HOMILÍA DEL DOMINGO II DE CUARESMA 2011

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la vida consagrada,

Queridos hermanos y hermanas seglares:

La meta de toda conversión cristiana está en el encuentro con Jesucristo. Sólo en ese encuentro se descubre el verdadero sentido y valor de la conversión. Pero esto puede suponer para muchos, como un círculo vicioso, pensando que para encontrar el verdadero sentido de la conversión hay que encontrarse con Jesucristo, cuando este encuentro es la meta de su conversión.

No es tal círculo vicioso. Lo que ocurre es que toda acción humana que tiende a la propia superación requiere un esfuerzo cuyo núcleo está en aceptar el riesgo de confiar en una promesa fiable, o en aceptar el testimonio de quien recorrió antes el camino. Ambas actitudes, como aceptación de que la conversión nos lleva al encuentro con Dios, están a nuestro alcance. Por una parte, como promesa que estimula nuestra voluntad de conversión, suenan a nuestros oídos las palabras de Jesucristo que nos dice: “Si alguien está agobiado, que venga a mí, porque mi yugo es llevadero y mi carga es ligera” (Mt. 11, 28). El Señor nos invita a encontrarnos personal y vivamente con Él. Para ello nos promete que, en este encuentro con él, al que nos lleva la conversión al menos inicial, hallaremos la paz.

Esa conversión inicial, y el encuentro inicial con el Señor que estimula nuestro compromiso de coinvertirnos progresivamente a Él es verdadera conversión, aunque no haya conseguido toda su madurez y plenitud. Y se puede alcanzar con la práctica del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía, y ensayando momentos de oración en los que escuchemos a Dios que habla a nuestra conciencia, y le pidamos la gracia de la permanente y completa conversión a Él y del encuentro en su intimidad..

Para acercarnos a Jesucristo en el sacramento de la Penitencia basta con hacer un esfuerzo de sinceridad analizando nuestras actitudes, los motivos por los que actuamos en nuestra vida, y el nivel de nuestra voluntad, sincera o simplemente mediocre, de acercarnos a Dios por los caminos que Él mismo nos indica. Todo ello deberemos hacerlo con sincero arrepentimiento y creyendo en verdad que Dios nos escucha y nos perdona si hay propósito de enmienda. La práctica del sacramento de la Penitencia ya indica una clara voluntad de conversión y, por tanto, la voluntad de encontrarnos con el Señor. La progresiva conversión, mediante el examen de sí mismo a la luz de la palabra de Dios y mediante el arrepentimiento, recibiendo el perdón del Señor, nos pone en situación de progresiva intimidad con Dios. Y en ese acercamiento sucesivo y constante iremos encontrando el motivo de una cada vez más sincera y radical conversión a Dios y, por tanto, nos iremos acercando más al Señor gozando cada vez de mayor intimidad y de mayor aprecio y decisión de convertirnos a Él.

Lo mismo puede ocurrir con el acercamiento a Dios mediante la oración. En ella podemos gustar el gozo de la amistad con Dios; y ésta experiencia puede estimular nuestra conversión interior y nuestra reforma de actitudes y comportamientos según la voluntad del Señor con quien hemos conversado.

Todo ello puede ser experiencia propia, también y sobre todo en la Eucaristía. En ella el mismo Señor Jesucristo se acerca a nosotros como pan de vida, como redentor, como la expresión más viva y plena del amor de Dios. Y sentir que Dios nos ama infinitamente hasta entregarse a la muerte para alcanzarnos el perdón de nuestros pecados y abrirnos las puertas del cielo, es ya un encuentro con Dios que estimula nuestra progresiva conversión.

Todo ello nos da a entender que la Cuaresma, como tiempo de conversión, es tiempo favorable para intentar acercarnos al Señor por el camino de la Penitencia sacramental, de la oración y de la participación en la Eucaristía. El ayuno, la abstinencia y la práctica extraordinaria de la caridad como un medio de lograr el desprendimiento y el dominio de sí mismo, son medios óptimos para logar la conversión a la que estamos llamados.

Estas reflexiones, a las que nos mueve la palabra de Dios en la Cuaresma, son una clara invitación a postrarnos ante el Señor en actitud humilde y orante pidiéndole, con las palabras del Salmo interleccional: “Que tu misericordia, Señor, venga con nosotros, como lo esperamos de ti” (Sal. 32). No olvidemos que, como nos recuerda hoy S. Pablo, “Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” ( 2 Tim. 1, 8-10).

Pidamos al Señor que nos ayude a entender y aceptar la necesidad de nuestra sincera y constante conversión. Que nos reafirme en la convicción de que nos ha de llevar al goce del encuentro personal y cada vez más íntimo con el Señor. Este es el cometido principal de la Cuaresma y el objetivo principal de nuestra dedicación penitencial, orante y eucarística.

QUE ASÍ SEA

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