HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONOS

Concatedral de Mérida
Domingo 21 de Octubre de 2007


Queridos Sacerdotes concelebrantes,
Querido Ángel, dispuesto a recibir el Orden sagrado como Diácono,
Queridos familiares y amigos que le acompañáis,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas, seminaristas y demás seglares:


En la oración inicial de la Misa, he pedido al Señor para todos nosotros, ser capaces de entregarnos a Dios con fidelidad y servirle con sincero corazón.

Ésta debería ser nuestra oración permanente, puesto que se desprende lógicamente de la fe que el Señor nos ha regalado.

Por la fe, creemos que Dios es nuestro origen porque nos creó con amor.
Por la fe sabemos que Dios es nuestro fin porque nos ha redimido y nos ha hecho partícipes de su gloria llamándonos a participar de su misma vida y a gozar de su felicidad en el cielo.
Por la fe entendemos que el Señor sostiene los días de nuestra existencia terrena con el regalo de su misericordiosa providencia.

Por esa misma fe, que el Señor nos infundió en el Bautismo, asumimos libremente la vocación de Dios como el camino para alcanzar nuestra plenitud.

Por la fe aceptamos que nuestra limitación cerraría el acceso al crecimiento y a la perfección si Dios mismo no nos hubiera dotado con la luz que nos permite descubrir el camino, y si no nos hubiera dotado con la capacidad de ordenar nuestros pasos al fin que Él mismo nos va señalando con la vocación.

Por tanto, habremos de concluir que Dios es nuestro Señor, que es el dueño de cuanto somos y tenemos, y que todo cuanto hacemos ha de ser dedicado a Él como signo de gratitud por el infinito amor que ha volcado sobre nosotros a pesar de nuestras repetidas ingratitudes y ofensas.

Esa ofrenda total y permanente al Señor que ha de ser nuestra vida exige de nosotros un grandísimo interés por presentarla ante Dios con toda exquisitez y cuidado. Esa es la razón por la que pedimos a Dios la fidelidad y la sinceridad de corazón.

La petición de fidelidad que brote del corazón sincero es, pues, un deber y, consiguientemente, una preocupación de todos los que creemos en Jesucristo nuestro Señor. Pero, de modo especial, debe constituir la oración permanente de quienes hemos dedicado al Señor la vida entera para ocuparla en su santo servicio. Somos partícipes del Sacerdocio de Cristo y ejercemos el Ministerio sagrado para gloria de Dios y salvación de los hombres y mujeres a cuyo servicio nos ha puesto la Santa Madre Iglesia.

Tú, querido Ángel, vas a recibir el Sacramento del Orden Sagrado y serás constituido Diácono para asistir al Obispo y ayudar a los Presbíteros en el ministerio de la Palabra, en el servicio del Altar y en la atención a los más necesitados. Tu vida ya no te pertenecerá como propiedad que puedas disponer a tu arbitrio. El Sacramento del Orden sagrado implica la consagración a Dios. Sólo Él será, desde ahora, la parte de tu herencia y el motivo de todas tus dedicaciones ministeriales a las que te debes íntegramente. Por ello la sublime llamada del Señor, la altísima vocación que de él has recibido, embarga tu vida y ha de constituirla en un cántico de alabanza al Señor que ha decidido hacer presente en el mundo la redención valiéndose de ti y de tu libre aceptación. La más cordial sinceridad y el más puro deseo de fidelidad han de presidir tus proyectos, tus acciones y tus momentos de oscuridad y cansancio.

Como ministro del Señor estás llamado a hacerle presente en tu vida y en el ejercicio del ministerio que se te encomiende.

Hacer presente al Señor no significa simplemente manifestar que le representas, sino hacer las veces, asumir su propia acción a favor de las personas que se te encomienden. Ello implica asumir la suerte de esas personas y hacer por ellas lo que ellas no vana ser capaces de hacer por sí mismas. Habrás de rezar por ellas, habrás de hacer penitencia por ellas, habrás de dar gracias a Dios por todo aquello que ellas no sean capaces de agradecerle. Y todo ello para que avancen en el camino de la vida que ha de conducirles a la perfección, a la santidad, a Dios mismo y, con él, a la felicidad eterna.

Mira la preciosa lección que nos ofrece hoy la Sagrada Escritura presentándonos a Moisés en constante oración por el ejército que luchaba dirigido por Josué. Las manos de Moisés elevadas en oración lograban la victoria del Pueblo santo. La interrupción de la plegaria ponía en peligro al ejército de Israel.

La oración insistente y confiada por una causa justa, siempre es escuchada por Dios, según nos ha enseñado hoy la lectura del Santo Evangelio. Dios hace justicia a quienes le invocan con sincero corazón y empeñados en permanecer fieles al Señor.

