HOMILIA CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

19 de Diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Queridos hermanas y hermanos seglares:

Nadie puede vivir en paz, con optimismo y con un proyecto que estimule sus esfuerzos para vencer las inevitables dificultades y adversidades, si no sabe por qué vive y para qué vive. Todos necesitamos una razón suficiente para caminar por esta vida con ilusión y esperanza, dando el ritmo adecuado a nuestros pasos y poniendo el empeño necesario en lo que hacemos y debemos hacer.

Son muchas las personas y la ideologías que se nos ofrecen en todos los tiempos con la intención de presentar objetivos y razones que nos permita vivir en libertad y sacar partido de nuestros días sobre la tierra. Sabemos, también, cuánta insuficiencia y cuántos engaños había y hay tras de esas propuestas personales e ideológicas. No se nos ocultan los interrogantes fundamentales que permanecen allá en el fondo, a pesar de todo, y que afloran especialmente en momentos de dificultad, de fracaso, de grave enfermedad y de cruda e inesperada soledad.

Ante esta situación, comprobable incluso experimentalmente por casi todos, no cesan de surgir nuevas promesas de felicidad y nuevas doctrinas para encauzar nuestros pasos. Dios ha tomado parte en la respuesta a nuestra más importante pregunta, y nos ha ofrecido, ya desde los orígenes, un camino: su mensaje de plenitud y su promesa de salvación. Pero la humanidad, saturada de promesas y doctrinas que no alcanzan a cubrir las más profundas necesidades del hombre, siente que está siendo el juguete de fuerzas y poderes que no llega a dominar.

A pesar de todo, aún viviendo este difícil trance, las personas sentimos una fuerza que arrastra y satisface, al mismo tiempo, y que permite vivir con ilusión. Esto ocurre cuando uno se sabe querido, amado. El amor desinteresado gana a la persona y le da optimismo para vivir.

Sin embargo, la experiencia de sentirse amado, ha ido acompañada muchas veces por la decepción que causa el abandono inesperado e ingrato. Como conclusión de esa triste experiencia no cabe más que desconfiar también del amor, o esperar un amor infinito, indefectible y permanente. Este amor solo puede ser el amor de Dios.

No obstante, la pregunta sigue en alto con estas palabras: ¿Cómo sé yo que Dios me ama incondicionalmente? ¿Cómo sé yo que ese amor es capaz de acogerme después de mis infidelidades ante Dios y ante el prójimo ? La reacción brota espontáneamente reclamando una señal fiable. La frase es bien conocida: “Danos una señal y creeremos”. La palabra de Dios nos responde hoy con estas palabras: ”Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal .Mirad: la Virgen está en cinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel (que significa: Dios-con-nosotros)” (Is. 7, 14).

El Señor por su cuenta nos da una señal, porque es el Señor quien tomó la iniciativa de salvarnos después del pecado original. Allí mismo anunció la redención por obra de su Hijo amado, nacido de mujer, y enviado para aplastar la cabeza del maligno.

El Señor nos trae la salvación. Pero una vez más la santa Madre Iglesia, esposa fiel del Hijo encarnada, nos advierte de nuestra responsabilidad en la recepción del Señor y en el aprovechamiento de su gracia salvadora. Nos lo dice con toda claridad en el salmo interleccional, donde leemos: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón. Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia erl Dios de salvación” (Sal. 23).

Queridos hermanos, ese es el sentido y la finalidad del Adviento a cuyo término estamos llegando al celebrar hoy el cuarto Domingo de este tiempo Litúrgico.

Nuestro deber es hacer un acto de fe en la divinidad de Jesucristo y en su acción salvadora, que directamente contemplamos en la Semana Santa, y que sacramentalmente celebramos cada día en la Santa Misa. Aquí se hace presente a los ojos de la fe, la gran verdad que da sentido a nuestra vida: Dios nos ama infinitamente. Ha tomado la iniciativa para salvarnos, aunque el pecado lo habíamos cometido nosotros. Ha dado su vida por cada uno de nosotros. Y, además, no satisfecho todavía, nos busca para ofrecernos gratuitamente el camino y la gracia de la salvación.

