HOMILÍA EN LA FIESTA DEL CRISTO DE LAS TRES CAÍDAS

Hermandad de Triana

Sevilla, domingo 6 de marzo de 2011, IX del Tiempo Ordinario


1. Mirando la imagen del Santísimo Cristo de las Tres Caídas, piensa uno que el Señor estaría en esos momentos de abatimiento orando al Padre con las mismas palabras que nos brinda hoy el Misal como preparación a la Santa Misa:


“Mírame, ¡Oh Dios!, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido” (Sal 24)

En verdad, la Encarnación del Señor le convirtió en el siervo paciente y varón de dolores. El sufrimiento de su soledad como sentimiento de gravísimo dolor, llegará en Jesús a su culmen cuando estaba a punto de morir; dirá entonces: “Padre, ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)

El abandono de Dios es para Jesucristo la máxima y la peor soledad.

2. Hoy, nuestra paradójica soledad en medio de tanta gente siempre, y con todos los medios de comunicación a nuestro alcance, nace más de volver la espalda a Dios, que de experimentar el abandono de Dios. Al volver la espalda a Dios, y lanzarse a la vida sin más apoyo que lo terreno, se experimenta cruelmente el vacío de “lo nuestro”. Yo diría más: se siente el vacío de sí mismo. Ese vacío es insoportable, porque hace sentirse tan mal como si uno mismo se estuviera descomponiendo o destruyendo. Por eso se intenta llenarlo lanzándose ávidamente al disfrute de lo que tenemos a mano. Es como dejarse llevar del impulso incontenible de la búsqueda de felicidad, esperando alcanzarla con un poco más de lo que antes nos ha decepcionado. Increíble y no demasiado coherente. La búsqueda del disfrute de lo que se tiene a mano puede ser, buscar inconscientemente el aturdimiento con lo inmediato para sofocar el miedo o la pereza ante lo que nos trasciende.

Lo que tenemos más a mano es lo material, lo inmediato, lo caduco, lo provisional y lo limitado. Y, como “lo nuestro” es el infinito ocurre que, por más que queramos llenarnos de lo limitado, nos asalta la experiencia de una insatisfacción decepcionante. La consecuencia de ello solo puede ser:

- el abandono al atractivo del poder y del placer,

- la triste resignación que lleva a instalarse en la mediocridad,

- o la desesperación por no encontrar lo que se busca y por sentirse incapaz de conquistar la felicidad anhelada.

Solo Dios puede saciar el ansia humana, porque solo de Él somos imagen y semejanza. Solo a Él está orientada la existencia humana para alcanzar la plenitud. El progreso en la propia vida y en la sociedad no se logra con la exclusiva decisión y acción del hombre, limitado, engañoso, egoísta y pecador, que vuelve la espalda a Dios, sino en el camino recorrido con ilusión y esperanza siguiendo a Jesucristo que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10, 10)

3. El dolor de sentirse abandonado cuando se vuelve la espalda a Dios, coincide con el dolor de sentir vacía la propia vida y la misma identidad propia. Esto equivale a dejar de ser y de vivir para lo que somos y existimos. Lo cual es lo mismo que perder el sentido de la vida; y ello apaga la ilusión de vivir.

Cuando el hombre experimenta esa soledad, se cae, se derrumba. Eso es lo que sufrió Jesucristo, porque quiso pasar por los trances de la humanidad cargando con el peso y las consecuencias de nuestros pecados; aunque, como verdadero Dios, no había cometido ninguno.

Si Cristo había dicho: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Jn 4, 34), y si había dicho que el Padre y Él eran uno, al sentirse abandonado de Él, tenía que sentir el dolor de haberse perdido a sí mismo, de experimentar vacía su identidad. Y Jesús experimentó este dolor porque cargó con nuestros pecados y sintió las consecuencias dolorosas de los mismos.

Esta experiencia de vacío total y de abandono doloroso y existencial, coincide con la maldición que Moisés anunció al pueblo de Israel y que hemos escuchado en la primera lectura.

Esa maldición, que va unida a la marginación de Dios, nos hace malditos, “Si no escucháis los preceptos del Señor vuestro Dios y os desviáis del camino que hoy os marco, yendo detrás de dioses extranjeros que no habíais conocido” (Dt 11, 26-28)

4. Volver el rostro hacia Dios, y darle en la propia vida el lugar que le corresponde como principio y fin, como razón de ser de nuestra existencia, como camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), no es algo que pueda realizarse con simples formalismos religiosos o cristianos. Es necesaria una actitud sincera, que brote de lo profundo de la conciencia, que obedezca a la palabra de Dios, que busque su intimidad en la oración y que embargue y oriente la propia vida con la gracia y con la esperanza.

