Homilia en la Ordenación de un diácono

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE UN DIÁCONO
Domingo, 5 de Octubre de 2008


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Querido Miguel Ángel, aspirante al diaconado como paso hacia el sacerdocio,
Queridos familiares y amigos del joven ordenando,
Hermanas y hermanos todos, fieles cristianos religiosos y seglares:

Estamos participando en la solemne celebración de la Eucaristía en cuyo marco administraré el Sacramento del Orden sagrado, en el grado de Diácono, a este joven que manifiesta sentir la vocación del Señor para servirle en la Iglesia como Sacerdote.

Lo primero que acude a mi mente es el deber de constante gratitud al Señor. Él nos bendice siempre; y ahora nos distingue con el don de su Espíritu, obrando maravillas entre nosotros, para gloria de la Santísima Trinidad, y para el bien de sus hijos, peregrinos por el desierto de la historia, caminando hacia la plenitud en la Verdad, en el amor y en la paz. El sacerdocio es una auténtica maravilla del Señor, que ni merecemos, ni podemos comprender en toda su profundidad.

La vocación al sacerdocio es un auténtico y precioso regalo del Espíritu a su Iglesia, del mismo modo que la Iglesia es el mejor regalo de Dios al mundo. Sin sacerdocio no habría Iglesia; y sin la Iglesia no sería posible el sacerdocio. Y sin ambos no sería posible la proclamación verídica de la palabra de Dios, el perdón de los pecados, la comunión en el Cuerpo y sangre de Jesucristo, y la participación en la gracia divina mediante los demás sacramentos, como regalo para alcanzar la salvación eterna.

El Señor ha unido la Iglesia y el Sacerdocio en la suerte y en el ministerio de hacer presente su obra salvífica a través de los siglos para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4). Por tanto, aunque muchos no lo aprecien así, podemos decir con toda verdad, que el sacerdocio es, también, un regalo del Señor a la humanidad.

A través de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, se hace presente en la historia el misterio de la Encarnación de Jesucristo; y, con él, va trascendiendo a los hombres de todos los tiempos el amor de Dios; porque “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no perezca ninguna de los que creen en él” (Jn. 3, 16).

Asistimos, pues, a un hecho que proclama la promesa del Señor. Con palabras del profeta Jeremías, Dios manifestó su decisión de darnos sacerdotes según su corazón. Promesa especialmente esperanzadora, precisamente en estos tiempos en que escasea la disponibilidad y la entrega de jóvenes a Dios para ser ungidos y enviados como sacerdotes del Altísimo.

Al imponer las manos sobre la cabeza del joven aspirante al sacerdocio ministerial, para ordenarle como Diácono de la Santa Madre Iglesia, el Espíritu convierte a este joven en un regalo de Dios para su Pueblo Santo. Por ello, a partir de ese momento, el joven Diácono ya no se pertenece a sí mismo, ni a su familia, ni a su pueblo, ni a sus amigos; aunque esta consagración de ningún modo rompe los lazos familiares ni se opone a los vínculos de una sana amistad. A partir de ese momento, el joven Diácono será sólo propiedad de Dios para su Iglesia, don del Señor para su Pueblo; y sólo Dios será la parte de su herencia. Eso es lo que se significa en la promesa solemne de guardar el celibato durante toda la vida, aunque parezca extraño e innecesario para muchos dentro y fuera dela Iglesia.

Querido Miguel Ángel: Cuando imponga mis manos sobre tu cabeza y pronuncie la oración propia del Sacramento del Orden en el grado de Diácono, habrás dejado de pertenecerte. Nunca ya serás propiedad de nadie, y tampoco te corresponderá decidir sobre ti mismo. En un gesto que sólo Dios puede inspirar y verificar, serás consagrado plenamente al Señor para gloria suya, para el servicio de su Iglesia y para la proclamación del mensaje de salvación a todos los que abran el espíritu a su palabra.