Verdaderamente, en el Señor está el sentido de nuestra vida y la respuesta a las preguntas fundamentales que nos permiten vivir con ilusión y con esperanza.

Preparemos la Navidad procurando preparar al Señor nuestra alma para que habite en nosotros e ilumine los pasos que han de llevarnos a la vida por el camino de la verdad y del amor.

Vivamos con devoción este momento de la Santa Misa en la que el Señor actualiza para nosotros el único sacrificio redentor, y nos invita a participar de su Cuerpo y de su sangre como sacramento de salvación.

Y démosle gracias a Dios porque nos ama, nos salva, nos ayuda a v alorar la salvación, y nos busca para que estemos atentos a las indicaciones evangélicas que nos permiten recorrer el camino sin error.

La Santísima Virgen María, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, y ejemplo de cómo se ha de recibir al Señor, nos ayude a recibir al Niño Dios en la Navidad, y a serle fiel durante toda nuestra vida.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

12 de Diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Queridos hermanos y hermanas todos:

Celebramos hoy el Domingo tercero de Adviento. El anuncio de la venida del Señor alude cada vez más a la proximidad del Señor, y a lo que será la experiencia de quienes le reciban adecuadamente.

1.- Hoy, el profeta Isaías nos anuncia una situación verdaderamente atractiva con la llegada del Mesías; sobre todo, teniendo en cuenta las contrariedades que atravesaba el Pueblo de Israel al que dirige sus profecías inmediatamente. A nosotros, sus profecías nos llegan como lección para saber acoger al Señor y aprovechar su mensaje y su gracia.

Las imágenes que n os brinda el profeta son poéticamente bucólicas en lo que se refiere a la naturaleza, como imagen de la transformación que el Mesías anunciado traerá para todo. Pero, lo más importante del mensaje profético está en estas palabras: “Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios“ (Is. 35, 2).

La importancia de esta afirmación de Isaías está en que nos anuncia algo fundamental en la vida cristiana, que es la experiencia de Dios. Aunque el triunfo del Señor tendrá lugar al final de los tiempos, y será entonces cuando la transformación anunciada llegará a cumplirse plenamente, no debemos olvidar que el Señor obra en cuanto llega a nosotros, si es recibido con espíritu humilde, atento y dispuesto a caminar con él. Por tanto, cuando el Señor inicia su obra en nosotros, siempre con nuestra colaboración, nos enteramos, experimentamos su presencia y gozamos de su consuelo. Sin esta experiencia, sería imposible aceptar el mensaje profético. No sería comprensible que el Señor actuara en favor nuestro sólo al fin de los tiempos. Y resultaría muy difícil creer en su divina Providencia durante nuestra vida mortal, a pesar de sus prometedoras palabras: “Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt. 7, 7).

2..- Pero el mensaje profético es hoy más consolador todavía. Nos anuncia formas concretas de la acción del Señor en nosotros cuando viene a nuestra alma y es recibido adecuadamente. Nos dice Isaías: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará…” (Is. 35, 5-6). Por tanto, la presencia del Señor, debidamente recibido, obrará en nosotros determinadas transformaciones que nos facilitarán mayores posibilidades de conocer al Señor, de gozar de su presencia activa en orden a la transformación interior que nos abre a la plenitud en esta vida, y a la salvación eterna tras la muerte. Percibir la presencia del Señor se convierte en estímulo para acercarnos más a Él y gozar cada vez más de su intimidad.

3.- Con la obra del Señor en nosotros, se dibuja el futuro verdaderamente bueno, despierta el espíritu a la esperanza, y, como dice también hoy el profeta, “Pena y aflicción se alejarán” (Is. 35, 10). Dicho de otro modo: con la acción de Dios, la vida cobrará sentido en su totalidad y en cada uno de sus momentos; y el sentimiento de tristeza o de pesimismo ante las dificultades y contrariedades que nos imponen las limitaciones y debilidades propias y ajenas, serán superadas. Que sean superadas, no significa que desaparezcan, sino que encontrarán su sentido y podrán ser incorporadas al ejercicio de la personal superación y de la santificación a que somos llamados. Entendido así el mensaje que nos propone hoy la Iglesia con palabras de Isaías, el Adviento deja de ser un tiempo meramente convencional y conmemorativo, y se convierte en la imagen de nuestra vida y en lección para conducirla por el camino recto.

4.- No obstante, aunque el anuncio profético respecto de la obra del Señor en nosotros merece toda credibilidad, a la que nos ayuda la fe, conviene saber que los efectos no son instantáneos. Se van manifestando poco a poco, porque dependen de nuestra colaboración, siempre lenta, deficiente y sometida a los altibajos de nuestras oscilaciones ante Dios y ante nuestra necesaria conversión. Por eso el Apóstol Santiago nos recomienda evitar ansiedades, y nos dice: ”Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (Carta de Sant. 5, 7). Y para que esta paciencia no sea confundida con el quietismo y la actitud pasiva por nuestra parte, el Apóstol añade como ejemplo clarificador: “El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía….manteneos firmes” (Sant. 5, 7-8).

La firmeza por nuestra parte requiere confianza en el Señor, acercamiento al Señor en la oración, en la participación sacramental, sobre todo en la Eucaristía y en la Penitencia; requiere formación cristiana cultivada en el contacto con la palabra de Dios, con la doctrina de la Iglesia, que es la explicitación concreta de la palabra de Dios para que sea entendida por todos en cada tiempo y en cada circunstancia. Tendremos que preguntarnos cómo andamos en lo que se refiere a estas prácticas tan necesarias, y tomar postura ya desde ahora.

5.- La concreción de la firmeza que nos pide el Apóstol Santiago en la espera paciente del Señor y de su obra en nosotros, queda claramente ejemplificada en la persona y en la conducta de S. Juan Bautista, precursor del Señor. Es Jesús mismo quien nos dice de Juan que no es una caña sacudida por el viento, sino que sabe prestar atención a la palabra autorizada, que es la palabra de Dios, y pasar por encima de habladurías y propagandas sociales con las que se quiere confundir hasta la misma fe. El Señor sigue diciéndonos de Juan que era hombre no entregado a la molicie, ni ganado por un interés prioritario a favor del bienestar y de la satisfacción material.

Tendremos que aprender esta lección para que nuestra trayectoria en el Adviento nos lleve a vivir una auténtica Navidad en un encuentro personal y transformador con Jesucristo.

Que S. Juan Bautista, nuestro patrono, y la Santísima Virgen María, que anunciaron y recibieron plenamente al Señor, nos alcancen la gracia de vivir atentos el Adviento y poder gozar de la experiencia de Dios en la Navidad, y luego en toda nuestra vida.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA EN LA FIESTA DE SANTA EULALIA

Mérida, 10 de diciembre de 2010


Queridos sacerdotes concelebrantes,

Queridas miembros de la vida consagrada,

Junta directiva y miembros de la Asociación de Santa Eulalia,

Hermanas y hermanos todos, autoridades y demás fieles:

Hemos comenzado la Misa reconociendo que es un honor compartir con Santa Eulalia la tierra que le vio nacer, y suplicando al Señor que cuantos celebramos su fiesta en la tierra, merezcamos gozar de su compañía en el Cielo.

Para ello, sabemos todos que es necesario amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. En estos dos mandamientos resumió el Señor nuestro camino de salvación.

Pero es necesario concretar el amor a Dios y al prójimo en acciones bien definidas. De lo contrario puede quedar todo un tanto impreciso y desvaído.

En lo que se refiere al amor de Dios, el primer paso es reconocer que todo lo que somos y tenemos, incluida la oportunidad de amar a nuestro Creador, es regalo suyo. Por tanto, para gozar de la compañía de Santa Eulalia en el cielo, es absolutamente necesario ser agradecidos a Dios nuestro Señor y Redentor.

La gratitud es una de las virtudes que no encuentra en nuestros ambientes un clima favorable que pedagógicamente nos induzca, nos prepare y nos ayude a practicarla.

Estamos en la civilización de los DERECHOS, y en la cultura de la reivindicación. La consecuencia que se sigue de ello es un tanto peligrosa. En nuestro refranero destaca esa gran lección: “El que no es agradecido no es bien nacido”. Y nosotros aunque en el fondo sabemos que recibimos de Dios, por una parte, no lo agradecemos debidamente. Y, por otra parte, cuando creemos que nos falta algo de lo que deseamos desde nuestros intereses, más que pedirlo al Señor, parece que se lo exigimos desde el supuesto derecho a ser escuchados y complacidos. En algunos casos se llega a más. No escasea quienes al encontrarse con un mal del tipo que sea, consideran a Dios como su autor, y reivindican sin escrúpulos y sin espíritu filial, su pronta liberación. Seguimos, como puede verse, en la conciencia de los derechos. Y, cuando es Dios quien nos pide, abundan estas respuestas: “para ser cristiano no hace falta ir a misa todos los Domingos; no es necesario practicar la confesión; no es necesario rezar tanto, etc.”

Frente a estas actitudes tan lejanas al buen sentido, y tan recordadas por el mismo Jesucristo (como queja porque de los 10 leprosos curados solo uno volvió a dar gracias al Señor) la palabra de Dios nos enseña con el ejemplo y con su magisterio. La lectura del libro del Eclesiástico, no ofrece una oración que viene como anillo al dedo para la consideración que estamos haciendo, y para seguir el ejemplo de Santa Eulalia.

“Te alabo, mi Dios y Salvador, te doy gracias, Dios de mi padre. Contaré tu fama, refugio de mi vida, porque me has salvado de la muerte, … Me auxiliaste con tu gran misericordia” (Eclo 51, 1ss)

El auxilio del Señor, no es don que llega en solitario; sino que nos viene acompañado de otro don, que es ofrecimiento gratuito y permanente del Señor: su infinita misericordia. ¿Creemos que si no fuera porque Dios nos ama infinitamente y derrama sobre nosotros su misericordia, también infinita, podríamos recibir nada de cuanto recibimos constantemente de Él?

Nuestra reflexión, en esta fiesta de gratitud al Señor, debería ser la que nos brinda hoy la Iglesia con las palabras del Salmo: “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte cuando nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos; ¡tanto ardía su ira contra nosotros!” (Sal 123)

La vida, la fe, el perdón, la posibilidad de cambiar hacia el bien cada día, la misma posibilidad de ampararnos en el Señor, son todos, unos dones de Dios que nunca podremos agradecer suficientemente.

Santa Eulalia, en su tierna adolescencia, supo llevar con dignidad y con gratitud a Dios, todas las pruebas que el Señor permitía para ejemplo nuestro. Y soportó el martirio con la dignidad y valentía que solo puede tener y mantener quien está siendo ayudado por el Señor.

Ante la dureza de la vida y frente a las adversidades con que nos encontramos para vivir el Evangelio de Jesucristo con entereza y fidelidad, es necesario que reconozcamos la obra de Dios en nosotros, que seamos capaces de admirar cuanto Dios hace por nosotros, y que le correspondamos con nuestra gratitud y adoración. Son las puertas de la fidelidad que, a su vez, es imprescindible para ser salvados.

Queridos hermanos todos: a pesar de lo complejo que pueda parecernos todo esto, el Señor nos lo pone fácil. Se ha quedado entre nosotros para ser nuestro maestro, nuestro compañero, nuestro defensor y nuestro estímulo constante. Ha elegido para esta presencia la Eucaristía que es ya acción de gracias. Y, en ella, nos proclama su palabra orientadora, nos ofrece su Cuerpo y Sangre sacrificados hasta la muerte como signo de fidelidad al Padre y como gesto redentor, nos invita a unirnos a Él dando gracias al Padre por la creación, por la redención, por su palabra, por su gracia y por su misericordia.