Precioso mensaje el que nos ofrece hoy el Señor a través de la Santa Madre Iglesia en esta solemne celebración litúrgica. En ella recibes el orden del Diaconado y todos somos llamados a participar del Cuerpo y Sangre de Cristo. Él mantiene las manos extendidas en el sacrificio del Altar hasta el fin de los tiempos para que el pueblo elegido de Dios no perezca en la lucha por el bien, sino que alcance la vida eterna que es la victoria final y definitiva.

Hagamos un acto de fe tonifique nuestra vida para permanecer en la fidelidad y en la sinceridad de corazón.

Digamos interiormente, convencidos de la verdad profunda e iluminadora de estas palabras: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal. 120). Y digamos claramente a quienes atraviesan momentos de oscuridad y debilidad: “El Señor te guarda a su sombra... El Señor te guarda de todo mal” (Sal. 120).

Unámonos en un himno de gratitud al Señor porque realiza obras grandes en nosotros y para nosotros.

Aclamemos el Nombre del Señor, que es grande y misericordioso con los que le invocan.

Hagamos el propósito de invocar al Señor por quienes le olvidan, y de ofrecerle lo mejor de nuestra vida por quienes olvidan que todo se lo debemos al Señor.

Démosle gracias porque no deja de suscitar vocaciones al Sacerdocio y a la vida consagrada para gloria de la Santísima Trinidad y para salvación de todos los hombres.

Pidámosle que envíe operarios a su mies que es abundante y difícil en los tiempos que él mismo ha constituido en marco de nuestra acción pastoral y apostólica.

Oremos por la Santa Iglesia de Cristo para que, en su dimensión humana, permanezca siempre fiel al Señor que la ha fundado como casa de la gran familia de los hijos de Dios y como lugar de fraternidad entre los hermanos en la fe.

Agradezcamos a Dios el regalo de este nuevo diácono y próximo sacerdote, pidiendo para él fidelidad y sinceridad de corazón.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA APERTURA DE LOS CENTROS EDUCATIVOS

5 de Octubre de 2007
Badajoz, Catedral.


Misa de Petición por la actividad humana
Témporas de Octubre

Sacerdotes concelebrantes,
Claustro de profesores,
Representación de alumnos y familiares,
Seminaristas.

1. El Señor, a través de la Iglesia, nos enseña hoy el fin último del estudio y del trabajo, cualquiera que sea su estilo y condición.
Nos lo recuerda en el texto de la oración inicial de la Santa Misa.
Según esta plegaria, el estudio y el trabajo del hombre están orientados a perfeccionar cada día el universo creado por Dios.

Es cierto que el fin último de toda acción humana es la gloria de Dios en la que fraguamos nuestra propia santificación. Pero la gloria de Dios no está separada de su santa voluntad. Y esta voluntad, acorde con la perfección de la obra de Dios, no puede quedar ajena a la intención creacional y al plan trazado por su infinita sabiduría, tal como lo manifestó dirigiéndose al hombre en un principio: “creced y multiplicaos y dominad la tierra” (Gn 1, 28)

Procuramos la gloria de Dios cuando hacemos voluntad propia la voluntad de Dios expresada en su palabra, que es camino hacia la Verdad plena, y manifestada en esa concreción tan importante para cada uno que es la propia vocación.

Aportar nuestro esfuerzo al proceso de constante perfeccionamiento del universo creado es tarea en la que se resume todo lo que humana y sobrenaturalmente podemos y debemos hacer en relación con el mundo en que habitamos, con la sociedad a la que pertenecemos y con la misma Iglesia humana y divina, terrena y celestial de la que formamos parte por el Bautismo.

A simple vista podría parecer que las aportaciones valiosas en esta línea son aquellas que dan lugar al progreso científico en cualquiera de los órdenes y campos relacionados con el conocimiento de las capacidades del hombre, con el descubrimiento de las riquezas y potencialidades de la naturaleza, y con las vías de acercamiento, comprensión y pacífica relación entre los pueblos y las personas a lo largo de la historia.

Desde esta perspectiva, difícilmente quedarían integradas en la virtualidad del estudio y el trabajo ordenados al perfeccionamiento del mundo creado, aquellas disciplinas y dedicaciones que no pueden desentrañar satisfactoriamente el objeto de sus indagaciones. Me refiero al conocimiento del misterio de Dios, infinito e impenetrable por el hombre, porque la desproporción entre nuestra inteligencia y el ser y el obrar de Dios es permanentemente infinita.

Por difícil que pueda parecer, cualquier elemento creado es penetrable y dominable aunando esfuerzos y sumando hallazgos y descubrimientos. El Universo creado, el sol, la luna, las estrellas, en todas sus galaxias y constelaciones, no deja de ser una parte de la creación indudablemente inferior al hombre y puesto por Dios en sus manos para su conocimiento y dominio. Dios en cambio, por muchos miles de millones que durara todavía el mundo, siempre seguiría siendo Misterio insondable para nosotros.

