HOMILÍA DEL DOMINGO III DE CUARESMA - 2011

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Asociación de Antiguos Alumnos de los Colegios de la Guardia Civil,

Queridos hermanos y hermanas seglares participantes en esta Eucaristía,

Grupos participantes en defensa de la Vida desde su concepción hasta su muerte natural, que celebrabais hoy con la Iglesia la Jornada propia:

A medida que avanza la Cuaresma, la palabra de Dios va manifestándonos con diversos hechos la magnitud del amor de Dios a todos y a cada uno de nosotros, y la terquedad con que, muchas veces, respondemos a ese amor solícito y paciente.

Hoy nos presenta dos escenas verdaderamente significativas. La primera tiene lugar en el desierto durante el camino del Pueblo de Israel hacia la tierra prometida.

Es curioso comprobar que los Israelitas, esclavizados en Egipto y oprimidos por la sobrecarga de trabajos ímprobos, una vez liberados milagrosamente por Dios, se revuelven contra Él. La causa de ese proceder claramente injusto entonces y ahora está en que las circunstancias del camino les resultaban adversas. Lo más grave de esta actitud está en que llegaron y se llega a pensar que Dios es capaz de provocar situaciones adversas para hacernos morir o sufrir innecesariamente. Este pensamiento está muy lejos del conocimiento de Dios y de la fe en su voluntad salvífica universal.

Los israelitas habían presenciado las plagas con que el Señor quería presionar al Faraón para que dejara salir a su Pueblo. Nosotros hemos presenciado acciones del Señor igualmente prodigiosas y favorables a nosotros. Sabemos que Dios envió a su Hijo unigénito para que viviera entre nosotros dándonos a conocer el amor infinito que Dios nos tiene a todos y a cada uno. Obra ésta que realizó Jesucristo plenamente sufriendo y muriendo en la cruz por nosotros. Sin embargo, acostumbrados a gozar la protección incondicional de Dios, no solo olvidamos que esa protección es un regalo inmerecido, sino que llegamos a considerarlo como un derecho propio. Y, cuando creemos que nos falta, sin preguntarnos qué quiere decirnos o proponernos Dios con esa situación aparentemente desafortunada, nos consideramos con razón para protestar. No ocurre así cuando nos comportamos mal con Dios. Entonces suplicamos su perdón olvidando que es un derecho de Dios ser obedecido y reverenciado; y que nuestro comportamiento contrario nos aparta del Señor que, a pesar de todo, no deja de amarnos, de ofrecernos sus dones, y de procurar que volvamos al buen camino.

Es muy importante que reflexionemos sobre estos comportamientos porque nada tienen que ver con la conducta propia de un cristiano. Es necesario que, cuando nos encontremos actuando de ese modo tan incoherente e ingrato para con Dios, creador y salvador nuestro, y que nos acompaña y tutela siempre con su divina Providencia, seamos capaces de reconocer nuestro error, pedir perdón humildemente, y asumir el compromiso de reconducir nuestras actitudes y comportamientos.

La segunda escena, pone también en evidencia la necesidad de nuestra conversión para tratar a Dios como se merece. Tiene lugar en Samaría y en el marco de un diálogo entre Jesús y una mujer samaritana cuando ésta iba a sacar agua del pozo. El Señor pide, humildemente, agua a la Samaritana. Esta mujer, enrocada en lo que supone que son sus derechos como pueblo, desprecia a Jesucristo porque le considera judío. Los judíos y los samaritanos no se trataban. Y, en lugar de valorar la humildad de Jesús que le pedía un poco de agua pasando por encima de enemistades entre pueblos, le echa en cara ofensivamente que se excede insensatamente como judío al dirigirse a ella.

La samaritana, olvidando que Dios es Dios de todos, y que nos convoca a ser y a comportarnos como hermanos, niega el agua a Jesucristo. Y justifica su lamentable negativa aduciendo que es absurdo y atrevido que un judío pida agua a una samaritana. El Señor, en cambio, la va conduciendo pacientemente hacia una reflexión que la sitúe ante la verdad del Mesías y ante la situación de su propia vida. Con ello la samaritana comprenderá que, frente al supuesto derecho de negar el agua a un judío, Jesucristo ejerce el servicio del amor, y se esfuerza por conducirla hacia la verdad. Es más; Jesucristo, pasado un tiempo, y lejos de ceder a las rencillas entre pueblos, llegará a poner a un samaritano como ejemplo del mejor comportamiento con el transeúnte que había sido despojado de todo, malherido en el camino y abandonado por todos los que pasaban a su lado; entre ellos había Judíos.

