Homilia Dedicación de la Catedral de Badajoz

HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE
LA CONSAGRACIÓN DE LA CATEDRAL DE BADAJOZ


Domingo, 13 de Septiembre de 2008


Mis queridos hermanos capitulares de esta Santa Iglesia Catedral metropolitana,
queridos hermanos sacerdotes que os habéis unido a esta solemne celebración,
queridos fieles cristianos, religiosas y seglares:


1.- Hoy celebramos una gran fiesta y conmemoramos un acontecimiento muy significativo para la vida de nuestra Archidiócesis. La fiesta es la Exaltación de la Santa Cruz. En ella Cristo se entregó al Padre como ofrenda cruentamente sacrificada para alcanzar nuestra salvación. Al mismo tiempo celebramos el aniversario de la Consagración o dedicación de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Ambos acontecimientos constituyen un claro motivo de gozo interior y de solemne celebración litúrgica.

El motivo de nuestra alegría es múltiple. Reúne diferentes aspectos que confluyen en la significación de la Santa Cruz y de este sagrado Templo:

-En la Cruz de Jesucristo, por la redención que Cristo obro con su muerte y resurrección, se encontraron de nuevo el Hombre y Dios, se parados por el alejamiento de la criatura humana causado por el pecado. Se restableció el equilibrio querido por Dios desde la Creación.

- En la preciosa realidad arquitectónica de este Templo, signo del universo creado y ordenado por la infinita sabiduría del Arquitecto celestial, brilla ese equilibrio estético y sobrenatural que el Señor quiere que alcancemos viviendo el Evangelio de Jesucristo.

La contemplación de la armonía propia de la creación en las relaciones entre el hombre y Dios y el anuncio y adelanto de la armonía que estamos llamados a lograr en la sociedad y en la naturaleza entera, ha de causarnos un auténtico gozo al considerar que todo ello es regalo de Dios a nosotros sus criaturas predilectas.

-La estremecedora imagen de la Cruz, que estamos acostumbrados a contemplar, es el final de un largo proceso en el que Dios ha ido buscando al Hombre con paciencia y constancia, con amor y misericordia.

-La bella estructura de este sagrado Templo es el exponente de una larga historia de fe, que ha ido fraguando la identidad cristiana de nuestro pueblo; y, desde ella, ha embellecido, con el rico manto del arte, la herencia que dignifica nuestra cultura y enorgullece sanamente nuestro espíritu.

Todo ello ha de causarnos verdadera satisfacción; porque en esta historia sagrada que ha preparado la íntima relación entre Dios y el Hombre, y en esta cultura que expresa la fe de un pueblo atento a la voz de Dios, se proclama la vocación sublime para la que Dios nos ha elegido: ser familia del Señor y dominar la tierra renovando el mundo en el Nombre de nuestro Señor Jesucristo.

-El templo catedralicio es el signo por excelencia de la Iglesia Universal, lugar
de encuentro personal de Dios con los hombres, que se reinició en el primer templo de la redención que fue la Santa Cruz. Por él disfrutamos del cálido regazo del Padre Dios.

-En el Templo, que es edificio material y, al mismo tiempo, morada espiritual de
Dios con nosotros, se están cumpliendo las palabras del Señor: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Y eso debe llenarnos de alegría sobrenatural. Así pondremos siempre la mirada en lo alto al caminar sobre la tierra, porque es el Señor quien nos acompaña. Y en ese camino, llevaremos como el cayado más seguro, la cruz de Jesucristo, el madero en el que se esculpió nuestra salvación.

Este sagrado Templo, sede capital de nuestra comunidad cristiana, es el más
distinguido signo de la Diócesis, como porción del pueblo de Dios que, unida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por el evangelio y la Eucaristía, constituye una iglesia particular en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo. (cf. Chr. D. 11).

-También ha de alegrarnos esta consideración porque, entrando en este sagrado
Templo, tomamos conciencia de la unidad que, por obra del Espíritu Santo, salvaguarda nuestras relaciones como miembros del mismo cuerpo místico de Cristo. Unidad que tiene su origen en la cruz por la que fuimos hechos hijos adoptivos de Dios y hermanos en el Señor.

