I Vísperas Dedicación de la Catedral de Badajoz

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL
ANIVERDARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CATEDRAL DE BADAJOZ


Sábado, 13 de Septiembre de 2008
Efesios. 2, 19-22


Queridos hermanos sacerdotes, y fieles participantes en la celebración litúrgica de las solemnes Vísperas. Con esta acción litúrgica iniciamos los actos conmemorativos del aniversario de la Consagración de esta Catedral metropolitana de Badajoz.

“Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2, 19).

¡Qué advertencia tan consoladora la que nos llega hoy a través de S. Pablo en la lectura de la palabra de Dios que acabamos de escuchar!

Tenemos patria, ciudad y casa. Nuestra Patria es la Patria de Dios: el cielo. Nuestra ciudad es, también, según S. Agustín, la Ciudad de Dios, que es la Iglesia. En ella el Señor de cielos y tierra vive y se hace presente a quienes le contemplamos con mirada de fe, humilde y admirada. Y nuestra casa es el sagrado Templo. En él se encuentra el Señor con los hombres para compartir con nosotros su amor, su vida y su intimidad.

En el templo Dios nos habla mediante la proclamación litúrgica de su palabra. En el Templo, Cristo, Dios y Hombre verdadero, se nos manifiesta como el Cordero inmaculado. Con su perfecta integridad personal y con su máxima santidad, se ofrece al Padre y se vuelva en favor nuestro, haciendo presente su único sacrificio redentor cada vez que se celebra el Santo Sacrifico de la Misa. Y con esta entrega manifiesta del mejor modo posible el amor de Dios a la humanidad, a cada hombre y a cada mujer de cualquier edad y condición. Inmenso gesto éste por el que la misericordia divina brilla infinitamente por encima del amor que podamos tenernos cada uno a sí mismo.

En el Templo, Dios se confía a nosotros como dulce manjar al invitarnos a la Mesa de su Cuerpo y de su Sangre. Este exquisito alimento nos capacita para caminar por la historia hacia el encuentro glorioso con la Santísima Trinidad.

En el Templo, Dios nos espera, hecho excelso sacramento, para compartir con nosotros, en el apacible diálogo de la oración sencilla, los sentimientos y los anhelos, las penas y las alegrías, los proyectos y los fracasos, los entusiasmos y las oscuridades, y los silencios en que llegamos a sumirnos cuando nos embarga la admiración de su grandeza y la profundidad inabarcable de su Misterio.

Nosotros, expulsados del Paraíso, en que la infinita sabiduría de Dios, su bondad infinita y el amor sin medida ni condición nos había puesto al crearnos, éramos, desgraciadamente, peregrinos errantes, sin destino ni patria, sin ciudad ni hogar propios, sin familia ni afecto alguno capaz de saciar nuestro corazón ansioso y solitario. Y, Dios nuestro Creador y Señor, a quien habíamos ofendido queriendo ocupar su lugar, desconfiando de su palabra, y siguiendo absurdamente la mentirosa tentación diabólica, movido exclusivamente por su amor hecho misericordia, quiso asumir la deuda que teníamos con Él mismo. Y, en un misterioso gesto de incomprensible amor divino, cuyas medidas escapan a la consideración humana, “envió... a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gal. 4, 4).

Desde ese momento, cada uno de nosotros ha superado la condición de peregrino errante, y puede recibir, por el Bautismo, la condición de peregrino esperanzado, capaz de avanzar por los días de esta vida terrena, y a través del desierto de la historia, hacia la vida eterna y feliz. Allí, la alegría plena y sin fin colmará todo anhelo. Allí, podremos disfrutar el gozo sobrenatural e infinito de la plenitud del amor en la compañía de Dios. Allí, podremos contemplarle cara a cara, descubriendo el Misterio de Dios Uno y Trino, Padre y Juez de vivos y muertos, cuyas delicias están en los hijos de los hombres (cf. Prov. 8, 31).