Es lo de siempre: los que han recibido bienes del Señor los consideran un derecho propio y no un don a compartir. En cambio, cuando uno vive conscientemente cualquier forma de escasez, se queja de que no se le ayude. Y arguye que los bienes son de todos y para todos los que los necesiten.

En esta Jornada dedicada a la defensa de la vida en todos sus momentos y situaciones, debemos dar gracias a Dios por haber sido elegidos como destinatarios de este bien, que es plataforma necesaria para recibir tantos otros bienes como el Señor nos ha ido concediendo a lo largo de nuestros días.

Este día es propicio, también, para que pidamos perdón a Dios por las ocasiones en que, considerándonos propietarios y dueños de la vida, recibida del Señor como regalo, la hayamos podido malgastar, la hayamos dejado de cultivar y defender, y la hayamos menospreciado en los demás de un modo u otro.

Hagamos el firme propósito de defender, cultivar y agradecer el don de la vida, y ser apóstoles de su defensa y cuidado desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural.

Están entre nosotros los antiguos alumnos de los Colegios de la Guardia Civil. Nos unimos a ellos en la celebración del sexagésimo segundo año de la Asociación que los reúne, y damos gracias a Dios por la ya larga vida de su Asociación. Les encomendamos al Señor para que bendiga la andadura de los Colegios de la Guardia Civil y acompañe siempre a sus alumnos.

La Cuaresma es una oportunidad que nos brinda el Señor a través de la Iglesia para que meditemos en los dones recibidos de Dios, para que sepamos agradecérselos como auténticos regalos, para que nos decidamos a ponerlos al servicio de quienes puedan necesitarlos, y para que reconozcamos que todo cuanto nos ocurre es querido o permitido por Dios para nuestro bien. Sólo así podremos vivir con gozo y gratitud la celebración de los misterios del Señor en la próxima Semana Santa.

Pidamos al Señor esta gracia por intercesión de la Santísima Virgen María, que siempre supo aceptar la voluntad de Dios y darle gracias poniéndose enteramente a su disposición como sierva incondicional suya.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DEL DOMINGO II DE CUARESMA 2011

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la vida consagrada,

Queridos hermanos y hermanas seglares:

La meta de toda conversión cristiana está en el encuentro con Jesucristo. Sólo en ese encuentro se descubre el verdadero sentido y valor de la conversión. Pero esto puede suponer para muchos, como un círculo vicioso, pensando que para encontrar el verdadero sentido de la conversión hay que encontrarse con Jesucristo, cuando este encuentro es la meta de su conversión.

No es tal círculo vicioso. Lo que ocurre es que toda acción humana que tiende a la propia superación requiere un esfuerzo cuyo núcleo está en aceptar el riesgo de confiar en una promesa fiable, o en aceptar el testimonio de quien recorrió antes el camino. Ambas actitudes, como aceptación de que la conversión nos lleva al encuentro con Dios, están a nuestro alcance. Por una parte, como promesa que estimula nuestra voluntad de conversión, suenan a nuestros oídos las palabras de Jesucristo que nos dice: “Si alguien está agobiado, que venga a mí, porque mi yugo es llevadero y mi carga es ligera” (Mt. 11, 28). El Señor nos invita a encontrarnos personal y vivamente con Él. Para ello nos promete que, en este encuentro con él, al que nos lleva la conversión al menos inicial, hallaremos la paz.

Esa conversión inicial, y el encuentro inicial con el Señor que estimula nuestro compromiso de coinvertirnos progresivamente a Él es verdadera conversión, aunque no haya conseguido toda su madurez y plenitud. Y se puede alcanzar con la práctica del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía, y ensayando momentos de oración en los que escuchemos a Dios que habla a nuestra conciencia, y le pidamos la gracia de la permanente y completa conversión a Él y del encuentro en su intimidad..

Para acercarnos a Jesucristo en el sacramento de la Penitencia basta con hacer un esfuerzo de sinceridad analizando nuestras actitudes, los motivos por los que actuamos en nuestra vida, y el nivel de nuestra voluntad, sincera o simplemente mediocre, de acercarnos a Dios por los caminos que Él mismo nos indica. Todo ello deberemos hacerlo con sincero arrepentimiento y creyendo en verdad que Dios nos escucha y nos perdona si hay propósito de enmienda. La práctica del sacramento de la Penitencia ya indica una clara voluntad de conversión y, por tanto, la voluntad de encontrarnos con el Señor. La progresiva conversión, mediante el examen de sí mismo a la luz de la palabra de Dios y mediante el arrepentimiento, recibiendo el perdón del Señor, nos pone en situación de progresiva intimidad con Dios. Y en ese acercamiento sucesivo y constante iremos encontrando el motivo de una cada vez más sincera y radical conversión a Dios y, por tanto, nos iremos acercando más al Señor gozando cada vez de mayor intimidad y de mayor aprecio y decisión de convertirnos a Él.

