HOMILÍA EN EL DOMINGO III DE CUARESMA

CICLO A
Día 24 de febrero de 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,
Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

Con frecuencia repetimos que la Iglesia es Madre y Maestra. Y constantemente percibimos muestras de ello porque acude a nuestras preguntas y a nuestras necesidades. Hoy nos encontramos con una especial muestra de ello.

Nosotros caminamos a través de los días de nuestra vida hacia la plenitud, hacia la realización plena de nuestra condición de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. En el camino encontramos dificultades, sentimos el cansancio, chocamos con circunstancias adversas que nos tientan con la duda de si tendrá sentido o futuro lo que nos ocurre y los pasos que estamos dando, o si todo será una simple quimera. Puede, incluso, que los obstáculos encontrados hasta ahora en el camino lleguen a hacernos dudar acerca de si Dios vela por nosotros, y si su providencia actúa a favor nuestro. Esta misma tentación experimentaron los israelitas en la dura peregrinación por el desierto hacia la tierra prometida. Entonces, “el pueblo, torturado por la sed murmuró contra Moisés: ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?” (Ex 17, 3)

En esa situación, también nosotros necesitamos la luz, la ayuda, el consuelo y el estímulo que nos mantengan en la esperanza, y que sostengan nuestro ánimo para permanecer constantes en el esfuerzo por alcanzar la meta a la que hemos sido convocados y orientados. Lo primero que nos ofrece Dios es una muestra de que todo ese malestar, toda esa falta de confianza, todo ese miedo y las sospechas que lo motivan brotan de una falta de fe, o a causa de la debilidad de nuestra fe.

Esto fue verdad en lo que se refiere a la desconfianza del Pueblo de Israel, porque ya habían visto grandes signos de Dios a favor de su pueblo. Podían recordar las plagas de Egipto por las que el Faraón, llegó a temer por la vida de su pueblo y terminó dejándole marchar, como pedía Moisés a favor de la liberación de todos.

Nosotros hemos recibido mayores pruebas. Además de todo cuanto el Señor nos ha regalado como dones para salvar nuestra debilidad, cuales son la palabra de Dios, los sacramentos, la intercesión de los santos y la oración constante de la Iglesia nuestra Madre, hay algo que debe abrir nuestro ánimo a una confianza inquebrantable en Dios. No podemos olvidar que “tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo Jesucristo como propiciación por nuestros pecados” ( 1Jn 4, 10). De ello nos hace memoria la palabra de Dios, también hoy, manifestándonos, a través de S. Pablo en la segunda lectura, el grado y el estilo del amor que Dios nos tiene. Dice el Apóstol: “En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad apenas habrá quien muera por un justo;… mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 6-8).

Con esta enseñanza, la Iglesia sale al paso de las dificultades que podemos encontrar en una verdadera conversión, en la que debemos empeñarnos durante la Cuaresma. Por eso la Iglesia nos invita a repetir hoy en el salmo interleccional “Escucharemos tu voz, Señor” (Sal 94). No podemos menos que escuchar con verdadera atención la palabra de Dios, porque en ella está la luz para nuestras oscuridades, la respuesta a nuestros interrogantes, la promesa del Señor “yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), y el horizonte de vida que abre nuestro corazón a la esperanza. “La esperanza no defrauda, nos dice S. Pablo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).

El segundo motivo de esperanza que nos ofrece la Iglesia en este Domingo tercero de Cuaresma, como la mejor ayuda para los momentos de mayor debilidad, de más densa oscuridad, y de más fuertes tentaciones contra la confianza en Dios, nos llega a través de la proclamación del Santo Evangelio en la celebración que nos reúne. El encuentro de Cristo con la Samaritana es una preciosa muestra de que Dios nos busca, de que no hace depender nuestra salvación exclusivamente de nuestra iniciativa, ni de nuestras escasas fuerzas, ni de la torpeza que tantas veces nos invade impidiéndonos reconocer al Señor, valorar y aprovechar gracia, y observar su providencia que se manifiestan constantemente a nuestro alrededor.

Frente a la ceguera de la samaritana, Cristo hace brillar la luz de su amor y el resplandor de su mensaje. Frente a las explicables preocupaciones materiales de los discípulos, el Señor manifiesta que la ayuda principal para nuestra debilidad, que el alimento más nutritivo para nuestra naturaleza propensa al cansancio y al sueño, es el adherirnos a Jesucristo, intimar con Él, compartir su amor, y seguirle en el camino que ha recorrido y que nos enseña a través de la Iglesia. Por eso dice a sus discípulos, inquietos por el necesario alimentos del cuerpo y sorprendidos de que Jesucristo no hubiera comido a causa de la conversación con la samaritana y no manifestara queja de hambre: “mi alimento es hacer la voluntad del que me envió, y llevar a término su obra” (Jn 4, 34).

La respuesta de Jesús a sus discípulos nos da a entender que la ayuda que necesitamos, que la fortaleza de ánimo que nos falta, que la energía espiritual y la esperanza que flaquea muchas veces en nosotros, se resuelven precisamente en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Esto es: no se trata de buscar ayudas previas que nos hagan sentir como posible, y nos ayuden a cumplir luego la voluntad del Señor, sino que todas esas ayudas se alcanza precisamente en el proceso del seguimiento del Señor. En verdad, llevar a término la voluntad de Dios es la mejor forma de estar unido a él, que es la fuente de cuanto necesitamos; y, por consiguiente, en esa cercanía encontramos la mejor forma de llenarnos del agua viva que él nos trae.