El Templo catedralicio es, también, el signo de cada uno de nosotros que, por la gracia de la redención, hemos sido edificados espiritualmente como templos vivos de Dios y morada del Espíritu Santo.

La alegría que brota de estas consideraciones se convierte, a la vez, en estímulo de constante conversión para salir al encuentro de Dios que nos busca, para procurar la intimidad con el Señor que nos espera, y para ser, en verdad, morada limpia en que Dios pueda habitar. Por la intimidad de esa inhabitación de Dios en nosotros podremos manifestar a los hombres su verdadero rostro, que tiene perfiles de misericordia y nos invita a la verdadera felicidad.

2.- La primera actitud que brota espontánea en el alma del cristiano consciente, al considerar la riqueza de la Cruz y los distintos significados de este edificio dedicado al Señor nuestro Dios, es la gratitud. En primer lugar, porque, como dice el Prefacio de la Misa propia de la consagración del templo,“en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros” (pref.. misa propia).

La comunión con Dios, que Jesucristo nos ha devuelto con su muerte y resurrección redentoras, realiza en la Iglesia la sorprendente unidad en la fe, en la esperanza y en la caridad, que la mantiene compacta y bien trabada, como están compactas y bien trabadas las piedras que integran este sólido edificio. Así corresponde al organismo vivo y universal del Cuerpo Místico de Cristo.

En verdad, por encima de todo cuanto pueda atraer nuestra atención al contemplar, con ojos de fe, este emblemático edificio, debemos considerarlo, cuidarlo y utilizarlo como el espacio privilegiado para el encuentro personal y comunitario con Dios. Por eso está presidido siempre por la Cruz de Jesucristo, origen del encuentro con Dios que en el Templo mantenemos y cultivamos mediante la instrucción de la palabra de Dios y mediante la gracia santificante que recibimos en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía. Esa Gracia es la que nos capacita para unirnos a los hermanos en la fe, y para dar testimonio en el mundo, del amor de Dios que nos salva.

3.- Este edificio está integrado por diferentes ámbitos que no rompen la unidad sino que la adornan con la singularidad de cada uno de ellos. También la Iglesia diocesana está integrada por diferentes grupos. Todos ellos son llamados por Dios a conformar la armónica belleza de la unidad eclesial. Niños y jóvenes, adultos y matrimonios, enfermos y ancianos, inmigrantes, pobres y marginados, todos ellos son invitados al banquete de las Bodas que se celebra en este lugar sagrado. Pero no todos acuden; y tampoco todos llegan a él con el traje que corresponde. Por eso, al celebrar la fiesta de la Consagración de este Templo catedralicio, no podemos menos que pensar en cuantos no lo tienen por casa propia, y en cuantos, aún entrando en él, no participan del banquete sagrado de la salvación.

Al considerar esta realidad, ha de preocuparnos la lejanía de muchos y el alejamiento de otros. Situación que hace más sonoras y acuciantes las palabras de Cristo: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn. 10, 16).

Queridos hermanos sacerdotes, religiosos y seglares: la voz del Señor que han de escuchar las ovejas dispersas, es, por voluntad divina, la voz y el testimonio de cada uno de nosotros. En el día en que celebramos la Fiesta de la Santa Cruz y la dedicación del Templo catedralicio, debemos tomar conciencia de nuestra vocación a la unión con Dios y a la unidad eclesial por la Comunión que la gracia hace posible entre los bautizados. Esa es la unión copn Dios y la unidad fraternal entre nosotros a la que Cristo nos convoca abriendo sus brazos en la cruz y convocándonos alrededor de su mesa en el Templo sagrado.

La acción pastoral en la que todos estamos comprometidos por la vocación cristiana, debe hacer presente por doquier la llamada del Pastor supremo que es Cristo. El levantó su voz para congregar a todas las ovejas, integradas en su redil y extrañas todavía a él. Él preparó para todas un banquete exquisito, sobre cuya mesa ha puesto y pone cada día su Cuerpo y su Sangre como el mejor de los manjares. A nosotros nos queda correr a decir a todos los que nos rodean cuanto hemos visto, cuanto hemos oído, cuanto hemos recibido, cuanto hemos gozado y cuanto hemos descubierto en el Templo, gracias a la redención que Cristo realizó desde la Cruz.