Lo mismo puede ocurrir con el acercamiento a Dios mediante la oración. En ella podemos gustar el gozo de la amistad con Dios; y ésta experiencia puede estimular nuestra conversión interior y nuestra reforma de actitudes y comportamientos según la voluntad del Señor con quien hemos conversado.

Todo ello puede ser experiencia propia, también y sobre todo en la Eucaristía. En ella el mismo Señor Jesucristo se acerca a nosotros como pan de vida, como redentor, como la expresión más viva y plena del amor de Dios. Y sentir que Dios nos ama infinitamente hasta entregarse a la muerte para alcanzarnos el perdón de nuestros pecados y abrirnos las puertas del cielo, es ya un encuentro con Dios que estimula nuestra progresiva conversión.

Todo ello nos da a entender que la Cuaresma, como tiempo de conversión, es tiempo favorable para intentar acercarnos al Señor por el camino de la Penitencia sacramental, de la oración y de la participación en la Eucaristía. El ayuno, la abstinencia y la práctica extraordinaria de la caridad como un medio de lograr el desprendimiento y el dominio de sí mismo, son medios óptimos para logar la conversión a la que estamos llamados.

Estas reflexiones, a las que nos mueve la palabra de Dios en la Cuaresma, son una clara invitación a postrarnos ante el Señor en actitud humilde y orante pidiéndole, con las palabras del Salmo interleccional: “Que tu misericordia, Señor, venga con nosotros, como lo esperamos de ti” (Sal. 32). No olvidemos que, como nos recuerda hoy S. Pablo, “Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” ( 2 Tim. 1, 8-10).

Pidamos al Señor que nos ayude a entender y aceptar la necesidad de nuestra sincera y constante conversión. Que nos reafirme en la convicción de que nos ha de llevar al goce del encuentro personal y cada vez más íntimo con el Señor. Este es el cometido principal de la Cuaresma y el objetivo principal de nuestra dedicación penitencial, orante y eucarística.

QUE ASÍ SEA

DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA 2011

Comenzamos el tiempo de Cuaresma. La Santa Madre Iglesia nos ha recordado el sentido y la finalidad de estos días preparatorios a la Semana Santa, que es la Semana Mayor de los cristianos. En esa semana grande celebraremos los Misterios de nuestra Redención: la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Al recibir la ceniza, como signo de nuestra pequeñez, de nuestra contingencia y de nuestras debilidades, la Iglesia, que además de Madre es Maestra, nos ha dicho: “Convertíos y creed en el Evangelio” .

Dispuestos a prestar atención a la llamada cuaresmal de la santa Madre Iglesia, podemos preguntarnos: ¿En qué debe centrarse lo esencial de esa conversión para avanzar por el camino de la fidelidad a Dios ?

Pretendiendo adentrarnos en el sentido genuino de la palabra “conversión”, se nos dice frecuentemente que debe consistir en un cambio de mentalidad. Pero, ¿en qué consiste dicho cambio? En verdad, ha de ser un cambio profundo que ponga en juego nuestra forma de ver y de entender la realidad. De ello dependerá la idea y el proyecto que tengamos sobre nuestra propia identidad, y la calidad de nuestras actitudes y comportamientos. De ello dependerá que aceptemos o no la vocación concreta del Señor para que orientemos nuestra vida en una dirección u otra. De ello dependerá, también, el modo como entendamos, valoremos y tratemos a las personas, a los bienes que el Señor pone en nuestras manos, y a la misma naturaleza que Dios dispuso como el escenario de nuestra vida sobre la tierra.

La guía de nuestra conversión ha de ser la palabra de Dios cuya plenitud es Jesucristo, Palabra viva de Dios, de quien dice S. Juan: “En el principio era la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios” (Jn. 1, 1).

Jesucristo mismo se nos ha revelado como el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn. 14, 6) para nuestra existencia ordenada a la salvación en la plenitud que es la santidad. Por eso dijo el Señor que el verdaderamente bienaventurado es quien escucha la palabra de Dios y la cumple.

Hoy la palabra de Dios proclamada por la Iglesia en la sagrada Liturgia que estamos celebrando, nos enseña que nuestra vida es puro regalo de Dios; Él nos creó de la nada y nos dio la vida para que fuésemos capaces de conocer y decidir sobre nosotros mismos y sobre todo lo que Él puso a nuestra disposición. Nuestra conversión ha de incluir, pues, esta pregunta: ¿Damos gracias a Dios por la vida que disfrutamos, o nos limitamos a quejarnos ante Él cuando atravesamos circunstancias adversas? ¿Tratamos de que nuestra existencia sea un canto al Creador? ¿O dejamos a un lado a Quien nos dio la vida, y nos volcamos egoístamente sobre aquello que nos promete satisfacciones inmediatas, aunque sean contrarias a la enseñanza y a la voluntad del creador y Señor nuestro? Esta es la tragedia humana ya desde los albores de la humanidad. Adán y Eva dieron la espalda a Dios de quien lo habían recibido todo, y siguieron la tentación diabólica que les presentaba el atractivo inmediato de lo apetecible?