Queridos hermanos: revisemos en esta Cuaresma nuestra decisión de seguir al Señor, y nuestro deseo de vivir unidos a Él. La santa Madre Iglesia nos ofrece la palabra de Dios y la Eucaristía como el mejor alimento y la fuente de toda energía espiritual para que no desfallezcamos en el camino de la vida, y para que no nos turben las oscuridades de este mundo. Escuchemos, pues, con especial atención en la Cuaresma la palabra del Señor, y acerquémonos con fe y esperanza al Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, manjar de ángeles, y alimento nuestro, como peregrinos que orientamos nuestros pasos hacia el Señor, origen y fin de nuestra existencia, y fuente de sentido de nuestra vida.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº DE CUARESMA

Ciclo A
Día 17 de febrero de 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos:


1.- Nos hemos adentrado ya en la sagrada Cuaresma. La llamamos sagrada porque en ella nos preparamos a recibir, de un modo especial, la gracia de la redención al celebrar la Semana Santa.

Aunque esta Gracia llegó a nosotros inicialmente por el Sacramento del Bautismo y de la Confirmación, y luego hemos podido recuperarla y acrecentarla mediante la participación en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía respectivamente, se nos ofrece con indudable singularidad cuando participamos en la celebración anual de los Misterios del Señor, cuya memoria destacada hacemos en la Semana Santa. De ahí la importancia que tiene para el Cristiano unirse a la Comunidad eclesial para escuchar la palabra de Dios y vivir, unidos al Señor, los misterios salvíficos de su pasión, muerte y resurrección gloriosa. ¡Qué pena que muchos cristianos no lo entiendan así y permanezcan al margen de estas acciones sagradas, que nos devolvieron y nos devuelven la relación con Dios, perdida por el pecado de Adán y Eva! Puesto que fueron nuestros primeros padres, al participar de su naturaleza heredamos las consecuencias de su pecado.

En este tiempo de la sagrada Cuaresma, la santa Madre Iglesia, que es nuestra Maestra de vida, nos llama insistentemente a la conversión. Esta palabra, que nos resulta ya tan familiar, corre el peligro de reducirse casi a un tópico si no profundizamos en su rico significado.

2.-La primera de las lecturas de hoy nos enseña, mediante un precioso ejemplo de vida, cuales deben ser la actitud y la acción más importantes exigidas por la conversión.

Lo primero es entender que no hay conversión si no volvemos los ojos del alma a Dios nuestro Señor, procurando escucharle con mayor atención y seguirle con humilde y creciente fidelidad.
Importa mucho, pues, tener en cuenta esto, porque fácilmente podemos pensar que la conversión debe llevarnos a la coherencia; y que ésta es la ordenación de nuestra vida según los criterios propios, que entendemos acertados, porque derivan de nuestras ideas, tradiciones y costumbres. A veces llegamos a pensar que nuestros criterios está basados en el Evangelio, y no son sino caricaturas de la enseñanza de Jesucristo. Sin embargo, la experiencia puede sorprendernos, porque muchas veces nuestros criterios están mal orientados a causa de las influencias inconscientemente asumidas y que no derivan del Evangelio, o son simples conclusiones personales, posiblemente acomodadas a nuestros propias conveniencias. De este modo, no solamente seguimos sin avanzar en la escucha y seguimiento del Señor, sino que, sin darnos cuenta, podemos ir distanciándonos más de Él; con el agravante de pensar que estamos en el camino recto y en las actitudes y comportamientos correspondientes.

3.- La palabra de Dios nos habla hoy de la vocación de Abraham. Le pide que salga de su tierra y de su parentela y se ponga en camino hacia un lugar desconocido que Él le irá indicando. Abraham no tiene más garantías que la promesa de hacer de Él un gran pueblo. Pero tiene en contra, en primer lugar y a simple vista, el gran coste de poner en marcha a toda su familia, sus servidores y su ganado, sin saber para cuanto tiempo, ni en qué condiciones. Es cierto que un día el Señor concederá a Abraham milagrosamente un hijo. Pero también es cierto que le puso a prueba pidiéndole, un tiempo después, que se lo sacrificara. En segundo lugar, y con no menor importancia y dificultad de aceptación, está la promesa motivadora de que el Señor le iba a hacer padre de un pueblo inmensamente numeroso, cuando El y su esposa eran de muy avanzada edad y no tenían hijos hasta ese momento. Otra dura prueba, ciertamente.

4.- Pero la lección es muy clara. Volver la mirada a Dios y acercarse a El no es un rito protocolario que termina en un momento y que no tiene por qué afectar notablemente a la propia vida. Volverse hacia Dios para seguirle, acercándonos más a la experiencia de su intimidad, tanto en el dolor de la cruz como en la gloria de la trasfiguración, supone cambiar los puntos de referencia, generalmente pegados a nosotros mismos y a nuestra mirada egoísta y terrena, y poner nuestra referencia, nuestra confianza y toda nuestra alma en Dios. Esto es, amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, y al prójimo como a nosotros mismos y por Dios, que es el Padre común y que nos ha unido en íntima e imborrable fraternidad.

5.- La actitud y el comportamiento que nos pide la conversión, afecta desde nuestra mentalidad y forma de entender las cosas, hasta la conducta en todos los momentos privados y públicos de nuestra vida. Ello supone algo tan importante y claro como contrario a la mentalidad social que constituye la influencia más extendida de nuestra cultura en los tiempos que corren. Mentalidad que se hace presente de modo explícito en muchos casos, y diluida y apenas perceptible, pero siempre influyente, en otros. Se trata, nada más y nada menos que de asumir esa negación de sí mismo que supone el creer sin ver, el esperar sin constatar a corto plazo resultados gratificantes, y el ordenar la vida entera, con todos sus riesgos, poniendo la referencia en Dios y no en nuestros cálculos, ni en nuestros apetitos, ni en los valores convenidos desde intereses terrenos. Se trata, por tanto, de asumir una norma de vida que muchísimos consideran alienante, deshumanizadora, contraria a la naturaleza.

