DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA 2011

Comenzamos el tiempo de Cuaresma. La Santa Madre Iglesia nos ha recordado el sentido y la finalidad de estos días preparatorios a la Semana Santa, que es la Semana Mayor de los cristianos. En esa semana grande celebraremos los Misterios de nuestra Redención: la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Al recibir la ceniza, como signo de nuestra pequeñez, de nuestra contingencia y de nuestras debilidades, la Iglesia, que además de Madre es Maestra, nos ha dicho: “Convertíos y creed en el Evangelio” .

Dispuestos a prestar atención a la llamada cuaresmal de la santa Madre Iglesia, podemos preguntarnos: ¿En qué debe centrarse lo esencial de esa conversión para avanzar por el camino de la fidelidad a Dios ?

Pretendiendo adentrarnos en el sentido genuino de la palabra “conversión”, se nos dice frecuentemente que debe consistir en un cambio de mentalidad. Pero, ¿en qué consiste dicho cambio? En verdad, ha de ser un cambio profundo que ponga en juego nuestra forma de ver y de entender la realidad. De ello dependerá la idea y el proyecto que tengamos sobre nuestra propia identidad, y la calidad de nuestras actitudes y comportamientos. De ello dependerá que aceptemos o no la vocación concreta del Señor para que orientemos nuestra vida en una dirección u otra. De ello dependerá, también, el modo como entendamos, valoremos y tratemos a las personas, a los bienes que el Señor pone en nuestras manos, y a la misma naturaleza que Dios dispuso como el escenario de nuestra vida sobre la tierra.

La guía de nuestra conversión ha de ser la palabra de Dios cuya plenitud es Jesucristo, Palabra viva de Dios, de quien dice S. Juan: “En el principio era la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios” (Jn. 1, 1).

Jesucristo mismo se nos ha revelado como el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn. 14, 6) para nuestra existencia ordenada a la salvación en la plenitud que es la santidad. Por eso dijo el Señor que el verdaderamente bienaventurado es quien escucha la palabra de Dios y la cumple.

Hoy la palabra de Dios proclamada por la Iglesia en la sagrada Liturgia que estamos celebrando, nos enseña que nuestra vida es puro regalo de Dios; Él nos creó de la nada y nos dio la vida para que fuésemos capaces de conocer y decidir sobre nosotros mismos y sobre todo lo que Él puso a nuestra disposición. Nuestra conversión ha de incluir, pues, esta pregunta: ¿Damos gracias a Dios por la vida que disfrutamos, o nos limitamos a quejarnos ante Él cuando atravesamos circunstancias adversas? ¿Tratamos de que nuestra existencia sea un canto al Creador? ¿O dejamos a un lado a Quien nos dio la vida, y nos volcamos egoístamente sobre aquello que nos promete satisfacciones inmediatas, aunque sean contrarias a la enseñanza y a la voluntad del creador y Señor nuestro? Esta es la tragedia humana ya desde los albores de la humanidad. Adán y Eva dieron la espalda a Dios de quien lo habían recibido todo, y siguieron la tentación diabólica que les presentaba el atractivo inmediato de lo apetecible?

La palabra de Dios, en la primera lectura que hemos escuchado, nos dice claramente que el hombre, creado inteligente, puesto que era imagen y semejanza de Dios, recordaba la advertencia divina que les prevenía ante el peligro de perder la vida feliz de que disfrutaban. Sin embargo, atraídos por la imagen agradable del árbol, que ofrecía un fruto apetitoso, comieron. La consecuencia no se hizo esperar: se avergonzaron de sí mismos, perdieron la amistad con Dios, e iniciaron su vida errática. El trabajo se les hizo doloroso, la vida insegura y acechada por la enfermedad y la muerte, el egoísmo hizo mella en su vida y, en consecuencia, la relación con el prójimo comenzó a resultarles problemática, según nos enseña el pasaje referido a Caín y Abel.

Me parece muy importante que pensemos en nuestros planteamientos ante la vocación recibida de Dios. Muchas veces creemos que la condición válida para entender que Dios nos llama a esta o aquella forma de vida está en imaginarnos o sentirnos felices, a gusto y “realizados” en ello. Gran error éste. El modelo de la fidelidad a la vocación divina es Jesucristo. Él no consideró su felicidad sensible o su personal realización desde perspectivas exclusivamente personales. Todo lo contrario. Nos dice la Sagrada Escritura que Cristo, por cumplir la voluntad del Padre, que era nuestra salvación, “no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp. 2, 6-7). Como la más clarificadora demostración de que la vocación de Dios no siempre coincide con lo que imaginamos como mejor para nosotros, Jesucristo se vio en verdaderos aprietos y tuvo que clamar al Padre con sudores de sangre: “Si es posible, pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mc. 14, 36)

La clave de interpretación de nuestra vocación no puede ser nuestra imaginación, ni los planes que hemos concebido honestamente contando con nuestras previsiones. La clave de interpretación de la llamada de Dios, que ha de configurar nuestra vida, debe ser la fe en que Dios nos sugiere lo mejor para nosotros mismos y para la salvación del mundo. Y, como ayuda para aceptar esa supuesta vocación, habrá que seguir un proceso de discernimiento debidamente garantizado con la ayuda de quienes pueden acercarnos a Dios en la verdad y no en las apariencias.