La palabra de Dios, en la primera lectura que hemos escuchado, nos dice claramente que el hombre, creado inteligente, puesto que era imagen y semejanza de Dios, recordaba la advertencia divina que les prevenía ante el peligro de perder la vida feliz de que disfrutaban. Sin embargo, atraídos por la imagen agradable del árbol, que ofrecía un fruto apetitoso, comieron. La consecuencia no se hizo esperar: se avergonzaron de sí mismos, perdieron la amistad con Dios, e iniciaron su vida errática. El trabajo se les hizo doloroso, la vida insegura y acechada por la enfermedad y la muerte, el egoísmo hizo mella en su vida y, en consecuencia, la relación con el prójimo comenzó a resultarles problemática, según nos enseña el pasaje referido a Caín y Abel.

Me parece muy importante que pensemos en nuestros planteamientos ante la vocación recibida de Dios. Muchas veces creemos que la condición válida para entender que Dios nos llama a esta o aquella forma de vida está en imaginarnos o sentirnos felices, a gusto y “realizados” en ello. Gran error éste. El modelo de la fidelidad a la vocación divina es Jesucristo. Él no consideró su felicidad sensible o su personal realización desde perspectivas exclusivamente personales. Todo lo contrario. Nos dice la Sagrada Escritura que Cristo, por cumplir la voluntad del Padre, que era nuestra salvación, “no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp. 2, 6-7). Como la más clarificadora demostración de que la vocación de Dios no siempre coincide con lo que imaginamos como mejor para nosotros, Jesucristo se vio en verdaderos aprietos y tuvo que clamar al Padre con sudores de sangre: “Si es posible, pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mc. 14, 36)

La clave de interpretación de nuestra vocación no puede ser nuestra imaginación, ni los planes que hemos concebido honestamente contando con nuestras previsiones. La clave de interpretación de la llamada de Dios, que ha de configurar nuestra vida, debe ser la fe en que Dios nos sugiere lo mejor para nosotros mismos y para la salvación del mundo. Y, como ayuda para aceptar esa supuesta vocación, habrá que seguir un proceso de discernimiento debidamente garantizado con la ayuda de quienes pueden acercarnos a Dios en la verdad y no en las apariencias.

Lo más importante y lo más grave y problemático en el caso de nuestros primeros padres Adán y Eva, fue, y sigue siendo entre nosotros, que el dejarse guiar por los propios apetitos, por lo que imaginaban que sería la propia felicidad, más que por el amor de Dios que preside siempre el discernimiento de lo que debemos hacer y de lo que debemos evitar. Ese error sigue siendo el origen de la tragedia actual del hombre. Y el motivo permanece siendo el mismo. Por la palabra falaz del diablo, que se constituye en aliada traicionera del hombre porque se expresa mediante la imaginación, mediante las tendencias espontáneas y mediante las inmediateces que nos atan a la tierra, el hombre de hoy sigue bajo el error de creer que la palabra de Dios que nos llama, puede ser enemiga de nuestra libertad y de elección libre de nuestra propia realización personal. Algunos llegan a pensar que la vocación divina se opone a nuestra legítima grandeza, al progreso y a la modernidad que parece ser, para muchos, la garantía de la auténtica realización.

La historia de la torpeza humana tiene su origen antiquísimo en esta misma reflexión diabólica narrada en el libro del Génesis: “Sabe Dios que cuando comáis del árbol se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gn 3, 5). ¿No es esta tentación el preámbulo del pecado que niega a Dios como el origen y la referencia de la Verdad y del Bien? ¿No percibimos que esta tentación es el origen del relativismo laicista y del subjetivismo enorgullecido que no admite más referencia que la propia visión de las cosas, inestable, variante y sometida a instintos, turbios intereses, egoísmos inconfesados y torpezas sin cuento?

Nuestra conversión ha de comenzar por el reconocimiento de este pecado, en la medida en que participamos de él. Por eso, en el primer Domingo de Cuaresma, la santa Madre Iglesia nos invita a elevar a Dios nuestra oración llena de arrepentimiento, diciéndole con el corazón arrepentido: “Misericordia, Señor, hemos pecado” … “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal. 50).