Por eso, como esta negación de sí mismo y esta referencia a la Verdad de Dios, objetiva y universal, pone en crisis la absoluta y pecaminosa autonomía del ser humano, y establece como preferente la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios que nos llama a obedecer a Dios antes que a los hombres ( cf.----), son muchos los que, desde diversas instancias de poder y de influencia cultural y educativa, pretenden reducir el cristianismo al ámbito de lo privado, e incorrecto y no permisible abiertamente en los asuntos públicos.

6.- Queridos hermanos: el Señor ya no nos llama a la conversión simplemente con mandatos incomprensibles, ni con promesas que parecen quedar en el aire. El Señor, a través de la Iglesia, nos ha hablado ofreciéndonos los frutos de la redención que sabemos ya consumada con la pasión, muerte y resurrección del Señor. Tenemos testigos fehacientes de ello.
Nuestra propia experiencia cuenta con el testimonio de muchísimos santos y mártires, cuya vida y cuya muerte no se explican sino por la fe profunda y por la confianza cierta que tuvieron en la verdad de la promesa divina de salvación.

Es cierto que abundan quienes pretenden afear el rostro de la Iglesia, sacramento de la presencia y de la acción redentora de Cristo. Pero también es cierto que no se sostiene una crítica sistemática a la Iglesia, por la que se difama sin escrúpulos y sin demasiada coherencia su Jerarquía y a sus enseñanzas morales, simplemente porque se oponen a sus estrategias puramente terrenas y arbitradas para buscar la propia satisfacción inmediata, material y sensible, especialmente de los más fuertes.

Es curioso que se defienda el cuidado extremo de los animales y de las plantas en fuerte campaña ecológica (que la Iglesia comparte y defiende porque la naturaleza es obra de Dios) y, al mimo tiempo y desde la mismas instancias, se consideren un derecho el aborto y la eutanasia.

Es contradictorio que se proclame la libertad de expresión y, al mismo tiempo, se pretenda reducir al absurdo criterios ajenos, ridiculizando y llevando a la aparente contradicción los razonamientos que los defienden, simplemente porque discrepan de los propios.

Es absurdo predicar política y culturalmente la tolerancia y querer someter con el poder, y no con la razón, a quienes no comparten las ideas y las conductas, ciertamente deficientes, de quienes se creen con poder para hacer callar a quienes piensan de forma distinta, como si fueran los lugartenientes d la nueva inquisición que tanto han criticado.

7.- Queridos hermanos: acerquémonos a la palabra de Dios que nos iluminará con la Verdad y no ayudará a discernir todas esta banalidades culturales e ideológicas con que nos invade el mundo de hoy. Oremos por cuantos necesitan la misma luz que nosotros pedimos, disponiéndonos a recibirla y seguirla como norte de nuestra necesaria conversión.

Que el Señor nos muestre la imagen de su gloria y de la paz que constituye la base de nuestra ansiada felicidad.

Que nos ayude a vivir intensamente la fuerza salvadora de sus Misterios, tanto en la Eucaristía que estamos celebrando, como en la conmemoración de los momentos cumbre de la redención que Jesucristo ganó para nosotros.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO 1º DE CUARESMA

Ciclo A,
10 de Febrero de 2008

Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas que celebráis hoy vuestro encuentro anual con motivo del día dedicado a la Vida Consagrada,

Queridos fieles cristianos seglares, que acudís a esta Celebración episcopal desde diferentes parroquias como signo de la unidad diocesana que da asentido a todas las demás comunidades cristianas:


En este primer domingo de Cuaresma, cuando somos convocados por el Señor a la conversión de actitudes y comportamientos, la Santa Madre Iglesia pone ante nosotros la primera página de la historia de la humanidad. En ella se nos manifiesta la tremenda contradicción entre la bondad amorosa de Dios y la vana pretensión del hombre que parece inspirada en la más radical ignorancia. En efecto: Dios crea al hombre exclusivamente por amor y lo convierte en el objeto preferente de todas sus atenciones; lo crea a su imagen y semejanza; lo constituye rey de la creación poniendo a su servicio toda la naturaleza; le dota de libertad para que tome decisiones sobre su vida y sobre su entorno; podía decidir incluso a favor o en contra de Dios su Padre y creador; le eleva al orden sobrenatural para que pueda mantener una relación fluida y permanente con su Dios y creador, que se le ofrece como verdadero amigo; le sitúa en el Jardín de Edén, signo del equilibrio entre todas las fuerzas de la naturaleza y entre todas las dimensiones y cualidades con que Dios había dotado al hombre y a la mujer en el acto de la creación. A cambio de todo ello le pide solamente la más elemental correspondencia que compete a la criatura ante el creador: amor y obediencia. Todo el mundo puede entender que, si todo lo había recibido del Señor, era lógico que viera en él a su dueño, en cuyas manos estaba conducirle hacia la plenitud, y ofrecerle el goce de la felicidad plena. El hombre, pues, debía permanecer vinculado a Dios.

Pues bien: el hombre, cegado por lo que ya a simple vista se adivina como imposible, llega a sospechar que puede igualarse a su Creador, y que en la independencia total y en su más radical autodeterminación, iba a encontrar sin más la plenitud y la felicidad por las que se sentía atraído.

Como era lógico, Adán y Eva se equivocaron; y llegaron a experimentar el sinsabor del pecado, significado en la expulsión del paraíso, y en la tragedia de una vida alejada de Dios. Al fin y al cabo, el hombre había roto los lazos que le unían a su Señor. En esas condiciones, el trabajo produce dolor y cansancio, la vida comienza con llanto y sufrimiento, las relaciones personales quedan al albur de las pasiones, el encuentro con Dios pierde el encanto del amor espontáneo y queda dificultado por la barrera del misterio. La vida del hombre, desde el momento en que Adán y Eva cometen el primer pecado, se desarrollará fuera del Jardín de Edén, en el desierto de una naturaleza adversa, con una permanente exigencia de esfuerzo en todos los aspectos de la vida, sumida en un mar de inseguridades que ocasionan miedo, desconfianza, duda, y cansancio.

Una vez más, la palabra de Dios nos presenta el pecado como la causa de la más profunda deshumanización del hombre. Por el pecado el hombre y la mujer pasan de ser los reyes de la creación, a ser criaturas expuestas a la esclavitud de sí mismos e incluso a ser víctimas de la naturaleza que debían regir. De la íntima y gozosa amistad con Dios, pasan a sentirse vigilados, juzgados y condenados por Él. La primera reacción de Adán y Eva, al sentirse llamados por Dios después del pecado, fue esconderse por vergüenza y por miedo. En verdad, el pecado cambia ante nosotros la imagen de Dios y nos lo hace sentir como juez implacable, sin consideración y sin amor. En cambio, si volvemos la mirada limpia hacia Él, habiéndonos librado del pecado, podemos reconocerle como nuestro Señor, con entrañas de misericordia y con una paciencia infinita, entregado por nosotros hasta ofrecer su misma vida como rescate redentor.

De todo ello, podemos concluir que el camino del hombre es el que nos lleva hacia Dios; y que el camino que nos distancia de Dios nos lleva hacia la desorientación, hacia el fracaso y hacia la infelicidad. Por eso es muy importante que reflexionemos, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, acerca de la realidad profunda de nuestra existencia, de nuestra identidad y de nuestra orientación fundamental.

Somos de Dios y en Dios está nuestra plenitud y felicidad. Somos amados de Dios, y lejos de Dios experimentamos el crudo sufrimiento de la más radical soledad que nada ni nadie puede llenar del todo y satisfactoriamente. Somos de Dios y acercándonos a Dios podemos experimentar el buen sabor de una vida fundada en el amor, sostenida por el amor, estimulada por el amor y disfrutada en la correspondencia generosa y agradecida al amor de Dios que envuelve nuestra existencia haciéndola posible y esperanzada. Es necesario, pues, que renovemos en lo profundo de nuestro corazón la voluntad de conversión a Dios, invocando su misericordia y suplicando con el salmo interleccional:”por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sal. 50). Esa es la tarea principal del cristiano en la Cuaresma.

Podríamos decir que la verdadera conversión es imposible desde el desconocimiento de Dios, porque faltaría el estímulo fundamental que nace de la conciencia de que somos de Dios, de que a Dios hemos sido orientados desde la creación, y de que en el acercamiento a Dios no hay contradicción, ni recorte de nuestra dignidad y libertad, ni enajenación alguna; por el contrario, en poniendo nuestra plena confianza en Dios logramos el equilibrio personal, la serena felicidad interior, la esperanza bien fundada, la fuente de toda fuerza, y el apoyo para nuestra fidelidad.

Desde esta consideración ya podemos entender el Santo Evangelio que nos habla de las tentaciones, de su inevitable inserción en nuestra vida, y de la forma de vencerlas con algo más que con un simple esfuerzo de la voluntad. La tentación se vence cuando creemos verdaderamente que el diablo miente sobre lo que promete, que promete al margen de Dios, y que destruye el sentido de la vida que está en nuestra esencial relación con el Señor de quien venimos y hacia el que vamos. Como dice S. Pablo, “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (----).

El signo más elocuente del retorno a Dios, de la conversión, está precisamente en la consagración de la propia vida exclusivamente a Dios. Consagración que se nos ofrece de muy diversas formas, según la vocación de Dios a cada uno.

Por eso nuestra vida cristiana nace con el Bautismo. Por este sacramento toda nuestra existencia se vincula al Señor configurándonos con Él en su muerte y resurrección, que es la expresión máxima de la consagración de Cristo al Padre.

Por eso también, la unión del hombre con la mujer en el amor, que significa la unión de Cristo con su Iglesia en orden a la transmisión de la vida, se abre sacramentalmente a la voluntad del Señor para la formación y educación de la prole en la fe y en la fidelidad.

Por eso, el Sacramento del Orden consagra al sacerdote para la plena dedicación a Dios en el ministerio sagrado, como pastor que obrará en la persona de Cristo cabeza de la Iglesia.
Por eso, sintiéndose llamados a una especial consagración en medio del mundo para el servicio a Dios en la persona de los más débiles y necesitados, muchos hombres y mujeres prometen al Señor vivir en castidad, pobreza y obediencia, como testigos vivos de los consejos evangélicos, enriqueciendo a la Iglesia con signos de santidad.

