HOMILIA SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

5 de diciembre, 2010
Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes.

Queridos miembros de la vida consagrada,

Queridas hermanas y hermanos todos:

1.- En el domingo anterior, con el que iniciamos el tiempo de Adviento, la Palabra del Señor nos hablaba de la profunda renovación a que estamos llamados por el Señor. Sin una auténtica conversión interior es imposible contribuir a la renovación de la sociedad y a la recta ordenación del mundo. Por eso el Señor nos invitaba, a través de san Pablo, a despertar del posible sueño y a conducirnos como en pleno día. Esto es, con diligencia y espíritu de superación.

En este Domingo segundo de Adviento, la Palabra de Dios nos acerca un poco más a la realidad transformadora de nuestro espíritu y de nuestra sociedad para que logremos la plenitud de todo lo creado. Esa es la voluntad del Señor que manifestó en la creación ordenando a nuestros primeros padres: Creced y multiplicaos y dominad la tierra.

2.- En verdad, la renovación de las personas, de la sociedad que integramos y del mundo en que vivimos, no puede ser obra del pecado, ni siquiera de nuestras limitadas capacidades, por esmeradas que sean. Ha de ser obra de quien tiene la inteligencia, el amor y el poder infinitos, único autor de la creación.

Por eso, la Santa Madre Iglesia nos enseña, a través del profeta Isaías, que la conversión y la renovación que anhelamos y esperamos, vendrá por mano de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, como renuevo del tronco de la humanidad creada por Dios.

La expresión bíblica con la que n os ad vierte de ello el Profeta, es tan clara como poética. “Brotará un renuevo del tronco de Jesé y de su raíz brotará un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor…” (Is 11, 1ss)

3.- La convicción de que no somos nosotros, sino el Señor, quién hará posible la renovación de todo y la consiguiente salvación de todos, no nos exime de la propia responsabilidad en este urgente quehacer. A nosotros corresponde preparar el camino al Señor para que llegue al corazón de las personas y al fondo las realidades sociales.

Ciertamente, la pluralidad humana, y la peculiaridad de la visión que cada uno tiene de su identidad, del proyecto social y, por tanto, del lugar de Dios en el mundo, da y dará lugar a notables diferencias e incluso a posturas encontradas en la idea de lo que es la salvación de las personas, de las instituciones, de la sociedad y del mundo en general. Pero no podemos aplazar nuestra responsabilidad cristiana y, consiguientemente apostólica, al momento en que las circunstancias sean favorables y a que todos confluyamos en un mismo objetivo y en un mismo camino. La conversión o transformación a que nos llama la Iglesia en el tiempo preparatoria a la Navidad requiere que cada uno asuma su propia tarea contando siempre con la fuerza del Espíritu Santo. Con ella podemos hacer frente al mundo y a todas las dificultades que nos presente.

Solo cuando el Espíritu Santo obra en nosotros, somos capaces de obrar en la rectitud de la verdad y en la justicia, que es el vehículo del bien.

Así nos lo enseña el profeta Isaías refiriéndose al Mesías, fundamento e iniciador de la Redención y del orden nuevo que debemos procurar.

Dice el profeta: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11, 1)

4.- Cuando Jesucristo se presentó como el Mesías, manifestó que obraba con la fuerza del Espíritu Santo. Dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 16-30) Y, a partir de ese momento, el Señor pudo decir: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida. Quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la Vida”.

Por la misma razón, cuando Jesucristo quiso dejar a los Apóstoles como continuadores de su obra salvífica, no se limitó a animarles diciéndoles: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20) Reunido con ellos, les dijo: “Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos… hasta el fin del mundo” (Hch 1, 8ss) Y en otra ocasión les dijo también. “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23)

Esta enseñanza nos hace recordar el día de nuestra confirmación en que, por ese admirable sacramento, vino a nosotros el Espíritu Santo capacitándonos para obrar de acuerdo con nuestra condición de bautizados, hijos de Dios, miembros de la Iglesia y constituidos apóstoles entre nuestros semejantes.

4.- El modelo de nuestro comportamiento lo tenemos en san Juan Bautista, cuya vida entera llena de la acción divina, se convirtió en fuerte llamada a preparar el camino del Señor, y a proclamar el tiempo de gracia que el Mesías trae para todos. Y para ello hace alusión al Espíritu diciendo que Cristo nos bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Al celebrar este segundo Domingo de Adviento, tomemos ejemplo de S. Juan Bautista y, escuchando al Profeta Isaías, acerquémonos al Señor en la Eucaristía, y pongámonos a sus disposición asumiendo la responsabilidad de nuestra conversión y de apostolado generoso para con el prójimo.

QUE ASÍ SEA

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