Pero la conversión resultaría ampliamente difícil si no tuviéramos delante el aliciente de nuestra salvación, como promesa del Señor nuestro redentor. Por eso, la misma Iglesia que nos invita a la conversión, nos dice hoy por medio de san Pablo: “Si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos” (Rom. 5, 15).

El Evangelio nos pone ante la realidad profunda de la criatura humana. Jesucristo, que se hizo en todo semejante al hombre menos en el pecado, fue tentado también por el diablo. Con ello nos enseña que la tentación no es mala en sí misma, aunque pueda ser fuente del mal en nosotros. Por eso Jesucristo nos enseña a vencerla para distinguir la tentación y la caída en ella que es el pecado.

En este primer Domingo de Cuaresma hagamos el propósito de acercarnos a la palabra de Dios y de escucharla con reverencia, haciendo oración al Señor que es nuestro valedor, para que nos conceda la Gracia del Espíritu Santo de modo que seamos fuertes en la tribulación y esperanzados en la lucha; y así alcancemos el don de la vida.

Vosotros, queridos jóvenes seminaristas aspirantes al Sacerdocio, vais a recibir el ministerio de Lectores y de Acólitos para servir a Dios en la proclamación de su palabra y en el servicio a la Eucaristía. ¡Qué cerca está vuestro ministerio, queridos próximos lectores y acólitos, de las manifestaciones de Dios respecto de vosotros mismos, de vuestra vocación y de la vocación y vida de los fieles a quienes vais a ofrecer el servicio sagrado. Preparándoos al Sacerdocio, entended bien lo que os he invitado a reflexionar acerca de la vocación de Dios. Miradla siempre como servicio a Él y no como complacencia propia.

Las Eucaristía, alimento de salvación, es el pan del caminante en el que el Señor se nos da para que seamos capaces de darnos a Él que es nuestra salvación. Dispongámonos todos a participar en ella con ánimo de fidelidad plena a lo que Dios quiera de nosotros en cada momento.



QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN PENITENCIAL DEL MIÉRCOLES DE CENIZA

Cuaresma 2011

Badajoz, 9 de marzo de 2011


Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y seglares:

La celebración en la que estamos participando, es el pórtico de la Cuaresma.

1. Recibir la Ceniza conociendo su significado, supone la voluntad públicamente expresada de vivir la Cuaresma tal como la Santa Madre Iglesia nos enseña y nos propone.

Vivir la Cuaresma, según la enseñanza de la Iglesia supone asumir, como tarea principal en este tiempo, el compromiso de la propia conversión.

La llamada constante de Dios a su pueblo a través de los profetas es la llamada a la conversión. Nos lo transmite hoy el profeta Joel con estas palabras: “Dice el Señor todopoderoso: convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, con llanto, con luto…” (Joel 2, 12).

Las primeras palabras de Jesucristo al iniciar su predicación son también una llamada a la conversión: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

2. Que Dios nos invite a la conversión significa que nos considera pecadores. Él lo sabe todo y escruta nuestros corazones. Movido por el amor que nos tiene, y habiéndonos creado para gozar de su vida, no puede consentir que nuestros pasos, siempre libres, discurran por el camino del error y del pecado. Y nos llama a replantear nuestra andadura indicándonos el camino de la verdad y del amor.

El aliciente que nos ofrece para emprender el ejercicio de nuestra conversión está, en primer lugar, en manifestarse como Señor nuestro; y, por tanto, como Quien está capacitado para saber dónde está nuestro lugar en la vida y cuáles deben ser nuestras creencias, nuestras actitudes y nuestros comportamientos en orden a nuestra plenitud y felicidad. El Señor se manifiesta como juez de vivos y muertos. A Él corresponde la decisión última sobre nuestra suerte en la eternidad. Pero Él quiere que esa suerte sea nuestra felicidad eterna de la que fácilmente nos apartamos a causa de nuestros pecados.

3. Pero el señorío de Dios sobre todo lo creado, y sobre el origen y fin de nuestra existencia, no se manifiesta como el duro ejercicio de una autoridad sin alma. Dios es amor, y el amor es compasivo y misericordioso. Por eso, al invitarnos a la conversión, lejos de urgirnos con amenazas, se expresa con la ternura del corazón que sufre si nos pierde. A través del profeta Joel, nos dice: “convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso” (Joel 2, 12 ss.).

Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, que el Padre envió al mundo para redimirnos del pecado, puesto que nos ama desde el principio y por encima de nuestra torpezas y pecados, nos dice al considerarnos agobiados por nuestros males: “si alguien está agobiado, que venga a mí y yo lo aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28ss.).

4. La llamada a la conversión es la expresión más brillante de la ternura de Dios con nosotros. Ternura que no nace de la debilidad de un corazón blando, sino del amor infinito de Dios, que es capaz de ganar nuestro corazón.

La conversión a Dios es el camino para recuperar nuestra genuina esencia, tantas veces olvidada o ladeada por fuerza de nuestra torpeza. Porque estamos creados por Dios y para Dios. Creados en el Paraíso terrenal y llamados a gozar del Paraíso Celestial.

Nuestra esencia es vivir en el mundo como imagen y semejanza de Dios para transformar el mundo creado por Él, convirtiéndolo en recurso del hombre para dar gloria a Dios. Transformar el mundo nada tiene que ver con destruirlo. Al contrario. Transformar el mundo significa utilizar sus bienes para ejercitar el amor de Dios creador, porque de Él somos imagen y semejanza. Transformar el mundo significa dignificar el mundo tratando con exquisitez la naturaleza y procurando que la sociedad sea el ámbito propicio para el verdadero crecimiento de las personas.

Somos testigos de las corrientes defensoras de esa autonomía del hombre que le lleva a dar la espalda a Dios intentando suplirle o desplazarle. Cuando la persona se olvida de Dios termina, pronto o tarde, no solo olvidándose del hombre, sino también siendo enemigo de los otros hombres y egoísta y despiadado buscador del propio provecho.

5. Cuando esto ocurre entre las personas en el orden individual, nacen las envidias, los rencores, los engaños y mentiras, y hasta el odio que lleva al desprecio y que puede causar la muerte.

Cuando el olvido de la propia realidad, vinculada esencialmente a Dios, se da entre grupos humanos y entre pueblos, las torpezas de unos y de otros llevan a la guerra, a la destrucción, al sometimientos injusto, a las graves diferencias que ocasionan el hambre, la enfermedad y distintas formas de muerte y de exterminio.

Cuando el olvido de Dios nace de una ciega y desviada autovaloración humana, la humanidad se inclina a considerar el progreso como el resultado de sus propios hallazgos o descubrimientos. Entonces los comportamientos pierden la referencia a Dios y la suplantan por el interés egoísta o la búsqueda del bienestar inmediato y material. Esta actitud lleva a perder la referencia, objetiva y cierta, del bien y del mal, y a considerar que todo lo que el hombre puede alcanzar por la ciencia, es bueno en sí, y puede ser utilizado según el propio albedrío. De ahí nace la manipulación criminal de los niños, incluso antes de nacer, de las personas con deficiencias notorias, de los enfermos terminales y de los ancianos y la ya consabida explotación de hallazgos científicos para la guerra y la muerte.

Este criterio, sin referencia a Dios, lleva a paradojas tan serias y preocupantes como las que se perciben cuando en la sociedad se gastan enormes cantidades de dinero creando centros de atención a niños, enfermos y ancianos y, al mismo tiempo, se defiende el aborto y la eutanasia, disfrazados con nombres humanitarios. Al aborto se le llama “interrupción voluntaria del embarazo” para evitar males mayores. Y a la eutanasia se la publicita llamándola “muerte digna”. A la guerra se la pretende justificar como la defensa de las libertades y de los propios derechos ante invasiones de poder, o de intereses ajenos; y el abuso de los pueblos poderosos sobre los pueblos subdesarrollados, se explica como la suerte inevitable de su propia incultura y cerrazón.

6. Queridos hermanos: es necesaria la conversión en todos. Y urge, a la vez, que entendamos, como parte inseparable de la conversión, la voluntad de escuchar a Dios. Él nos habla a través de la Iglesia cuyo magisterio debemos escuchar con atención y reverencia. Nos habla cuando se acerca a nosotros en los Sacramentos. Por eso, en la Cuaresma tiene una importancia especial el Sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación con Dios. La Reconciliación con Dios es sinónimo de la reconciliación con la Verdad, con la Justicia, con el amor y con la paz, entendidas como regalo del Señor para cuya consecución el Señor nos pide una responsable colaboración.

Para ir descubriendo todo esto en su profundo y rico significado, necesitamos formación y domino personal. De este modo podremos acercarnos a Dios sin dejarnos llevar por otras llamadas que nos distancian de Él. Por eso, el tiempo de Cuaresma es el tiempo propicio para escuchar la palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia.

Aprovechemos la Cuaresma para avanzar en el camino que nos enseña el Señor a través de su Iglesia.

Hagamos un acto de fe en el amor de Dios y en la santidad de la Iglesia, y pongámonos en sus manos para llegar a convertirnos sinceramente, y a ser apóstoles esforzados y esperanzados de la conversión de nuestro prójimo.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DEL CRISTO DE LAS TRES CAÍDAS

Hermandad de Triana

Sevilla, domingo 6 de marzo de 2011, IX del Tiempo Ordinario


1. Mirando la imagen del Santísimo Cristo de las Tres Caídas, piensa uno que el Señor estaría en esos momentos de abatimiento orando al Padre con las mismas palabras que nos brinda hoy el Misal como preparación a la Santa Misa:


“Mírame, ¡Oh Dios!, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido” (Sal 24)

En verdad, la Encarnación del Señor le convirtió en el siervo paciente y varón de dolores. El sufrimiento de su soledad como sentimiento de gravísimo dolor, llegará en Jesús a su culmen cuando estaba a punto de morir; dirá entonces: “Padre, ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)

El abandono de Dios es para Jesucristo la máxima y la peor soledad.

2. Hoy, nuestra paradójica soledad en medio de tanta gente siempre, y con todos los medios de comunicación a nuestro alcance, nace más de volver la espalda a Dios, que de experimentar el abandono de Dios. Al volver la espalda a Dios, y lanzarse a la vida sin más apoyo que lo terreno, se experimenta cruelmente el vacío de “lo nuestro”. Yo diría más: se siente el vacío de sí mismo. Ese vacío es insoportable, porque hace sentirse tan mal como si uno mismo se estuviera descomponiendo o destruyendo. Por eso se intenta llenarlo lanzándose ávidamente al disfrute de lo que tenemos a mano. Es como dejarse llevar del impulso incontenible de la búsqueda de felicidad, esperando alcanzarla con un poco más de lo que antes nos ha decepcionado. Increíble y no demasiado coherente. La búsqueda del disfrute de lo que se tiene a mano puede ser, buscar inconscientemente el aturdimiento con lo inmediato para sofocar el miedo o la pereza ante lo que nos trasciende.

Lo que tenemos más a mano es lo material, lo inmediato, lo caduco, lo provisional y lo limitado. Y, como “lo nuestro” es el infinito ocurre que, por más que queramos llenarnos de lo limitado, nos asalta la experiencia de una insatisfacción decepcionante. La consecuencia de ello solo puede ser:

- el abandono al atractivo del poder y del placer,

- la triste resignación que lleva a instalarse en la mediocridad,

- o la desesperación por no encontrar lo que se busca y por sentirse incapaz de conquistar la felicidad anhelada.

Solo Dios puede saciar el ansia humana, porque solo de Él somos imagen y semejanza. Solo a Él está orientada la existencia humana para alcanzar la plenitud. El progreso en la propia vida y en la sociedad no se logra con la exclusiva decisión y acción del hombre, limitado, engañoso, egoísta y pecador, que vuelve la espalda a Dios, sino en el camino recorrido con ilusión y esperanza siguiendo a Jesucristo que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10, 10)

3. El dolor de sentirse abandonado cuando se vuelve la espalda a Dios, coincide con el dolor de sentir vacía la propia vida y la misma identidad propia. Esto equivale a dejar de ser y de vivir para lo que somos y existimos. Lo cual es lo mismo que perder el sentido de la vida; y ello apaga la ilusión de vivir.

Cuando el hombre experimenta esa soledad, se cae, se derrumba. Eso es lo que sufrió Jesucristo, porque quiso pasar por los trances de la humanidad cargando con el peso y las consecuencias de nuestros pecados; aunque, como verdadero Dios, no había cometido ninguno.

Si Cristo había dicho: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Jn 4, 34), y si había dicho que el Padre y Él eran uno, al sentirse abandonado de Él, tenía que sentir el dolor de haberse perdido a sí mismo, de experimentar vacía su identidad. Y Jesús experimentó este dolor porque cargó con nuestros pecados y sintió las consecuencias dolorosas de los mismos.

Esta experiencia de vacío total y de abandono doloroso y existencial, coincide con la maldición que Moisés anunció al pueblo de Israel y que hemos escuchado en la primera lectura.

Esa maldición, que va unida a la marginación de Dios, nos hace malditos, “Si no escucháis los preceptos del Señor vuestro Dios y os desviáis del camino que hoy os marco, yendo detrás de dioses extranjeros que no habíais conocido” (Dt 11, 26-28)

4. Volver el rostro hacia Dios, y darle en la propia vida el lugar que le corresponde como principio y fin, como razón de ser de nuestra existencia, como camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), no es algo que pueda realizarse con simples formalismos religiosos o cristianos. Es necesaria una actitud sincera, que brote de lo profundo de la conciencia, que obedezca a la palabra de Dios, que busque su intimidad en la oración y que embargue y oriente la propia vida con la gracia y con la esperanza.

Dios no es un simple compañero intermitente, elegido por cada uno según el propio arbitrio y que puede tomarse y dejarse según la ocurrencia o las ganas de cada uno. Dios es “el Señor que nos ha elegido y configurado a su imagen y semejanza”. Por tanto, Dios tiene su lugar en lo más íntimo de nuestra intimidad. Por ello es y debemos aceptarlo como el motor y el crisol de nuestros pensamientos, palabras y acciones, deseos y proyectos.