¿A qué, pues, considerar hoy las palabras que nos ofrece la oración inicial de la Misa? ¿Aporta algo la teología al dominio de la naturaleza? Los avances de la ciencia son incorporados muy pronto por todos los pueblos de la tierra en este mundo globalizado. En unos casos, la incorporación lleva a la vida, como ocurre con la medicina, la informática, la climatología, la psicología y tantas otras ciencias más que no viene al caso enumerar exhaustivamente. En otros casos, la incorporación de los nuevos conocimientos científicos lleva al abuso, al desorden y a la muerte como ocurre con la manipulación genética, con la influencia subliminal para dominar el alma humana, o con los avances armamentísticos que tantas muertes y mutilaciones producen.

Fácilmente podríamos pensar que los avances filosóficos, especialmente en el campo de la ética, podrían inspirar nuevas legislaciones que ordenasen toda conducta humana, estableciendo normas y controles universales de pronta aplicación.

Sin embargo, bien sabemos que hecha la ley, hecha la trampa. La ley misma, sufre los gravísimos riesgos del sometimiento a intereses políticos y partidistas, como estamos experimentando en nuestros días y en tantos aspectos de verdadera trascendencia para la sociedad y para la dignidad de la persona.

La filosofía y la ética misma, son ciencias humanas que, además de no ser exactas, dependen mucho de unos puntos de partida que no en todos los casos tienen la fuerza de una referencia objetiva. En cualquier caso son discutibles por unos o por otros, incluso cuando todos coinciden en su valor y en su formulación. Baste con citar el caso de la libertad. Es aceptada por todos como un valor fundamental. Pero el concepto y uso subyacente a la palabra es tan plural como que puede haber posturas radicalmente enfrentadas aunque luchen por el mismo fin. ¿No ocurre así cuando la libertad se constituye en motivo de dialéctica familiar entre padres e hijos? Todos sabemos que el concepto cristiano de libertad va unido, paradójicamente, al concepto de obediencia, como el de Vida definitiva está relacionado con el de la muerte y la negación personal. Así nos lo muestra Jesucristo con su doctrina, con su vida, muerte y resurrección.

Entonces podemos concluir fácilmente que a las ciencias humanas les falta la aportación definitiva de otra ciencia, también humana como todas las ciencias, pero cuyo ámbito, cuyos apoyos y desarrollos, puedan aportar elementos capaces de ordenar y estimular siempre, de modo positivo, el discurrir histórico de los hombres y los pueblos hacia el auténtico perfeccionamiento del universo creado.

Esa ciencia no puede ser otra que la empeñada en el descubrimiento de la realidad de Dios, de la acción de Dios, de la voluntad de Dios, y de la consiguiente relación entre Dios y la creación, entre los planes de Dios y las capacidades humanas, entre el curso del hombre sobre la tierra y el curso de la irrompible relación entre Dios y el hombre.

Esa ciencia es la teología, auxiliada por tantas otras ciencias que le ayudan a conocer, cada vez con más rigor y certeza, la sagrada revelación en la que Dios se manifiesta al hombre y ofrece al hombre la referencia insuperable para conocerse a sí mismo.

En la oración primera de esta liturgia eucarística, hemos pedido al Señor que nuestro trabajo y afanes resulten siempre provechosos a la familia humana. Y en la primera lectura hemos escuchado la oración de Mardoqueo a favor de su pueblo en grave peligro. Pedía Mardoqueo que se mostrase propicio a su pueblo y convierta el luto en alegría.

El mayor provecho para la familia humana consiste en que nuestra torpeza no interfiera nuestra capacidad de vivir en el bien y en la verdad que traen consigo el buen entendimiento recíproco y la paz.

Por tanto, acercándonos al Señor, por el conocimiento de su Verdad, manifestada en su Palabra, en su obra y en su acción interior en cada uno de nosotros cuando nos abrimos a Él, logramos que todo nuestro ser y nuestro hacer, que todo nuestro estudio y trabajo, contribuyan a vencer los motivos de error y de pecado y a construir un mundo nuevo ordenado según Dios para grandeza del hombre y gloria de nuestro Señor.

Lo que puede esclarecerse desde una reflexión lógica basada en la fe, no siempre se descubre desde otros supuestos ajenos a la revelación. Por eso, el Evangelio ha encontrado siempre enemigos declarados, y opositores de buena voluntad.

En muchas ocasiones, la oposición a la Verdad evangélica en su esencial y riguroso contenido, brota de discursos lógicos basados en apreciaciones confusas o en supuestos fundamentos cristianos equivocados o inexactos. Esto se deja percibir también entre nosotros.

Los tiempos que corren son difíciles; en ellos se manifiestan corrientes de pensamiento y posturas vitales muy plurales y confusas, polémicas y hasta versátiles en lo que a la formulación y a la confesión de la Verdad y a la moral cristiana se refiere. El ambiente estudiadamente laicista que da cabida al concepto de libertad subjetiva y relativista y que aboga a favor de la validez de casi cualquier decisión moral, mientras no rompa lo que en cada momento se estima como el bien común consensuado, provoca una cierta ilusión de conectar la fe con la cultura al uso, y que corre el peligro de ser una conexión simplemente acomodaticia. No olvidemos que, para el pueblo sencillo, abandonado a tantas influencias e intereses, tiene mucha fuerza lo políticamente correcto y lo moralmente consensuado por grupos de presión o de notable influencia popular.