En este día del Señor, al celebrar la máxima consagración de Jesucristo al Padre en el sacrificio de la Cruz, hecho sacramento en la Eucaristía, queremos unirnos en un himno de gratitud a Dios porque ha derramado la gracia de la vocación a la Vida Consagrada en tantos hijos suyos que adornan con su virtud y apoyan con su entrega esta porción del pueblo de Dios que es nuestra Archidiócesis. Ese es el motivo por el que nos hemos congregado en la Santa Iglesia Catedral Metropolitana sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares consagrados con sus votos, uniéndonos en la oración de acción de gracias porque el Señor ha obrado maravillas entre nosotros. Nos hemos unido también pidiendo ayuda al Todopoderoso para que bendiga a cuantos desean seguirle y servirle por el camino de la especial consagración. Y nos uniremos, también, suplicando al Señor que derrame abundantemente la gracia de la vocación a la Vida Consagrada en todas las formas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia. Necesitamos que esta riqueza se mantenga pujante en la Iglesia y, muy concretamente en nuestra Archidiócesis, la presencia y acción de las personas Consagradas. Por su tan oportuna y valiosa colaboración a través delos tiempos y ahora en nuestros días, yo, como Pastor de esta Iglesia particular, les doy las gracias en nombre del Pueblo de Dios que me ha correspondido servir.

Pidamos al Señor que bendiga todos los esfuerzos cuaresmales por acercarnos más a Él, cada uno desde su singular vocación.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN EL MIÉRCOLES DE CENIZA

HOMILÍA EN EL MIÉRCOLES DE CENIZA
ACTO PENITENCIAL EN LA CATEDRAL DE BADAJOZ
Día 6 de febrero de 2008


Comenzamos hoy el tiempo litúrgico de la Cuaresma. Durante cinco semanas la Iglesia nos convoca a la conversión personal e institucional. Con palabras del Señor a través del profeta Joel nos dice: “Convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso” (Joel, 2, 13).

El camino hacia el bien es camino hacia Dios. Por tanto, el camino del mal nos distancia del Señor. Las obras buenas nos llevan a la plenitud humana y sobrenatural según el plan de Dios que nos ha creado. Y las obras malas, aquellas que se oponen a la voluntad divina, retardan nuestro verdadero crecimiento porque son divergentes del plan divino. En consecuencia, las obras malas pueden incluso destruirnos interiormente. Por eso podemos decir que en la medida en que el hombre se aparta de Dios termina siendo menos humano, se deshumaniza. Cualquier deseo conversión cristiana requiere, pues, la conciencia de haber pecado, de haberse apartado libremente de Dios. Es a Él a quien ofendemos con las malas actitudes y comportamientos, con los pecados e infidelidades.

Cada uno debemos asumir la propia responsabilidad en nuestro pecado, y en los defectos de las instituciones cuyo desarrollo depende, al menos en parte, de nuestras actitudes y comportamientos personales. ¡Cuántas deficiencias afean el rostro de la Iglesia ante los ojos de los extraños, condicionando la comprensión al mirarla! Y esas deficiencias no están causadas por la Iglesia, que es santa porque Cristo, su cabeza es santo, es Dios; y el Espíritu que la asiste y la anima es también santo. Las acusaciones a la Iglesia son debidas, muchas veces, a los pecados de los cristianos; otras veces esas acusaciones se deben, también, a los pecados de quienes la miran, porque sus ojos están nublados por prejuicios o por sus propios intereses.

Sólo a partir del reconocimiento de los propios pecados, errores y deficiencias podemos emprender el camino recto corrigiendo las desviaciones constatadas.

El camino de la conversión incluye, necesariamente y de modo inseparable, un sincero arrepentimiento, la firme decisión de poner cuanto esté de nuestra parte para corregirnos y mejorar, y el recurso al Señor, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, para que nos ayude con su Gracia y podamos llegar donde nuestras fuerzas no alcanzan.

Asumir debidamente nuestras deficiencias y pecados requiere un previo examen de actitudes y de comportamientos. Pero, dada la limitación que nos caracteriza, es muy posible que, en ese proceso de revisión, sucumbamos a la debilidad de nuestra inteligencia, insuficiente para conocer toda la riqueza de los caminos que conducen a la verdad y al bien, a la justicia y al desarrollo
íntegro, y a la vivencia de la fraternidad humana fundada en el amor de Dios.

La sincera voluntad de conversión no puede limitarse a ordenar nuestra vida y a regir las instituciones exclusivamente desde el modo propio de ver y entender las cosas. Nuestra idea de la verdad no siempre coincide con la Verdad. Por ello, actuar de esta forma, eminentemente subjetiva o simplemente convenida, es la causa de un progresivo deterioro del auténtico humanismo y de la sociedad. Esta forma de pensar y de actuar ha ido reduciendo la referencia a Dios en la búsqueda de la verdad y del bien, y ha dado lugar a un estéril subjetivismo incapaz de sacar al hombre de sus oscuridades y de ofrecer a la sociedad unos horizontes suficientemente amplios como para sembrar esperanza. Así nos lo manifiesta la propia experiencia al contemplar tantos errores que se proclaman como progreso, y que llevan a la degradación del matrimonio, de la familia y de otros ámbitos y momentos de la vida de las personas.

La conversión cristiana debe ir precedida por una clara decisión de elevar nuestros ojos al Señor, y de abrir los oídos y el corazón a su palabra, para avanzar en el conocimiento de la verdad. El Señor mismo es la Verdad. Nadie, ni nada fuera de la Verdad de Dios, puede orientarnos acertadamente. La verdad de Dios es la fuente de toda sabiduría y la luz que ilumina nuestra capacidad de entender con rectitud el sentido y la orientación de las personas y de las instituciones.