Desde el momento sublime y absolutamente inmerecido de la redención, que Cristo realizó con su muerte en el Calvario y que consumó con su triunfante resurrección y con su gloriosa Ascensión a los cielos, nuestra patria es el cielo. En esa inigualable e inmerecida patria ponemos nuestra mirada llena de ilusión y esperanza. Desde ese momento de infinita misericordia tenemos, al mismo tiempo, una familia divina y humana puesto que somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Desde ese inolvidable momento, disponemos de un hogar no sometido a domicilios destructibles, como son los propios de esta tierra: la Iglesia.

Nosotros mismos somos familia y hogar del Señor, porque hemos sido adoptados por el Padre gracias a los méritos de Jesucristo, su Hijo Unigénito; por el don del Espíritu Santo, hemos sido constituidos en Templos vivos de Dios y morada del Espíritu. Templo vivo del Señor que se abre a su inhabitación íntima y transformadora cada vez que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía.

Somos familia de Dios, significada en la Comunidad cristiana.
Somos parte de la Iglesia de Cristo, significada en este precioso Templo, cuya consagración recordamos, y cuyo aniversario celebramos.

Somos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo en el que hemos sido integrados por el bautismo. Y, como tales miembros, tenemos como signo las piedras del edificio sagrado en el que nos reunimos para adorar y alabar a Dios. Como en esta tarde y en este sagrado lugar, debemos entonar siempre interior y exteriormente salmos, himnos y cánticos inspirados. En ellos sube al cielo la oración de la Iglesia, como una plegaria agradable al Padre porque se une a la oración de Jesucristo sacerdote eterno y valedor nuestro.

Es Dios mismo quien nos capacita para acercarnos a Él en la intimidad de este hogar familiar que es el Templo.

Es Dios mismo quien nos edifica como piedras vivas, ensambladas con la precisión de la Arquitectura divina, y solidamente afirmadas sobre el cimiento de los Apóstoles y Profetas /cf. Ef. 2, 20).

Es Dios mismo quien nos hace capaces de permanecer unidos en la comunión eclesial, como permanecen unidas las piedras del edificio sagrado en que nos reunimos. Comunión que brota de la Gracia. De esa Gracia que nos transforma en criaturas nuevas que tienen por Padre a Dios, por maestro a Jesucristo, por consejero al Espíritu, y por protectora a María Santísima, ante cuya imagen bendita nos hemos congregado hoy. Nuestra vocación es la santidad, y nuestro horizonte es la vida eterna junto a nuestro creador y Señor. Su Espíritu nos enseña a orar, nos mantiene en la fidelidad, y nos llena de esperanza para afrontar las duras pruebas de esta vida, y para superar las debilidades propias de nuestra condición contingente y pecadora.

Esta es nuestra realidad en los planes de Dios. Esta es nuestra condición de partida desde el Bautismo. Este es el horizonte de nuestra peregrinación, y la meta de nuestro camino. Por ello, al considerar todo esto, nos reunimos en el Templo, donde el Señor nos llama, nos espera, nos acoge, nos habla y se nos da sacramentalmente. Aquí elevamos nuestra súplica, unidos en la oración con toda la Iglesia y con la Madre del cielo. Ella, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, se hace una voz armoniosa con las voces de cuantos se dirigen al Señor invocándole humilde y confiadamente como verdaderos hijos.

La Santísima Virgen María, bajo la consoladora advocación de la Soledad, y cubierto el rostro con las lágrimas del dolor espiritual que le causa el maltrato de su Hijo, se pone ante nosotros diciéndonos: mirad si hay dolor como el dolor mío. Y manifestando el dolor de haber perdido a Cristo por la malicia de los hombres, nos ayuda a entender el dolor de Cristo por perdernos como hermanos a causa del pecado.

Pidamos a la Santísima Virgen, Madre y Maestra de cuantos buscamos al Señor y nos reunimos en el Templo para celebrar el misterio de la redención, que interceda ante su Hijo, salvador nuestro, y nos alcance la gracia de ser conscientes de la magnanimidad del Señor, y de saber corresponderle limpia y generosamente apartándonos del pecado.

Que la Virgen de la Soledad nos ayude a entender que no hay peor soledad que la causada por el alejamiento del Señor. Y, convencidos de ello, busquemos siempre a Jesucristo en el Templo y en lo más íntimo de nuestro ser, donde habita invitándonos a seguir la vocación cristiana con que nos ha elegido y distinguido.


QUE ASÍ SEA

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