A este respecto, nos dice hoy el Señor a través de san Mateo: “No todo el que dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos” (Mt 7, 21). Para lograr la experiencia de vida y de salvación; para alcanzar la paz interior, y para romper la soledad de Dios, de la verdad y del bien, que nos destruye, es necesario “cumplir la voluntad del Padre que está en el cielo” (Mt 7, 21b).

5. Debemos estar muy atentos, pues, porque los formalismos religiosos nos invaden y pueden engañarnos con el espejismo de que son expresión de fidelidad a Dios. Ni siquiera asistir a la celebración de la Eucaristía, o ser un devoto de una imagen en una Cofradía puede salvarnos por sí mismo. Es necesario procurar el encuentro personal con Dios, en el seno de la comunidad eclesial, orando y participando en los sacramentos.

Es la fe, sincera y limpia, la que embarga totalmente nuestra existencia. Si no nos limitamos a determinadas prácticas, a determinadas creencias, o a determinados ritos, aunque los vivamos con entusiasmo, sino que nos entregamos a Dios procurando hacer, como Jesucristo, su voluntad, entonces el encuentro con Dios se hace don gozoso en medio de las tribulaciones.

La fe sincera es la que llena de sentido cuanto hacemos; no al contrario.

Lo que sale del corazón es lo bueno o lo malo, dice el Señor. Lo que entra de fuera, como son las prácticas rituales, las procesiones, y tantos otros signos externos, se constituyen en caricatura destructiva si no están animados por una profunda adhesión al Señor, por una sincera conversión al Señor, por una constante relación con el Señor.

Cuando nos quedamos en determinados signos o prácticas externas sin que éstas broten de una auténtica actitud de fe y de fidelidad, entonces motivamos esa dura expresión del Señor que hemos escuchado en el Evangelio: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí malvados” (Mt 7, 23)

6. El Señor nos llama hoy, de un modo especial, a escucharle y obedecerle en la orientación de nuestra vida y en la vitalización de nuestras prácticas: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca” (Mt 7, 24-29).

Hay muchas formas de hundirse. Hoy abundan los cristianos que, no estando pertrechados por la palabra de Dios, se constituyen en jueces de las enseñanzas divinas transmitidas por la Iglesia. Alguien ha dicho, y con razón, que los enemigos peores los tenemos dentro de la Iglesia.

Hay muchos que ostentan como propias determinadas pertenencias eclesiásticas o eclesiales, y carecen de planteamientos cristianos y eclesiales profundos y sinceros, y de conducta honesta. Confunden su pertenencia a la Iglesia, con que les pertenece lo que es de la Iglesia. De este modo, lo utilizan como un motivo de lamentable presunción y no como un medio de fidelidad amorosa al Señor y a la Iglesia. Con ello convierten en caricatura, lo que debería relucir como un valor o una virtud, sea en el seno de la familia, del ejercicio profesional o en la misma vida cofrade.

Cuando la Palabra de Dios pone en jaque a quienes actúan así, estos pretenden corregir la razón divina y eclesial con el pretexto de la modernidad o del progreso, de los derechos o de las tradiciones. La pena es que someten las tradiciones, la modernidad y el progreso a las exigencias de sus intereses no siempre confesables.

La conclusión de estas reflexiones es muy sencilla y clara: la expresará el celebrante en la oración que introduce el momento central de la Misa: “Señor, llenos de confianza en el amor que nos tienes, presentamos en tu altar esta ofrenda PARA QUE TU GRACIA NOS PURIFIQUE por estos sacramentos que ahora celebramos” (Cf Misal Romano. Oración sobre las ofrendas IX domingo Tiempo Ordinario) Con ello, la Palabra de Dios y la Oración de la Iglesia nos introducen en la celebración litúrgica de la Eucaristía, que es el principio y culmen de la vida cristiana.

Dispongámonos, pues, a participar consciente y devotamente en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía. Hagamos un acto de conversión interior para que el Señor ilumine nuestra mente y fortalezca nuestra decisión, y nos dispongamos a procurar cada día, mayor acercamiento al Señor con fe, con sinceridad y con humildad. Solo de este modo, nuestras acciones serán constructivas para nuestra salvación, y gozarán del brillo apostólico que requieren para dar gloria a Dios.

Que la Santísima Virgen, que veneráis en esta Cofradía bajo el título de Esperanza de Triana os proteja y os oriente para estar siempre, como ella, dispuestos a que se cumpla en vosotros la voluntad del Señor.



QUE ASÍ SEA