Para que nuestro propio examen de actitudes y de comportamientos, que es el requisito primero de toda conversión, no reduzca el horizonte de los buenos propósitos, ni limite la buena ordenación de nuestro pasos, será necesario considerar nuestro nivel de formación cristiana, y procurar su desarrollo armónico por todos los medios a nuestro alcance. Esa formación ha de llegarnos mediante el conocimiento de la doctrina de la Iglesia, y mediante el acercamiento personal al Dios por la oración y por la práctica de los sacramentos. Por eso, la Cuaresma debe ser tenida como tiempo de especial formación cristiana; como el tiempo del catecumenado, de la catequesis, por excelencia; como el tiempo para contrastar las propias ideas y convicciones con las que propone el santo Evangelio transmitido por la santa Madre Iglesia que es nuestra Maestra en la fe y en la conducta, porque así lo quiso el Señor. No caigamos en el error tan frecuente y constatado en los medios de comunicación y que consiste en referirse a los Evangelios y a Jesucristo atribuyéndoles enseñanzas que nunca nos ofrecieron, o mutilando sus verdaderas enseñanzas para acomodarlas a los propios intereses ideológicos o de cualquier orden.

Si aceptamos todo lo precedente, entenderemos que la cuaresma es un tiempo de renovación profunda, y que nos orienta hacia un cambio de mentalidad, y no solo de comportamientos. Pero, al mismo tiempo, entenderemos que constituye una preciosa oportunidad para la purificación y superación global e íntegra de la persona; y el inicio o fortalecimiento de las acciones ordenadas a la renovación del mundo concreto en que vivimos; que buena falta le hace.

La Cuaresma, que precede y prepara la celebración de la semana grande de los cristianos, de la Semana Santa, no es independiente de lo que celebramos en el Triduo Sacro, sino que recibe su sentido precisamente de la celebración de los Misterios cumbre del Señor: su pasión, muerte y resurrección. Por tanto, la Cuaresma, capacitándonos para ordenar toda nuestra vida según Dios, nos ha de preparar también para valorar debidamente la celebración de esos Misterios y para tomar en serio la participación consciente y activa en ellos.

La Cuaresma es el tiempo durante el cual debemos preparar nuestras actitudes para la celebración litúrgica de la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, que se hizo hombre para salvarnos. El recto aprovechamiento de la Cuaresma nos abrirá el ánimo y nos estimulará la devoción para participar con interés y profunda religiosidad en las celebraciones litúrgicas del Jueves, Viernes y Sábado santo. De lo contrario podríamos caer en la paradoja de estar esperando la Semana santa para otras dedicaciones, que por muy piadosas que fueren, no pueden suplir lo principal que es lo que se celebra en el Templo. Quien se conformara con la simple participación en las procesiones, que se desarrollan legítimamente en esos días y que son un rico signo y una expresión popular de lo que ocurre en las acciones sagradas del Templo, caería en ese lamentable error de quedarse ensimismado contemplando el dedo que apunta a la luna, sin mirar en su dirección para disfrutar del precioso espectáculo que ofrece el satélite. Quien así actuara, cometería el sinsentido de perder el encuentro personal con el padre o con la madre por entretenerse en la contemplación de una simple fotografía, o escuchando el simple relato de sus rasgos personales.

Gran tarea y digno cometido el de la Cuaresma. Debe ser un tiempo de escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios; un tiempo de aprendizaje de la doctrina de la Iglesia; un tiempo para adentrarse en la experiencia de Dios; un tiempo de reflexión personal acompañada, también si es posible, por el diálogo sereno y bien orientado en que podamos encontrar el estímulo de las buenas experiencias ajenas, y el apoyo de buenos compañeros de camino; un tiempo en que la reflexión, la oración, el diálogo y la participación en los sacramentos nos permitan profundizar en nuestra identidad, en nuestra vocación y en el ministerio que el Señor nos ha encomendado dentro y fuera de la Iglesia.

La Cuaresma es un tiempo especialmente propicio para la meditación, para el retiro, para la práctica de los ejercicios espirituales de diverso estilo y duración; y debe aprovecharse dando cabida a estas actividades tan necesarias en estos tiempos dominados por la velocidad y el activismo.

Por todo ello, la Cuaresma puede y debe ser una puerta que nos abra el corazón, simultáneamente, a la fidelidad a Dios, y a la esperanza en nuestra salvación y en la renovación del mundo. Y, sobre todo, la Cuaresma ha de ser una oportunidad bien aprovechada para la revitalización de nuestras comunidades cristianas especialmente presentes en las parroquias.

De la Cuaresma pueden y deben salir fortalecidas nuestra personalidad cristiana, la consistencia eclesial de las Parroquias, la renovación de las familias, el espíritu de colaboración en la vida de la Iglesia, el compromiso con la nueva evangelización, la reordenación de las Asociaciones eclesiales, la potenciación de los movimientos apostólicos, y la purificación de las estructuras que sirven de instrumento y apoyo al ejercicio de la pastoral y del apostolado. La Cuaresma ha de ayudarnos a entender y a vivir la Comunión eclesial y el amor incondicional y profundo a la Iglesia que es nuestra Madre y Maestra.

Pidamos al Señor alcanzar cuanto nos propone y ofrece en la Cuaresma, y cumplir cuanto nos pide para participar en la celebración de la Semana santa con auténtico espíritu cristiano.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL IIIº ENCUENTRO ANUAL DE COFRADÍAS 27 Enero 08

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, miembros de las Juntas directivas de las Hermandades y Cofradías de nuestra Archidiócesis:

Parece que estamos celebrando todavía las fiestas entrañables de la Navidad. La lectura del Profeta Isaías nos recuerda el anuncio del Mesías, que escuchábamos en Adviento. Decía entonces y nos dice hoy: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brillo” (Is. 9,1).

