espíritu en nosotros, que tiene lugar si vivimos con fe en el único
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
3.- La virtud de la Fe nos
permite contemplar la realidad con los ojos de Dios; nos abre a la profundidad del Misterio de
salvación y nos conduce por el camino acertado para alcanzar la santidad. En
ella está nuestra plenitud según la voluntad de Dios de quien somos imagen y
semejanza.
La fe nos acerca, a la verdad de
las cosas, a la verdad de la vida misma, a la verdad de los motivos por los que
vivir y del modo de orientar nuestra existencia terrena.
La fe nos ayuda a llegar donde
ninguna ciencia puede llegar. Nos conduce la palabra de Dios escuchada con
oídos de Fe. Por tanto, sin la Fe no alcanzamos a descubrir el auténtico sentido
de la vida y de la muerte, de la felicidad y del infortunio, de la riqueza y de la pobreza, del dolor y del
gozo; porque la fe nos permite conocer, valorar y asumir la voluntad de Dios
como el perfil de nuestra identidad esencial, como la luz que nos desvela lo
que significa ser persona humana, lo que significa vivir en este mundo. Lo que
significa haber sido creados para el infinito.
La fe nos abre el acceso al
significado de la palabra de Dios en la que aprendemos la sabiduría divina
necesaria para valorar en justicia todo lo que tenemos y todo lo que nos llega
en el ámbito material y en el espiritual.
La Fe y la Sabiduría de Dios
constituyen para nosotros las dos dimensiones del mismo don divino. Por eso
ambas deben constituir, especialmente hoy el contenido inseparable de nuestra
plegaria.
4.- Nuestro quehacer principal
en este Año de la Fe ha de ser, pues, cultivarla con verdadero interés y con
esfuerzo continuado.
El esfuerzo que requiere el
cultivo de la fe ha de centrarse, además de en la oración continua, en el
conocimiento de la palabra de Dios que nos transmite el Magisterio de la santa Madre Iglesia por
expresa voluntad de Jesucristo. Refiriéndose a los apóstoles dijo: “Quien a vosotros os escucha, a mí me
escucha; quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí,
rechaza al que me ha enviado” (jn.9, 16).
5.- Por tanto, debemos acoger el
Año de la Fe como una oportunidad providencial para revisar el nivel de nuestra Fe en Jesucristo y de
nuestra Fe en la Iglesia. Y, al mismo tiempo, especialmente en este Año,
debemos revisar nuestra formación cristiana,
el grado de nuestro conocimiento de la Doctrina de la Iglesia, y nuestra
disposición a adquirir la formación que necesitamos para saber aplicar con
acierto la palabra de Dios a las circunstancias de nuestro tiempo, a los
problemas y a las ofertas de la civilización actual.
Tan importante es la formación
cristiana para todos los bautizados, que el Papa nos habla insistentemente de
ella, lamentando –según sus propias palabras- el “analfabetismo religioso”
cada vez más extendido entre los bautizados.
6.- Vivimos tiempos en que todo
se replantea desde diversos puntos de vista. Se quiere demostrar todo con
argumentos simplemente racionales o experimentales. Y, al mismo tiempo, los
argumentos que oímos nos llegan como dispares y contrarios entre sí según la
perspectiva, la ideología o la creencia desde la que se construyen los diferentes
razonamientos. Necesitamos una
referencia cierta para no andar equivocados ni desquiciados, sin criterio
propio o con un criterio insuficiente. Para ello debemos acercarnos al mensaje del Evangelio tal como nos lo
transmite la santa Madre Iglesia. Y ello nos exige el compromiso de asumir un
proceso de formación que requiere, también, la acogida de la fe.
7.- Si decimos creer en
Jesucristo nuestro Señor, y si deseamos y esperamos alcanzar la salvación que
nos promete, debemos conocer bien su mensaje; debemos conocer bien la Iglesia
que él ha fundado como su Cuerpo Místico en el que permanece entre nosotros hasta el fin de los tiempos, y que
constituirá en la eternidad el Reino de
Dios en plenitud, un reino eterno y universal, el reino de la verdad y de la
vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, del amor
y de la paz.
Este Año de la Fe ha de ser un
año de especial sinceridad en la valoración de nuestros conocimientos
cristianos, y un año de oración para que el Señor nos ayude a superar las dificultades que
puedan oponerse al proceso formativo que necesitamos.
8.- Pero el Año de la Fe, como
tiempo de replanteamientos cristianos fundamentales, ha de ser también una
ocasión privilegiada para que asumamos, como un compromiso muy especial, el
deber apostólico que nos compete a
todos. El Año de la Fe debe ser, también, el año del apostolado, el año en que
demos un serio impulso a la Evangelización, a la predicación de la fe en
Jesucristo.
Cada uno debemos pensar bien
cual es el campo que más compromete nuestro apostolado: la familia, la
comunidad parroquial, el grupo de amistad, la propia Cofradía, los
ambientes en que discurre la vida
pública, la educación, la justa distribución de la riqueza, la necesaria y
auténtica igualdad entre las personas, los grupos sociales y los pueblos, etc.
9.- En este Año de la Fe,
debemos dar testimonio de que aceptamos la responsabilidad de cultivar, acrecentar
y orar para que se difunda el don de la fe, especialmente entre los alejados.
Pidámoslo con devoción y
confianza, por intercesión de la Santísima Virgen María, que fue merecedora de
esta preciosa alabanza: “Bendita tú porque has creído, porque lo que te ha
dicho el Señor se cumplirá.
QUE
ASÍ SEA
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