Dios no es un simple compañero intermitente, elegido por cada uno según el propio arbitrio y que puede tomarse y dejarse según la ocurrencia o las ganas de cada uno. Dios es “el Señor que nos ha elegido y configurado a su imagen y semejanza”. Por tanto, Dios tiene su lugar en lo más íntimo de nuestra intimidad. Por ello es y debemos aceptarlo como el motor y el crisol de nuestros pensamientos, palabras y acciones, deseos y proyectos.

A este respecto, nos dice hoy el Señor a través de san Mateo: “No todo el que dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos” (Mt 7, 21). Para lograr la experiencia de vida y de salvación; para alcanzar la paz interior, y para romper la soledad de Dios, de la verdad y del bien, que nos destruye, es necesario “cumplir la voluntad del Padre que está en el cielo” (Mt 7, 21b).

5. Debemos estar muy atentos, pues, porque los formalismos religiosos nos invaden y pueden engañarnos con el espejismo de que son expresión de fidelidad a Dios. Ni siquiera asistir a la celebración de la Eucaristía, o ser un devoto de una imagen en una Cofradía puede salvarnos por sí mismo. Es necesario procurar el encuentro personal con Dios, en el seno de la comunidad eclesial, orando y participando en los sacramentos.

Es la fe, sincera y limpia, la que embarga totalmente nuestra existencia. Si no nos limitamos a determinadas prácticas, a determinadas creencias, o a determinados ritos, aunque los vivamos con entusiasmo, sino que nos entregamos a Dios procurando hacer, como Jesucristo, su voluntad, entonces el encuentro con Dios se hace don gozoso en medio de las tribulaciones.

La fe sincera es la que llena de sentido cuanto hacemos; no al contrario.

Lo que sale del corazón es lo bueno o lo malo, dice el Señor. Lo que entra de fuera, como son las prácticas rituales, las procesiones, y tantos otros signos externos, se constituyen en caricatura destructiva si no están animados por una profunda adhesión al Señor, por una sincera conversión al Señor, por una constante relación con el Señor.

Cuando nos quedamos en determinados signos o prácticas externas sin que éstas broten de una auténtica actitud de fe y de fidelidad, entonces motivamos esa dura expresión del Señor que hemos escuchado en el Evangelio: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí malvados” (Mt 7, 23)

6. El Señor nos llama hoy, de un modo especial, a escucharle y obedecerle en la orientación de nuestra vida y en la vitalización de nuestras prácticas: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca” (Mt 7, 24-29).

Hay muchas formas de hundirse. Hoy abundan los cristianos que, no estando pertrechados por la palabra de Dios, se constituyen en jueces de las enseñanzas divinas transmitidas por la Iglesia. Alguien ha dicho, y con razón, que los enemigos peores los tenemos dentro de la Iglesia.

Hay muchos que ostentan como propias determinadas pertenencias eclesiásticas o eclesiales, y carecen de planteamientos cristianos y eclesiales profundos y sinceros, y de conducta honesta. Confunden su pertenencia a la Iglesia, con que les pertenece lo que es de la Iglesia. De este modo, lo utilizan como un motivo de lamentable presunción y no como un medio de fidelidad amorosa al Señor y a la Iglesia. Con ello convierten en caricatura, lo que debería relucir como un valor o una virtud, sea en el seno de la familia, del ejercicio profesional o en la misma vida cofrade.

Cuando la Palabra de Dios pone en jaque a quienes actúan así, estos pretenden corregir la razón divina y eclesial con el pretexto de la modernidad o del progreso, de los derechos o de las tradiciones. La pena es que someten las tradiciones, la modernidad y el progreso a las exigencias de sus intereses no siempre confesables.

La conclusión de estas reflexiones es muy sencilla y clara: la expresará el celebrante en la oración que introduce el momento central de la Misa: “Señor, llenos de confianza en el amor que nos tienes, presentamos en tu altar esta ofrenda PARA QUE TU GRACIA NOS PURIFIQUE por estos sacramentos que ahora celebramos” (Cf Misal Romano. Oración sobre las ofrendas IX domingo Tiempo Ordinario) Con ello, la Palabra de Dios y la Oración de la Iglesia nos introducen en la celebración litúrgica de la Eucaristía, que es el principio y culmen de la vida cristiana.

Dispongámonos, pues, a participar consciente y devotamente en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía. Hagamos un acto de conversión interior para que el Señor ilumine nuestra mente y fortalezca nuestra decisión, y nos dispongamos a procurar cada día, mayor acercamiento al Señor con fe, con sinceridad y con humildad. Solo de este modo, nuestras acciones serán constructivas para nuestra salvación, y gozarán del brillo apostólico que requieren para dar gloria a Dios.

Que la Santísima Virgen, que veneráis en esta Cofradía bajo el título de Esperanza de Triana os proteja y os oriente para estar siempre, como ella, dispuestos a que se cumpla en vosotros la voluntad del Señor.



QUE ASÍ SEA

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