Para quienes vivimos en los tiempos actuales esta profecía ya se ha cumplido. Cristo ya nació, predicó por los caminos de Galilea, nos dejó muestras de su divinidad, se presentó diciendo: “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrán la luz de la vida” (Jn. 8, 12); y se entregó en sacrificio propiciatorio al Padre por nuestros pecados; por su muerte y resurrección hemos sido salvados. Y esto es lo que celebramos cada vez en la Santa Misa.

Gracias a la luz de Cristo, que nos llega por su palabra y por los sacramentos, podemos entendernos y conducirnos en medio de este mundo en el que abundan las confusiones, las llamadas más diferentes y los criterios muchas veces contrarios entre si.
Por otra parte, destaca en nuestra sociedad un laicismo militante; se extienden el materialismo y el hedonismo unidos a un relativismo desbordado, y diversos intereses ideológicos procuran sembrar el descrédito eclesial dando la espalda a Dios y tergiversando las acciones y palabras de la Iglesia y de su Jerarquía. En este clima es muy fácil dejarse llevar por criterios paganos que están muy distantes la enseñanza de Jesucristo, que ha dicho de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). En consecuencia, hay cristianos que arrastrados por el ambiente, y deficientes en su formación van reduciendo sus normas de conducta casi exclusivamente al sentido común; y, con el paso del tiempo, terminan concediendo espacio a los criterios más extendidos en la sociedad, al tan manido consenso social, y a los comportamientos más próximos a las propias conveniencias. El Evangelio, como norma de vida va quedando cada vez más olvidado.

Quienes se comportan de este modo, terminan exigiendo a la Iglesia que asuma como propios los falsos valores y las equivocadas normas de conducta que obedecen a intereses paganos de muy diversa índole. Por este camino se pretende que lo que ayer era pecado, sea permitido hoy; y que las normas eclesiales que corresponden a la identidad cristiana, como la Misa dominical, la práctica de la Confesión, la oración personal, la indisolubilidad del matrimonio, el respeto a la vida desde su concepción hasta la muerte natural, etc. no tengan vigencia ya en esta sociedad moderna, o queden reducidas al ámbito de lo subjetivo, arbitrario, propio de la vida privada, en la que cada uno –se dice- puede hacer lo que quiera.

Ya veis, mis queridos hermanos, cómo, casi sin darnos cuenta, y convencidos de que pensamos y obramos bien, podemos ir desterrando a Dios de nuestra.
Ningún cristiano se atrevería a decir que desprecia a Dios, que se cree más inteligente y sabio que Él, y que, si Dios no se amolda a nosotros, lleva las de perder. Esto sonaría a blasfemia. Pero, como tristemente nos escandalizan más las palabras que los hechos, en la práctica, las cosas cambian. En lugar de obedecer nosotros a Dios, que nos ha creado, que sabe mejor que nadie lo que nos conviene, que ha dado su vida para que nosotros podamos vivir en libertad de espíritu, con paz interior y abiertos a la felicidad que tanto anhelamos, muchas veces queremos constituirnos en punto de referencia exclusivo para definir el bien y el mal. Así se engaña mucha gente haciendo una religión o un cristianismo a la propia medida. De este modo, lo que parecía blasfemia, como es el querer suplantar a Dios, se convierte en práctica casi sin danos cuenta.
Por este camino, queridos cofrades, poco a poco, las manifestaciones religiosas van tomando, para muchos, el cariz de meras expresiones culturales, o van quedando en prácticas, más o menos espectaculares, cuyo lucimiento exterior se cuida con esmero a fuerza de muchos sacrificios y no sin cierta competitividad entre Cofradías. Y la actitud interior, sin dejar de llamarla fe, se queda en una simple afectividad religiosa, fundada en tradiciones familiares o populares, pero muy escasa en verdadero espíritu religioso y en auténtico sentido cristiano.

Esta no es la realidad única de la vida y del testimonio de los cristianos. Gracias a Dios, el Espíritu de la Verdad obra en los corazones que se abren sincera y generosamente a la palabra y a la gracia del Señor. Claro testimonio de ello son los innumerables santos y mártires de todos los tiempos, y la cantidad de personas que, cerca de nosotros, son muestra perceptible de su fidelidad a Dios.

Sin embargo, el peligro que venimos apuntando no está demasiado lejos de nosotros y, por tanto podemos afirmar que se da, también, en las filas cofrades.

Vosotros, que lleváis sobre vuestros hombros la responsabilidad de encauzar la vida de las Cofradías y Hermandades, de acuerdo con las lógicas exigencias de los Estatutos previamente aceptados, sabéis muy bien cuánto cuesta que vuestros compañeros tomen en serio la vida cristiana, su propia formación, la santificación del Día del señor, la asistencia a los actos de culto propios de la Cofradía, etc. Si todos los cofrades fueran a Misa los Domingos, si participaran en los sacramentos, si dedicaran un tiempo a la oración, como corresponde por principio, se notaría mucho en la Iglesia y en la sociedad. Y, si todos los cofrades tomaran en serio su formación cristiana, que es una de las grandes necesidades actuales en la Iglesia, y una de mis mayores preocupaciones, la vida familiar cambiaría y la educación de los hijos no correría tantos riesgos en detrimento de su presente y de su futuro.