En estas circunstancias, no podemos menos que procurar, por todos los medios posibles, un conocimiento cada vez más profundo, sistemático, teórico y experiencial, de la Verdad de Dios manifestada en Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.

Es necesario que tomemos muy en serio cuanto se refiere a la formación cristiana de nuestros fieles, recurriendo a todos los medios a nuestro alcance.

Es necesario que entendamos y asumamos la urgencia de ampliar y profundizar nuestros conocimientos teológicos como pastores, como catequistas, como educadores, como padres, etc.
Es necesario que lleguemos a descubrir la importancia insustituible de la experiencia de dios que da vida a los conceptos y estimula y sostiene las ansias de penetrar más y más el misterio.
Por eso, en este día, cuando inauguramos el curso académico y la tarea educativa de los Centros Diocesanos, yo quiero hacer mía las palabras de S. Pablo, proclamadas en la segunda lectura: “No dejamos de rezar por vosotros y de pedir que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual. De esta manera, vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo”.

Unámonos, pues, en oración pidiendo al Señor luz para orientar nuestro estudio y nuestro trabajo; tesón para mantener el esfuerzo; esperanza para confiar en el buen resultado de lo que deseamos orientar según la voluntad de Dios; y capacidad de apertura al Señor para que nos conceda el don de sabiduría por la experiencia profunda del encuentro con Jesucristo nuestro hermano, redentor y salvador.

Que la Santísima Virgen María, ejemplo de atención a la palabra de Dios, y de amor a su enseñanza, nos alcance la gracia de tomar una seria decisión a favor de la formación cristiana y de acercamiento al Señor.

Que así sea.

ENVIO MISIONERO DE LEONARDO

30 de Septiembre de 2007
Catedral de Badajoz


Mis queridos sacerdotes concelebrantes,

querido Leonardo, que recibes hoy el encargo pastoral de colaborar con una diócesis hermana del Perú,

queridos familiares y amigos de Leonardo que le acompañáis en este bello momento,
queridos hermanos y hermanas todos:

En este Domingo, la palabra de Dios nos invita a compartir con los más necesitados todos los bienes de que nos ha dotado el Señor. Y nos advierte, al mismo tiempo, de las graves consecuencias que puede reportar el egoísmo en este menester esencialmente caritativo. Muy claramente lo expone el texto del Santo Evangelio que acabamos de escuchar, contándonos la suerte que corrieron, después de morir, el rico epulón y el pobre Lázaro .

El bien más preciado que hemos recibido en esta vida es el conocimiento de Dios nuestro Señor y la fe en su bondad y misericordia. Por estos bienes nos han venido otros de graciosa repercusión para nuestro presente y para el futuro, como son la redención, la promesa de la vida eterna, y la esperanza que anima nuestro peregrinar por este mundo.

Ciertamente somos afortunados, porque el rostro de Dios nos ha iluminado, y su resplandor nos ha permitido descubrir el sentido de la vida y de la muerte; de las alegrías y de las penas; del trabajo y del descanso; de la prosperidad y de la necesidad; de la soledad y de la amable compañía; del fervor en los momentos de intensa fe, y de la aridez espiritual cuando parece que la fe se apaga; de la paz interior cuando el Señor nos bendice con el sentimiento de su presencia, y de la zozobra ante la tentación que nos invade; del sentido del misterio que nos gana, y de la atrayente belleza de los seres creados para cuyo dominio nos ha constituido el Señor. Quienes hemos conocido al Señor, hemos conocido la grandeza de la vida y la alegría de sabernos herederos de la gloria.

Todo esto no podemos guardárnoslo como propiedad exclusiva, sino que debemos compartirlo como el bien más preciado que todos necesitan, consciente o inconscientemente. Todos hemos sido creados por Dios, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él, según nos recuerda S. Agustín.

Saber que compartimos con todos los hombres y mujeres del mundo esta condición de criaturas divinas , creadas por Dios a su imagen y semejanza, y ser conscientes de que muchísimos no lo saben y, por tanto, no lo disfrutan, y hasta lo niegan y combaten, ha de inquietar nuestro ánimo con la preocupación de que, cuanto antes, pueda llegar a todos la Buena Noticia de la Salvación. Y, como la santa Madre Iglesia es consciente de que muchísimas personas aún sufren esta necesidad, tendremos que hacernos eco de su mensaje y de su vocación misionera, volcando nuestras fuerzas con ilusión en la tarea de dar gratis lo que gratis hemos recibido.

Por dicho motivo, es una prioridad en esta Archidiócesis el envío de misioneros, aun cuando las exigencias de los fieles cristianos reclamen más atención a nuestras parroquias al constatar la reducción de fuerzas, especialmente por el descenso del número de sacerdotes.