4.- A nuestro alrededor hay muchos jóvenes que no han descubierto el verdadero sentido de la vida, y andan descarriados como ovejas que no tienen pastor. En el entorno de cada uno de nosotros, más cerca o más lejos, hay muchos matrimonios que no han llegado a experimentar la fuerza del sacramento que recibieron, y que no viven su relación indisoluble con alegría, con esperanza, con un verdadero espíritu de entrega y de generosa donación mutua, y con verdadera gratitud al Señor que les ha unido.

Hay muchas familias que viven desarticuladas, con el consiguiente perjuicio para los hijos, pequeños y adolescentes. Hay muchos ancianos y enfermos solitarios y desconsolados. Tenemos muy cerca inmigrantes que salieron de su tierra y de su parentela en busca de subsistencia para sí y para los suyos, y que andan perdidos con la total carencia de acogida, de comprensión, de alimento, de esperanza en un futuro mejor, y de amistad.

Al enumerar todo esto no podemos menos que sentirnos llamados con urgencia a emprender conjuntamente acciones para ofrecer la luz del evangelio, el amor de Cristo y la esperanza de una vida mejor, a todos los que nos rodean.

Es necesario que avivemos en nosotros y en el seno de nuestras comunidades parroquiales el sentido de nuestra personal responsabilidad en la atención de los hermanos.

5.- En la oración con que comienza la Misa de la Consagración de la Catedral, se pide al Señor que escuche nuestra plegaria para que, en este lugar sagrado, le ofrezcamos siempre un servicio digno; y así sus fieles obtengan los frutos de una plena redención. Esa oración no será plenamente sincera, si no va acompañada de un decidido propósito de comprometer nuestra vida, con claridad y valentía, en el apostolado y en una acción pastoral cada vez más pensada y mejor preparada. Para ello, es absolutamente necesario que cada uno de nosotros asuma esa responsabilidad como si nadie más pudiera hacerlo; y que, al mismo tiempo, contemos con los esfuerzos de los demás, sabiendo amoldar los nuestros a los suyos, e intentando ofrecer nuestras iniciativas a quienes están llamados a idéntico ministerio.

Ojalá pudiéramos oír cada día, de labios de algún joven, de algún matrimonio, de algún enfermo, etc., con unas u otras palabras, la expresión del Salmo: “Vale más, Señor, un día en tus atrios, que mil en mi casa” (Sal. 83, 11).

6.- Puesto que el Templo es, ante todo, el lugar donde se proclama la palabra de Dios y donde se eleva al Padre el sacrificio de la redención, cuyo ministerio corresponde a los sacerdotes, debemos tener hoy un recuerdo especial y una sentida oración en favor de las vocaciones al Sacerdocio ministerial.

Todos tenemos noticia de la escasez de aspirantes al sacerdocio. Todos sabemos, por la fe, que Dios no deja de llamar. Podemos suponer, pues, que lo que ocurre es que esa llamada no se oye, no se entiende, no se valora, o no se acepta. Ello supone que, quienes disfrutamos los dones del Señor en el templo de su gloria, debemos hacer cuanto está de nuestra parte para que se oiga y se valore la llamada del Señor, y haya obreros dispuestos a atender a su abundante mies.

Quizá los que viven en la ciudad no perciban con toda su crudeza el tremendo problema de la escasez de sacerdotes. Hay un lamentable e inquietante desequilibrio en la distribución del clero entre las ciudades y los pueblos, cuya solución resulta harto difícil por muchos factores que ahora escapan a nuestra consideración. Pero no seamos como quienes, al vivir en la abundancia de los países ricos, olvidan las perentorias necesidades de los países pobres. Hagamos, desde la situación de cada uno, todo lo que esté de nuestra parte para la solución del problema. La responsabilidad vocacional no está solamente en los jóvenes. Hay muchos padres, también cristianos, que miran con disgusto, o se oponen frontalmente, a que sus hijos aspiren al Sacerdocio. Esto es tan cierto como lamentable. Debemos orar por ellos y por sus hijos.

Que la Santísima Virgen María, testigo excepcional de la Cruz y primer templo material y espiritual de Cristo en la Tierra, nos ayude a entender y a gozar lo que significan la Cruz y el Templo; y a asumir los compromisos cristianos a que nos llama el Señor.

QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: