HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº de CUARESMA (2013) Ciclo C


            Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
            Queridos hermanos y hermanas miembros de la Vida Consagrada y seglares:

            La palabra de Dios llega hoy a nosotros como un mensaje de esperanza, como una promesa de prosperidad, como un anuncio de la gloria que deseamos.
            En la primera lectura, el Señor nos recuerda la relación que mantuvo con Abraham. Los cristianos le llamamos el padre de todos los creyentes porque su fe en la palabra de Dios fue plena y asumió los riesgos que presentaba a ojos humanos la promesa del Señor.
            Dios se dirigió a Abraham en principio llamándole para que saliera de su tierra y de su parentela y se pusiera en camino hacia donde el Señor le fuera indicando. Todos sabemos lo que significa abandonar la propia tierra. Igualmente sabemos lo que es vivir lejos de nuestros seres queridos. Lo que Dios pidió a Abraham fue todo lo que tenía legítimamente adquirido con su esfuerzo y de acuerdo con su naturaleza y sus leyes. Y Abraham creyó y se puso en camino dispuesto a seguir las orientaciones divinas puesta su confianza plena en el Dios que le hablaba.
Hoy, la palabra de Dios nos presente otra llamada de Dios a Abraham. Suponía para él otra prueba de su fe. Siendo ancianos él y su esposa, Dios le prometió una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo, y que poseería una tierra fértil y rica. Y cuando Abraham, con una reacción humana totalmente explicable, le preguntó cómo sabría que iba a poseer esa tierra prometida, el Señor le mandó ofrecer un sacrificio selecto y abundante. Quizá esto nos resulte sorprendente, porque esperamos que a la pregunta de Abraham hubiera seguido la manifestación de unos signos acordes con la promesa. Parece que el Señor, en lugar de responderle, seguía pidiéndole más fe, más obediencia ciega. Sin embargo, la respuesta de Dios es totalmente lógica, aunque misteriosa a simple vista.
La palabra de Dios, las promesas que nos hace y el mensaje de salvación que nos comunica, y que recibimos con respeto y con fe, no tiene más demostración, ni otro argumento para creerlo que amar a Dios. Quien ama a Dios se fía plenamente de él, como ocurre entre quienes se quieren de verdad. Para querer a Dios tenemos que acercarnos debidamente a Él. Y ese acercamiento se da, sobre todo, en los sacramentos. En ellos está y actúa Dios mismo valiéndose de las mediaciones que Él mismo ha elegido: los sacerdotes, la acción litúrgica, la oración personal y comunitaria. Como Abraham obedeció al Señor, pudo ser beneficiario de la Alianza por la que Dios se comprometía diciéndole: “a tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río” (Gn. 15, 18).
Cuando nuestra relación con Dios está fundada en el amor y se cuida en la fe, la promesa y el mandamiento de Dios dejan de ser causa de inquietud y de disgusto y pasan a ser motivo de esperanza y de verdadera alegría interior. Cuando hay fe, la promesa de Dios estimula nuestro crecimiento integral y nuestro deseo de ser santos como n os pide el mandato de Jesucristo: “Sed santos porque mi Padre del cielo es santo” (Mt 5,48). Nosotros, como hijos suyos y partícipes de su naturaleza y de su vida por la gracia que recibimos en el Bautismo, estamos llamados y capa citados para crecer en semejanza de Dios de quien somos imagen por desde que fuimos creados por Dios.
El salmo interleccional, como respuesta al regalo divino de la esperanza que gozamos por al fe puesto que amamos a Dios, nos invita a dirigirnos a Él con una profesión de fe sincera y clara: “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida”. Y, como es muy posible que nuestra fe flaquee, el salmo, que también es palabra revelada por Dios, nos hace oír una voz de ánimo con estas palabras: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor”
La promesa que el Señor hizo a Abraham con las palabras que hemos escuchado, la hizo a Pedro, a Santiago y a Juan llevándoselos consigo a la cumbre de un monte y apareciendo ante ellos transfigurado con todos los elementos con que podían los apóstoles reconocer a la divinidad. Y, como ayuda a esta visión, se oyó de nuevo la voz del Padre diciendo: “Este es mi hijo, el escogido; escuchadle”. La gran satisfacción que sintieron los apóstoles ante la transfiguración de Jesucristo, y que hizo exclamar a Pedro diciendo. ¡qué hermoso es estar aquí! Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés u otra para Elías” es la prueba de que el Señor nos conduce hacia la felicidad. Para eso entregó su vida por la redención de todos.
En el camino cuaresmal, en el que debemos procurar la propia conversión, y la de quienes nos rodean, elevemos nuestra oración a Dios pidiéndole, por intercesión de la santísima Virgen María, ser capaces de todos esfuerzo para el crecimiento en la fe. Que la gracia de Dios abunde en nosotros especialmente en este Año de la Fe, y que la llamada de Jesucristo a la santidad y al esfuerzo para conseguirla encuentr eco en nuestro corazón.

QUE ASÍ SEA

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