Pero esta prioridad evangélica requiere de nosotros un gran esfuerzo simultáneo. Requiere la educación de los feligreses para que aprendan a vencer exageradas comodidades. Con frecuencia y con la energía de quien reclama sorprendentemente supuestos e inexistentes derechos fundamentales, me llegan peticiones para que envíe a determinados pueblos más sacerdotes y, así, puedan gozar de mayores servicios: En realidad, estas buenas gentes piensan en sus costumbres tradicionales fundamentadas en la abundancia de vocaciones sacerdotales. Pero no llegan a entender que el aumento del número de Misas para la propia comodidad, por ejemplo, no justifica el entretenimiento de más sacerdotes en nuestras parroquias cuando hay una severa carestía de ministros sagrados en tierras de misión.

La promoción del laicado, el ejercicio de los ministerios laicales, la creciente corresponsabilidad eclesial y el desarrollo de la conciencia cristiana y de la comunión entre los hermanos, deberán llevarnos a revisar nuestra vida y nuestras estructuras parroquiales hasta lograr que la comunicación cristiana de bienes personales y materiales eviten diferencias, innecesarias y excesivas, entre las comunidades eclesiales; de modo que no se dé en unas la penuria y, en otras, la abundancia injustificada.

Es necesario que, junto con la generosa limosna, que significa nuestra aportación material en beneficio de la evangelización, acudamos también a la oración, pidiendo al Señor que envíe operarios a su mies, que haga fértiles las tierras en donde los sacerdotes y seglares, que parten de nuestras diócesis, van sembrando la semilla de la salvación. Es necesario que esta responsabilidad sea asumida por el mayor número posible de fieles cristianos, tanto para ayudar en las parroquias de origen, como para abrir unos frentes misioneros que expandan el Reino de Dios sobre la tierra. Es un mandamiento del Señor que la luz del evangelio resplandezca en el mundo entero, gocen todos de la dulzura del amor de Dios, y que la esperanza de salvación sea el motivo por excelencia por el que cada día sean más las almas agradecidas al Señor.

A nosotros van dirigidos hoy los consejos que S. Pablo da a Timoteo. Practicar la justicia nos remite a compartir lo que tenemos; cultivar la fe nos lleva a valorar los dones de Dios y compartirlos; actuar con delicadeza respecto de los hermanos supone la exigencia de darles lo mejor y dárselo sin demoras innecesarias; y vivir el amor supone hacer todos esto desde la conciencia de que estamos unidos en la filiación del mismo Padre Dios que nos ha dado la vida y nos ha vinculado con lazos más fuertes que los de la sangre.

Para llevar a cabo estos consejos, es muy importante guardar el mandamiento de Dios sin mancha ni reproche, como también nos dice S. Pablo hoy. Y este mandamiento se resume en el amor a Dios y al prójimo. Por eso, la reflexión sobre el deber de compartir nos pone ante nosotros mismos en actitud de revisión y de conversión. Mientras no purifiquemos nuestra alma de sutiles egoísmos, no acabaremos de ser generosos con los hermanos ni complacientes con la Iglesia que nos pide un esmerado ejercicio de comunión y corresponsabilidad misionera.

Pidamos al Señor que abra lo ojos a los ciegos, de modo que todos veamos con claridad dónde están las principales necesidades de los hermanos en la Iglesia y en el mundo; y para que lleguemos a valorar nuestros recursos con la plena disposición a compartirlos con prontitud y generosidad.

Querido Leonardo: parte con gozo, como Abraham, hacia la tierra que el Señor te prepara. Disponte a trabajar con optimismo sabiendo que la caridad pastoral y el celo apostólico son los mejores avales de nuestro crecimiento cristiano. Tu ayuda amorosa a los demás en el Nombre del Señor será la fuente de las ayudas que tú puedas necesitar como sacerdote y como compañero de tus compañeros en la nueva misión que se te encomienda. Vas a ser, en las tierras lejanas, un signo vivo de la comunión eclesial que trasciende fronteras, razas, pueblos y naciones, reuniendo a los hijos de Dios dispersos, hasta formar una sola familia como uno solo debe ser el rebaño que Cristo prometió e hizo posible con su oración al Padre.

Al partir hacia el Perú, lleva en tu rostro y en tu reconocida afabilidad el rostro familiar de esta Iglesia de Mérida-Badajoz, que desea vivir intensamente la fraternidad con las Iglesias de allende los mares y, especialmente, con aquellas en las que sirven nuestros hermanos sacerdotes, miembros del presbiterio de esta Iglesia particular.

Que la Santísima Virgen María, bajo el Título de Santa María de Guadalupe, que preside como patrona las comunidades cristianas de Extremadura, y a cuyos pies fueron bautizados los primeros fieles de Latinoamérica, te alcance la gracia de la sabiduría, del tesón pastoral, de la paciencia evangélica y de la incansable generosidad.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CATEDRAL

17 DE SEPTIEMBRE DE 2007
Badajoz, Catedral.

1. Al disponernos a celebrar esta solemnidad en la conmemoramos el aniversario de la Consagración del templo catedralicio, debemos avivar en nuestro espíritu actitudes de admiración y de gratitud a Dios.