Al disponerte a recibir el sacramento del Orden, te convertirás en signo vivo de obediencia a Dios, aceptando humilde y gozosamente la misteriosa elección con que el Señor te toma de entre los hombres y te prepara para constituirte en favor de los hombres.

Corren tiempos en que se hace especialmente escaso y sorprendente el gesto de plena consagración al Señor. En él se manifiestan la fe en las palabras de Cristo y el gozo de sentirse aludido por el Señor cuando dice: “No me habéis elegido vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros, y os destiné a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn. 15, 16).

Es necesario dar la primacía al Señor en este mundo cuya cultura dominante pretende la sustitución de Dios por el hombre. Las corrientes que se adjudican el calificativo de progresistas pretenden poner en manos del hombre la única referencia de la verdad, la determinación de lo que pertenece al bien y al mal, y la fuente de esperanza en la felicidad que tanto ansían las personas. En cambio, lamentablemente, quienes dan la espalda a Dios privan al hombre de la auténtica esperanza, y cierran su camino hacia la felicidad profunda y sobrenatural, única capaz de afrontar cualquier prueba y de vencer toda adversidad. Con la actitud de cerrarse en sí mismo, el hombre va minando los cimientos de la propio humanismo, y pone en peligro lo más característico del hombre que es la libertad y la trascendencia. Consiguientemente, impide el propio crecimiento integral y el progreso auténtico de la sociedad. Aflora enseguida, como bien sabemos por experiencia, el desequilibrio personal y social entre el espíritu y la materia, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la atención a lo propio y el respeto a lo ajeno.

Con el egocentrismo, que excluye a Dios de la vida personal y social, el hombre, carente entonces de un punto de referencia firme y estable, se dispersa, se encierra en sí mismo, hace crecer inconscientemente el egoísmo, y destruye los cimientos de la paz; la convivencia se hace difícil; y la insistencia sobre el respeto en el pluralismo, sobre la tolerancia en las discrepancias, y sobre la solidaridad en las necesidades ajenas, pierden su autenticidad y consistencia, y quedan solo en elementos programáticos y en discursos que no convencen.

Queridos hermanos todos, sacerdotes, religiosos y seglares: el regalo constante de la Gracia, de la Vocación a consagrar la propia vida al Señor, y de la Iglesia en la que Dios nos depara toda fuente de enriquecimiento espiritual, constituyen un don personal y un regalo a la humanidad. Por tanto, al recibir este don en la propia persona y en la comunidad eclesial de la que formamos parte como miembros vivos, debemos dar gracias a Dios y disponernos a proclamar su grandeza y su generosidad para con nosotros. Proclamación que tiene su más elocuente muestra en la entrega personal para servir al Señor en su Iglesia desempeñando las responsabilidades que nos correspondan, y decidiéndonos a reflejar en el mundo la luz del Señor resucitado y salvador.

Unámonos en la oración suplicando al Señor que mantenga en la entrega generosa a este nuevo Diácono de la Iglesia, y que nos disponga a responder con prontitud a la llamada con que Dios orienta nuestra vida y guía nuestros pasos.

Sed todos entusiastas defensores de la vocación al sacerdocio y a la Vida Consagrada. El Señor nos ha prometido pastores según su corazón, pero ha puesto en nuestras manos, como en las de Juan Bautista, la misión de allanar montes y rellenar valles para que desaparezcan los obstáculos que dificultan la captación de la llamada divina y la obediente aceptación de su santa voluntad. Obstáculos que no se concentran en los propios jóvenes, sino que provienen muchas veces de las propias familias, de la deficiente pastoral de juventud, de la falta de oración de la comunidad, de una pobre iniciación cristiana, y de un ambiente claramente contrario. Pero todo esto podemos superarlo, y a ello debemos decidirnos poniendo cada uno lo que está de su parte y buscando el consejo oportuno y la ayuda de Dios siempre necesaria.

La Santísima Virgen María, ejemplo de atención y seguimiento de la llamada de Dios por encima de toda oscuridad y adversidad, nos alcance del Señor la gracia de la fidelidad ante la vocación divina.

QUE ASÍ SEA.

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