Lo más importante y lo más grave y problemático en el caso de nuestros primeros padres Adán y Eva, fue, y sigue siendo entre nosotros, que el dejarse guiar por los propios apetitos, por lo que imaginaban que sería la propia felicidad, más que por el amor de Dios que preside siempre el discernimiento de lo que debemos hacer y de lo que debemos evitar. Ese error sigue siendo el origen de la tragedia actual del hombre. Y el motivo permanece siendo el mismo. Por la palabra falaz del diablo, que se constituye en aliada traicionera del hombre porque se expresa mediante la imaginación, mediante las tendencias espontáneas y mediante las inmediateces que nos atan a la tierra, el hombre de hoy sigue bajo el error de creer que la palabra de Dios que nos llama, puede ser enemiga de nuestra libertad y de elección libre de nuestra propia realización personal. Algunos llegan a pensar que la vocación divina se opone a nuestra legítima grandeza, al progreso y a la modernidad que parece ser, para muchos, la garantía de la auténtica realización.

La historia de la torpeza humana tiene su origen antiquísimo en esta misma reflexión diabólica narrada en el libro del Génesis: “Sabe Dios que cuando comáis del árbol se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gn 3, 5). ¿No es esta tentación el preámbulo del pecado que niega a Dios como el origen y la referencia de la Verdad y del Bien? ¿No percibimos que esta tentación es el origen del relativismo laicista y del subjetivismo enorgullecido que no admite más referencia que la propia visión de las cosas, inestable, variante y sometida a instintos, turbios intereses, egoísmos inconfesados y torpezas sin cuento?

Nuestra conversión ha de comenzar por el reconocimiento de este pecado, en la medida en que participamos de él. Por eso, en el primer Domingo de Cuaresma, la santa Madre Iglesia nos invita a elevar a Dios nuestra oración llena de arrepentimiento, diciéndole con el corazón arrepentido: “Misericordia, Señor, hemos pecado” … “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal. 50).

Pero la conversión resultaría ampliamente difícil si no tuviéramos delante el aliciente de nuestra salvación, como promesa del Señor nuestro redentor. Por eso, la misma Iglesia que nos invita a la conversión, nos dice hoy por medio de san Pablo: “Si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos” (Rom. 5, 15).

El Evangelio nos pone ante la realidad profunda de la criatura humana. Jesucristo, que se hizo en todo semejante al hombre menos en el pecado, fue tentado también por el diablo. Con ello nos enseña que la tentación no es mala en sí misma, aunque pueda ser fuente del mal en nosotros. Por eso Jesucristo nos enseña a vencerla para distinguir la tentación y la caída en ella que es el pecado.

En este primer Domingo de Cuaresma hagamos el propósito de acercarnos a la palabra de Dios y de escucharla con reverencia, haciendo oración al Señor que es nuestro valedor, para que nos conceda la Gracia del Espíritu Santo de modo que seamos fuertes en la tribulación y esperanzados en la lucha; y así alcancemos el don de la vida.

Vosotros, queridos jóvenes seminaristas aspirantes al Sacerdocio, vais a recibir el ministerio de Lectores y de Acólitos para servir a Dios en la proclamación de su palabra y en el servicio a la Eucaristía. ¡Qué cerca está vuestro ministerio, queridos próximos lectores y acólitos, de las manifestaciones de Dios respecto de vosotros mismos, de vuestra vocación y de la vocación y vida de los fieles a quienes vais a ofrecer el servicio sagrado. Preparándoos al Sacerdocio, entended bien lo que os he invitado a reflexionar acerca de la vocación de Dios. Miradla siempre como servicio a Él y no como complacencia propia.

Las Eucaristía, alimento de salvación, es el pan del caminante en el que el Señor se nos da para que seamos capaces de darnos a Él que es nuestra salvación. Dispongámonos todos a participar en ella con ánimo de fidelidad plena a lo que Dios quiera de nosotros en cada momento.



QUE ASÍ SEA

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