Es muy rico el mensaje que el Señor nos envía a través de esta fiesta, cuyo simbolismo abunda en referencias a nuestra vida y a la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo este mensaje nos hace llegar el testimonio de la magnificencia divina, de la que somos llamados a participar abundantemente por la generosidad de su infinita misericordia.

El Señor nos ofrece un espacio de encuentro con Él. Y a este espacio, le da el nombre de casa. Y nos anuncia que el encuentro entre Dios y nosotros tendrá una nota distintiva: la alegría: “los alegraré en mi casa de oración”. Es la alegría del hijo con el Padre en el calor del hogar propio de la familia bien avenida.

2. Si la condición del hombre no fuera la de compartir con el Señor la intimidad de un diálogo apacible, confiado y frecuente, no insistiría Dios tantas veces invitándonos a ello y explicándonos las condiciones que nos corresponde cumplir. Nuestra plenitud está en el encuentro con Dios, y nuestro desarrollo ha de partir de nuestra identidad que está en ser criaturas de Dios, hijos suyos por el bautismo.

Pero si la condición del hombre fuera la de intimar con el Señor, y El no manifestara su interés y su plena disposición a facilitarnos el encuentro en que podemos dialogar con Dios, nuestros esfuerzos quedarían baldíos.

Así, pues, el Señor nos llama hacia El, y nos atrae al mimo tiempo, facilitándonos el acercamiento interior que debe ser nuestra aportación a ese encuentro siempre renovador para nosotros.

La atracción del Señor, que acompaña a su llamada para hacernos asequible su requerimiento, se manifiesta, a través del profeta Isaías, anunciándonos el ambiente y los efectos del místico encuentro. Parece que el Profeta ha recibido de Dios el encargo de hacernos apetecible el encuentro.

3. Es importante considerar que lo primero que el Señor nos dice hoy, en este orden, a través del profeta Isaías, es que Él tomará la iniciativa, no solo llamándonos, sino llevándonos donde El está para nosotros: “los traeré a mi monte santo”.

Esta expresión, llena de simbolismo para nuestra iluminación, nos habla del ámbito sagrado al que nos transporta el Señor y al que debemos disponernos.

El ámbito sagrado propio del monte santo, es rememorado por Jesucristo al defender el templo del mal uso de los mercaderes. Por eso les dice: “no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Es en la casa del Padre, en el lugar santo del Padre, en el espacio divino del amor y de la misericordia donde se da el encuentro con el Señor.

El ámbito sagrado, al que el Señor nos llama para encontrarnos con El, y que está simbolizado en el Templo Santo, es esencialmente, pues, el amor misericordioso de Dios; en él encontramos acceso al Padre y acogida amorosa, aunque nuestra indignidad no lo merece. Por eso, el encuentro con el Señor se debe desarrollar en la gratitud a Dios y en el ofrecimiento sincero de sí mismo.

Si el Señor no nos llevara junto a El, por el amor salvífico que nos tiene, no tendríamos posibilidad alguna de encontrarnos con Dios y de dialogar con El en la oración.

4. El amor salvífico de Dios es como el regazo del Padre, donde el Señor nos lleva y nos acoge para que encontremos el calor de la confianza, el abrigo de la misericordia y la serena esperanza que brota al contemplar la paciencia divina para con nosotros, inconstantes en la fidelidad y tibios en la fe.

Todo ello tiene su signo en el templo: lugar digno, espacio ordenado, ámbito de silencio y recogimiento donde la belleza nos habla de la gracia divina y donde cada objeto, cada imagen y cada uno de los ritos que integran las celebraciones sagradas nos habla de la trascendencia, nos invita a mirar a Dios y nos transporta a su cercanía mostrándonos su rostro amable de Padre, Amigo y Redentor.

5. Por todo cuanto nos enseña y sugiere la riqueza simbólica del templo, no resulta difícil entender que el Señor, al llevarnos junto a Él, al encontrarse con nosotros en el templo santo, cumplirá lo anunciado hoy a través de Isaías, profeta: “los alegraré en mi casa de oración”.

Esa alegría no puede carecer de motivaciones muy dignas y razonables. Nuestra alegría brotará al comprobar que, por la benevolencia de Dios, nuestras pobres ofrendas, nuestros balbucientes propósitos de escuchar y seguir al Señor, y nuestra decisión inicial de acudir a El, son valoradas, bien acogidas y bendecidas por Dios. Así lo manifiesta a través del profeta Isaías: “aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios”.

Ante ello, no podemos menos que exultar interiormente con verdadero gozo, y elevar himnos de sincera gratitud cantando en gozosa exclamación, como nos invita a hacer el salmo interleccional: “Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre; mi alma se consume y anhela los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo” (Sal 83)

La admiración y la gratitud han de ser, pues, nuestras actitudes hacia el Señor, al conocer cuan grande es su amor, su interés, su obra, en nosotros y en favor nuestro, simbolizada en el templo santo cuya consagración rememoramos.

