HOMILÍA EN LA ASAMBLEA DE CÁRITAS DIOCESANA

Sábado, 11 de Febrero de 2012

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Mis queridos hermanos, voluntarios en el servicio eclesial de Cáritas, y personal técnico que trabajáis en este servicio diocesano tan querido:

Una cosa debemos tener siempre muy clara: Cáritas solo puede existir como una obra esencialmente eclesial; y, por tanto, inspirada y sostenida por aquello que inspira y sostiene a la Iglesia de Jesucristo. Y eso es el amor infinito que Dios nos tiene. En consecuencia, toda obra de Cáritas debe ser consecuencia de haber descubierto la fuerza y gratuidad del amor infinito de Dios a todos los hombres y de estar dispuestos a imitarlo. La atenta y asidua consideración del amor infinito de Dios ha de llevarnos al pleno convencimiento de que nosotros debemos comportarnos con el prójimo como el Señor se ha comportado con nosotros. Así nos lo enseña Jesucristo en un momento crucial: había lavado los pies a sus discípulos; les había dado a comer y beber su propio cuerpo y sangre, como signo sacramental del sacrificio redentor que iba a consumar en la cruz. Y, dirigiéndose a quienes habían compartido la cena con Él, dijo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn. 13, 34-35).

La acción de Cáritas ha de transparentar el amor que Dios tiene a todos; y ha de ser testimonio de que nosotros somos movidos fundamentalmente por ese amor y no por ningún otro interés o tendencia humana, por digna que sea. La compasión, por la que podemos sentir movidas las propias entrañas ante la desgracia o la penuria ajena, puede acompañar a la acción caritativa. Es muy legítimo y hasta lógico. Pero nuestra acción solo será acción caritativa si es motivada, antes que nada, por las obediencia al mandato de Jesucristo: “como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn. 13, 35). Entonces, nuestra acción caritativa será también gratuita, como es gratuita la acción de Dios con nosotros.

Dios nos ama a pesar y por encima de nuestros pecados, que son una clara oposición a la divina bondad y al amor con que somos amados por Él. Qué bien lo enseña san Pablo cuando nos dice: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5, 8). Si nuestra acción caritativa no está inspirada y motivada por ese amor gratuito hacia los hermanos, estaremos haciendo una obra buena, pero no será una acción propia de la caridad cristiana a la que nos referimos cada vez que hablamos de Cáritas.

El Santo Evangelio nos muestra hoy una acción de Jesucristo que parece estar movida mor el sentimiento de lástima ante quienes le seguían ansiosos de escuchar su palabra y de contemplar sus obras. La expresión de Jesucristo así nos lo da a entender: “Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer…”(MC. 8,1). Sin embargo, no podemos olvidar que, con los panes y los peces de que disponían sus discípulos, no había comida ni para comenzar. Dice el Evangelio que eran unos cuatro mil. Jesucristo realiza entonces un milagro, como lo había realizado en otros casos después comenzar perdonando los pecados a quien le suplicaba.

El milagro, como obra de Dios, puesto que sólo Él puede realizarlo, nos muestra esa acción como acción divina. Y Dios no puede obrar más que por amor, y por un amor infinito. La lástima, como digno sentimiento propio también de Jesucristo puesto que era realmente hombre, constituía, en este caso, ese elemento sensible del alma humana que puede acompañar muy dignamente a la obra divina; como puede acompañar a nuestras obras caritativas una vez que están movidas por el amor de Dios al prójimo.

La conclusión de cuanto venimos diciendo nos lleva a considerar la atención y el cuidado que debemos poner en todas nuestras acciones caritativas y en los mismos planteamientos de Cáritas parroquial, interparroquial y diocesana. De lo contrario, podemos caer en una acción realizada al amparo de la Iglesia, pero que no acaba de ser genuinamente eclesial, y que no podrá transparentar la acción del Espíritu Santo. Él es quien infunde en nosotros el don del amor divino y, por tanto, la capacidad de amar a los hermanos como el Señor nos ha amado.

No es tarea sencilla la que nos corresponde como representantes de la acción de la Iglesia en la atención a los más débiles y desposeídos. Pero la dignidad y la importancia de esta acción, que es la atención caritativa a los hermanos, bien merece todo nuestro esfuerzo y la oración para pedir constantemente al Señor que nos ayude a vivir el amor que Él nos manda.

Pidamos a la Santísima Virgen María, cuya memoria celebramos hoy bajo esa advocación tan unida a la ayuda de los enfermos y necesitados, y que se nos muestra en el Evangelio como claro modelo de atención solícita ante las necesidades ajenas, y como maestra de solidaridad verdaderamente caritativa ante las debilidades del prójimo, que nos enseñe y nos ayude a vivir en la Iglesia y en el mundo el amor cristiano hacia todos los hermanos.

QUE ASÍ SEA