Actualmente hay una considerable dejación de la responsabilidad educativa en los diferentes ámbitos y dimensiones de la persona. A esta dejación se ha ido sucumbiendo cada vez más tanto en la familia como en las diversas instancias. Se percibe una gran sensación de impotencia ante las dificultades que ciertamente conlleva la educación. Algunos, incluso piensan que determinadas exigencias educativas no son convenientes porque pueden resultar represivas u obedientes a sistemas antiguos ya superados. Con ello, lógicamente, van cambiando las formas de convivencia y crecen tanto la falta de respeto como la agresividad, como una cierta anarquía a la que nadie se considera capaz de poner freno ni en su propia casa. Y así aumenta cada día el descontento de uso y de otros; porque tampoco los jóvenes están contentos con su propia situación.

La solución del problema educativo no se resuelve, ni en lo familiar, ni en lo académico, ni en la vida cristiana bajando el listón, o reduciendo las exigencias. Con ello lo único que se consigue es la progresiva degradación de la persona y de la vida familiar, eclesial y social.


El Profeta Isaías nos advierte hoy que el camino del Señor, capaz de superar todas las deficiencias y desórdenes a que hemos aludido, es motivo de verdadera alegría: “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo” (Is. 9, 2).

Nuestra responsabilidad hoy ha de llevarnos a pedir al Señor la luz suficiente para descubrir la verdad de nuestra vida, y la necesidad que tenemos de Dios, hasta profesar, con verdadero convencimiento de fe, lo que hemos repetido en el salmo interleccional: “El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal. 26, 1). Con la ayuda de Dios, se vence el miedo y se superan las dificultades. Por eso dice el salmista a continuación: ¿A quién temeré? El Señor es la defensa d mi vida, ¿quién me hará temblar? (Sal. 26)

Si, de verdad, creyéramos esto, nuestra vida mejoraría, nuestras Cofradías y Hermandades cambiarían notablemente, y contribuiríamos a la construcción de un mundo mejor. Pero esa ayuda de Dios hay que pedirla con mucha constancia y por los caminos adecuados. No basta con pedir al Señor que las cosas sean de otro modo. Es necesario plantearse, al mismo tiempo, qué debemos poner de nuestra parte para que el Señor haga realidad entre nosotros y a través nuestro aquello que pedimos.

Hoy, más que en otros tiempos, necesitamos cristianos convencidos, capaces de asumir la responsabilidad que deriva de la fe, y dispuestos a plantearse no sólo el camino a seguir, sino las exigencias apostólicas para cuyo desarrollo nos ha preparado el Señor, y que han de llevarnos a ayudar a los hermanos a vivir cristianamente. Si no, para qué las Cofradías que significan confraternidad cristiana?

Queridos Cofrades: yo sé que me entendéis y que compartís estos problemas; entre otras razones porque los estáis sufriendo en carne propia. Pero no está de más que yo insista en ello, siquiera para manifestaros que sentimos idénticas preocupaciones. Quiero manifestaros que estoy con vosotros en la ardua tarea de recuperar el camino perdido o la distancia que nos queda por recorrer para hacer de las Cofradías y Hermandades verdaderas asociaciones cristianas. La Iglesia espera de vuestras asociaciones que contribuyan perceptiblemente a la construcción de un mundo mejor, haciendo brillar la verdad sin miedos, ni conformismos.

Es absolutamente necesario que insistamos en que la tarea que nos corresponde en la Iglesia y en el mundo es importantísima, urgente y posible. De lo contrario contribuiremos a la paganización del mundo, y nos perderemos quejándonos de lo mal que está el mundo y de la poca fe que se percibe en las generaciones más jóvenes. Pero para ello, es prioritaria la purificación de las Cofradías y Hermandades.

No os preocupe el aparente prestigio que deriva de la abundancia de miembros. La cantidad sin calidad constituye un escándalo mayor; sobre todo en estos tiempos en que todo está sometido a la observación y a la crítica.

Tenemos que avanzar muchísimo en el rigor y en la autenticidad, bajo peligro de que las Cofradías y Hermandades queden reducidas a simples recuerdos de un pasado, y no presenten más valor que el de promover manifestaciones piadosas de interés turístico, porque llevan consigo elementos estéticos y espectaculares.

Queridos cofrades: de acuerdo con la enseñanza que hoy hemos recibido de la palabra de Dios, es urgente que nos preguntemos si Dios es verdaderamente la luz que orienta nuestra vida; o si nos guiamos por simples candiles que no pueden alumbrar lo suficiente para que acertemos en nuestros pasos.


Hace falta luz en nuestra sociedad para romper la oscuridad que lleva a confundir los auténticos valores y los derechos fundamentales con propuestas ideológicas y con imposiciones legislativas. Los derechos fundamentales están enraizados en la naturaleza misma de las personas. El derecho natural es anterior a todas las leyes, porque lo grabó Dios en nuestros corazones al crearnos, y defiende la dignidad original a inalienable de la persona humana, verdadera imagen y semejanza de Dios.

Queridos hermanos todos: formémonos en la palabra de Dios que es luz e ilumina a cuantos la conocen. Agradezcámosle que nos haya elegido para ser apóstoles en un mundo difícil. Esto indica que confía en nosotros. Él sabe las cualidades y recursos con que nos ha dotado. Y dispongámonos a asumir nuestra propia responsabilidad en la Iglesia y en el mundo.

Pidamos al Señor su gracia al acercarnos a la Eucaristía, sacrificio y sacramento de la redención y fuente de toda vida cristiana.

La santísima Virgen María, medianera de todas las gracias, interceda por nosotros ante su Hijo y nos alcance cuanto necesitamos.


QUE ASÍ SEA.