6. Pero, tanto la admiración como la gratitud, han de crecer en nosotros al recordar que ese templo santo, morada de Dios con los hombres, casa hogareña de la familia de los hijos de Dios, espacio sagrado del encuentro con el Señor, lugar donde el Señor nos llama, nos acoge, nos enseña y nos bendice, es, además, el signo por excelencia de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica; la Madre y Maestra, al mismo tiempo, de todos los que buscan al Señor con sincero corazón.

De ese templo espiritual para el encuentro de Dios con el hombre, en su Palabra, en la celebración de sus Misterios y en la comunión cos los hermanos, nosotros mismos somos, a la vez, piedras vivas constituidas en tales por la redención de Jesucristo, edificadas sobre el cimiento de los apóstoles y trabadas en sólida arquitectura por la obra del Espíritu Santo.

Por obra del mismo Espíritu, nuestro corazón es, a la vez, templo vivo de Dios, en el que Cristo mora, sobre todo, por la gracia de la Eucaristía: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

En lo más íntimo de nuestra intimidad, el Señor se hace presente para intimar con nosotros. Por él se hace posible en nosotros la vida interior que da sentido a la vida terrena en sus diferentes momentos y nos proyecta a la vida eterna junto a Dios en el cielo.

7. No desaprovechemos la oportunidad y, dando gracias al Señor, dispongámonos a enriquecer nuestra alma para que sea digno trono de Dios. De este modo, a través nuestro, brillará la luz de Dios en el mundo y seremos destello de su bondad, belleza y misericordia.

Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y primer templo vivo del Señor en el mundo, nos ayude a entender la dignidad con que Dios nos ha dotado por el bautismo, y estimule y apoye nuestros esfuerzos por ser verdaderos templos de Dios.

Que así sea.

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE LA CURIA DIOCESANA

MARTES, 11 DE SEPTIEMBRE DE 2007
Badajoz, Catedral

1. San Pablo pide a sus feligreses que estén compactos en el amor mutuo.

La expresión tiene connotaciones muy significativas.

No basta con la unión. Les pide la piña: compactos.

Formar una piña, estar unidos formando un cuerpo compacto significa una unión sin fisuras.

Las fisuras, entre nosotros, son las sospechas, las desconfianzas, las inseguridades, las peñas o grupos.

Formar grupos al interior de una colectividad es razonable cuando se debe a simpatías, a coincidencias en lo secundario, etc.: área de trabajos, horarios, lugares de procedencia.

Pero formar grupos que se aíslen unos de otros, o que se ignoren. Sería lamentable, porque nuestra condición de Iglesia nos llama a la fraternidad, a la comunión y a cultivar todo lo que de esto se deduce: el afecto, la amistad, la camaradería, etc.

Esto es tan humano, tan sobrenatural al mismo tiempo, y tan beneficioso para todos, que, con frecuencia se oye hablar a sacerdotes y a seglares de la bondad y oportunidad de encuentros festivos entre los colaboradores parroquiales, para lograr un acercamiento humano y afectivo entre ellos.

Debo decir que no he percibido nada entre vosotros, miembros de la Curia diocesana, que me haga pensar en un problema de unión o de buen entendimiento.

Pero, al escuchar el mensaje de san Pablo en este día de comienzo oficial de curso, he pensado que la palabra de Dios nos convocaba a dar un paso más, o a una mayor exigencia en nuestra relación personal y en la colaboración que requieren nuestros respectivos trabajos.

Cuando no hay problemas, parece que faltan puntos concretos en los que fijar la atención al pretender un avance.

Pero es muy bueno que esto sea así, no solo por la bondad de la situación no problemática, sino porque el paso positivo no ha de pensarse para suprimir lo malo, sino para avanzar en lo bueno.
Este avance desde lo positivo hacia lo mejor es una ocasión de creatividad.

Siendo la Curia diocesana, el núcleo más cercano al Obispo, a quien el Concilio considera el fautor de la unidad, todos juntos deberemos procurar una forma tal de desarrollar nuestro trabajo, que sea un ejemplo de compenetración, de ayuda recíproca, de suplencia en lo necesario, y de apoyo que supla o disimule las posibles faltas.

Somos el rostro de la Archidiócesis.

Somos la referencia de lo que la jerarquía es para la gran familia de los miembros de esta gran familia que es la Iglesia particular.

Somos el paradigma del clima que debe dominar en todos los grupos de Iglesia que trabajan relacionados entre sí.

2. Pero hay una razón fuerte, además, que nos urge a cultivar y acrecentar nuestra unión compacta, sostenida con naturalidad y acrecentada con interés permanente desde la fe y la fraternidad que nos une desde la raíz de nuestro ser cristiano.

Se trata de que esta unidad es puerta para captar el misterio de Dios, que es la unidad en el amor.

