HOMILIA EN LAS PRIMERAS VISPERAS DE LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCION

Badajoz, 7 de diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos diácono, religiosas y seminaristas

Hermanas y hermanos todos:

Con el canto de estas Vísperas solemnes, hemos comenzado la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción.

Podríamos decir que esta fiesta es la expresión de una convicción y un deseo de la cristiandad, cada vez más extendido entre los fieles.

- La convicción se centra en la fe: creemos firmemente que la Virgen Santísima y Madre de Dios fue concebida sin pecado original y, por tanto, llena de gracia desde el primer instante de su concepción.

- El deseo apuntaba a que la Iglesia declarase el Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, y que instituyera su fiesta en toda la Iglesia universal.

Nosotros, por la reflexión apoyada en la fe, participamos de la convicción de nuestros mayores desde muchos siglos. El prefacio de la Santa Misa correspondiente a la fiesta que celebramos, lo expresa muy claramente diciendo: “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad”

El deseo manifestado por los fieles en siglos anteriores y durante mucho tiempo, y cumplido ya en nuestros días es una realidad de la que gozamos año tras año con verdadera satisfacción y con profunda gratitud.

Nuestra gratitud se eleva como un canto de alabanza al Señor porque, teniendo en su designio eterno la decisión de compartir con la humanidad la condición terrena, eligió hacerse en todo semejante al hombre menos en el pecado. Por ese motivo, quiso nacer de las purísimas entrañas de la Virgen Madre a quien había elegido desde el principio.

Nuestra gratitud brota con singular alegría porque en las entrañas virginales de María Santísima Cristo asumió la sencillez y la grandeza de las criaturas humanas como ayuda para la realización de los planes de Dios Padre. Con ello nos dio muestra clara de que el Señor, que - a decir de San Agustín nos creó sin nosotros -, quería salvarnos con nuestra libre colaboración. En la Santísima Virgen María, encontró el signo de la colaboración humana plenamente fiel, como parte necesaria para la salvación del mundo.

Nuestra gratitud crece al tomar conciencia de que el Señor quiso ennoblecer grandemente a su futura madre, dotándola con toda la riqueza de la plenitud de la gracia divina, ya que había sido elegida para ser instrumento de la Gracia de la salvación.

Nuestra gratitud como criaturas humanas, partícipes de la fe y de la gracia de Dios, se afianza en nosotros al considerar que, con la dotación extraordinaria de María santísima, nos dio a entender las enormes posibilidades que tenemos si decidimos responder “sí” a los planes del Señor, como lo hizo la santísima Virgen María.

La plenitud de la gracia desde el primer instante de la concepción es privilegio que sólo correspondió a la Madre de Dios, por su singular e irrepetible condición de futura Madre de Dios. Pero el crecimiento sin límites en la fidelidad al Señor, y la firmeza en dicha fidelidad, quedaron manifiestos como posibilidad en manos de todos, si cada uno seguimos el ejemplo de María.

En este cúmulo de motivos que nos llevan a dar gracias a Dios en la solemnidad de la Inmaculada concepción, tan arraigada en el pueblo cristiano, cuenta de modo muy importante la verdad que nos comunica san Pablo en la breve lectura que acabamos de escuchar:

El Señor Dios, escoge desde toda la eternidad a cada uno de los seres para el lugar que le asigna en la historia y en el proyecto de la salvación universal.

A quienes elige, los predestina capacitándolos con los dones que necesita para cumplir su misión.

A quienes predestina al haberlos escogido, los llamó de forma que cada uno pudiera enterarse y responda libremente a la divina vocación. Es ahí donde entra en juego nuestra libertad. Y es ahí, donde la libertad de la joven María se presentó ante Dios como plenamente fiel. Y en atención a esa fidelidad, el Señor la santificó plenamente, de forma que el pecado no la manchase de ninguna forma, previa a la decisión personal de María, ya que la joven Madre de Dios asumiría con plena libertad y con perfecta fidelidad en su momento, hacer norma de su vida la palabra, la voluntad, la vocación de Dios sobre ella.

La santificación de María transforma su condición humana desde el primer momento de su concepción, dotándole de la gracia incompatible con el pecado original.

A nosotros, la santificación inicial nos llega por las aguas bautismales por las que, purificados del pecado original y dotados de la gracia y de la fe, podemos avanzar día a día, libremente, en esa fidelidad de que nos dio ejemplo el Señor creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres.

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos llama, pues, a la gratitud constante al Señor porque ha obrado maravillas en favor de la humanidad. Nos llama también a la admiración de la grandeza divina capaz de obrar esas maravillas a pesar de la pequeñez de sus siervos. Y nos llama también a tomar conciencia de que también cada uno de nosotros ha sido escogido, predestinado, llamado y santificado para ser luz del mundo y colaboradores de Cristo en la misión de salvar a la humanidad y al mundo en que nos puso el creador.

Invoquemos la paternal misericordia del Señor para que nos ayude a ser fieles a su llamada, y a crecer en la grandeza divina que él mismo puso como semilla en nosotros, en la Creación y en la regeneración bautismal.

Que la Santísima Virgen María nos ayude a permanecer firmes en la fe, y a crecer, día a día, en fidelidad.

QUE ASÍ SEA

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