Desde que hemos recibido el Bautismo, nuestra mirada, y las exigencias que han de brotar de esa mirada sobrenatural, no pueden quedarse en la atención a lo problemático, en dedicar esfuerzo a lo práctico, al “hacer”, al “conseguir” en la estrategia humana.

La visión y la tensión sobrenatural nos lanzan hacia lo que es verdaderamente importante y que, a los ojos humanos, ante la mirada terrena, puede pasar desapercibido, porque pertenece al área de lo fundamental al área de lo trascendental, al campo del ser cristiano y del progreso en el conocimiento del Misterio de Dios, como nos dice san Pablo.

Esta visión y esta tensión hacia lo profundo y hacia lo alto, hacia el Misterio y hacia la dimensión sobrenatural y trascendente, es lo que da riqueza a nuestra vida y le aporta una solera, una firmeza y un enfoque verdaderamente nuevo y definitivo.

Esta visión y esta tensión hacia lo profundo y sobrenatural, es lo que nos permite mirar con verdadera paz interior tanto la vida como la muerte, es el trabajo y el descanso; esta forma de contemplar la vida, desde el Misterio de Dios, nos ayuda a procurar lo esencial y relativizar lo secundario, al mismo tiempo que nos capacita y nos estimula a poner tal empeño de perfección en lo que hacemos, que procuremos el cuidado de los detalles y de lo aparentemente inexistente, baldío o despreciable.

Sabemos que los pequeños gestos de afecto, de atención, de buen trato, de colaboración y ayuda son los que ganan el corazón de los compañeros. Así también el cuidado mimoso de nuestra forma de orar, pensar, trabajar, relacionarnos y apoyarnos unos a otros, va tejiendo el primor de la obra que el Señor nos ha encomendado, y va ganando el corazón de Dios.

3. ¡Qué diferencia tan grande se establece entre esta forma de actuar entre nosotros y respecto del Señor, se marca si tenemos en cuenta lo que la Palabra de Dios nos propone hoy!
Esta diferencia se señala de modo especial respecto de la forma en que actuaban los letrados ante Jesús.

- Ellos buscaban ocasiones de acosarlo.
- Nosotros debemos buscar ocasiones de ayudarnos mutuamente.

Ellos estaban al acecho para el mal. Nosotros debemos apurar la atención para el bien.

Ellos encontraban pegas a todo lo que hacía Jesús, y pretendían destruirlo.

Nosotros debemos captar el valor de lo que hacen los hermanos y de lo que obra el Señor en nosotros y sacarle todo el provecho desde la justa valoración y desde las aportaciones personales.

¡Qué mundo tan distinto construiríamos con estas actitudes y con el consiguiente comportamiento!

Cuando se habla de un mundo nuevo, pensamos en una sociedad regida por unos auténticos valores y ordenada según una ética fundamental que evite conflictos.

De algún modo, esto se va consiguiendo en sociedades muy promocionadas donde el respeto al bien común, a la intimidad de los otros y el esfuerzo en el trabajo, así como la colaboración honesta al erario público en contribuciones establecidas es verdaderamente llamativo. Se refleja en el orden externo, en el bienestar social, en el cuidado de las condiciones de vida.

Sin embargo, esos pueblos y esas sociedades no dan lugar a hombres y mujeres felices, más todavía, en algunos casos llegan a acrecentar las distancias de unos a otros incluso en el seno de la familia.

El motivo es muy sencillo: no se trata sólo de poner leyes y cumplir leyes que impidan el estorbo y la molestia de unos a otros. Es necesario cultivar el amor de unos a otros, de cuidar los detalles en la relación entre la personas. Se trata de abrirse al Misterio de Dios para saber encontrar el sentido, el valor y la felicidad al trabajo bien realizado. Se trata de cuidar los detalles que convierten en algo singular y especialmente personal la relación con los compañeros, la valoración de su trabajo, su situación personal e íntima o externa. Se trata de mirar desde Dios y procurar lo que Dios quiere.

¡Bonito programa éste al comenzar el curso en el seno de un equipo de trabajo eminentemente eclesial, en el que debe privar la visión sobrenatural y el amor cristiano!

4. Hemos invocado al Espíritu Santo en esta celebración. Cuanto hemos considerado en esta reflexión homilética es un don del Espíritu que debemos pedir, invocando, al mismo tiempo, la convicción y la fuerza, el tesón y la constancia, para llevarlo a cabo.

Pidamos, pues, al Espíritu Santo, el don de la sabiduría para llegar a percibir lo que a ojos humanos se nos escapa.

Pidámosle el don de fortaleza para no desistir en el empeño de alcanzar la perfección en el obrar
cotidiano.

Pidamos al Espíritu del Señor, el don de templanza para saber relativizar los embates del enemigo y mantener el temple con verdadero aplomo sobrenatural.

Que la Santísima Virgen María, madre y maestra de la unidad y de la fidelidad nos ayude en los buenos propósitos que ponemos en sus manos al comenzar este nuevo curso en la Curia de nuestra Archidiócesis.

Que así sea.