Ser agradecidos al Señor es actitud y comportamiento que debe concretarse en la Eucaristía. A participar en ella estamos llamados por nuestra madre, la Santa Iglesia, de diversos modos e incluso con el primero de los cinco mandamientos.

En esta fiesta de Santa Eulalia, patrona, ejemplo de vida e intercesora nuestra ante el Señor, pidamos a Dios por intercesión de la Mártir, ser capaces de amarle y de amar al prójimo; ser agradecidos con el Señor y con los que han hecho y hacen grandes cosas en favor nuestro, aunque no siempre lo percibamos.

En esa letanía de gratitudes, no olvidemos tener en cuenta que el cristianismo es comunidad de amor, de perdón y de ayuda, y decidámonos a hacer por los demás, lo que Dios y el prójimo han hecho por nosotros.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA EN LAS PRIMERAS VISPERAS DE LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCION

Badajoz, 7 de diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos diácono, religiosas y seminaristas

Hermanas y hermanos todos:

Con el canto de estas Vísperas solemnes, hemos comenzado la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción.

Podríamos decir que esta fiesta es la expresión de una convicción y un deseo de la cristiandad, cada vez más extendido entre los fieles.

- La convicción se centra en la fe: creemos firmemente que la Virgen Santísima y Madre de Dios fue concebida sin pecado original y, por tanto, llena de gracia desde el primer instante de su concepción.

- El deseo apuntaba a que la Iglesia declarase el Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, y que instituyera su fiesta en toda la Iglesia universal.

Nosotros, por la reflexión apoyada en la fe, participamos de la convicción de nuestros mayores desde muchos siglos. El prefacio de la Santa Misa correspondiente a la fiesta que celebramos, lo expresa muy claramente diciendo: “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad”

El deseo manifestado por los fieles en siglos anteriores y durante mucho tiempo, y cumplido ya en nuestros días es una realidad de la que gozamos año tras año con verdadera satisfacción y con profunda gratitud.

Nuestra gratitud se eleva como un canto de alabanza al Señor porque, teniendo en su designio eterno la decisión de compartir con la humanidad la condición terrena, eligió hacerse en todo semejante al hombre menos en el pecado. Por ese motivo, quiso nacer de las purísimas entrañas de la Virgen Madre a quien había elegido desde el principio.

Nuestra gratitud brota con singular alegría porque en las entrañas virginales de María Santísima Cristo asumió la sencillez y la grandeza de las criaturas humanas como ayuda para la realización de los planes de Dios Padre. Con ello nos dio muestra clara de que el Señor, que - a decir de San Agustín nos creó sin nosotros -, quería salvarnos con nuestra libre colaboración. En la Santísima Virgen María, encontró el signo de la colaboración humana plenamente fiel, como parte necesaria para la salvación del mundo.

Nuestra gratitud crece al tomar conciencia de que el Señor quiso ennoblecer grandemente a su futura madre, dotándola con toda la riqueza de la plenitud de la gracia divina, ya que había sido elegida para ser instrumento de la Gracia de la salvación.

Nuestra gratitud como criaturas humanas, partícipes de la fe y de la gracia de Dios, se afianza en nosotros al considerar que, con la dotación extraordinaria de María santísima, nos dio a entender las enormes posibilidades que tenemos si decidimos responder “sí” a los planes del Señor, como lo hizo la santísima Virgen María.

La plenitud de la gracia desde el primer instante de la concepción es privilegio que sólo correspondió a la Madre de Dios, por su singular e irrepetible condición de futura Madre de Dios. Pero el crecimiento sin límites en la fidelidad al Señor, y la firmeza en dicha fidelidad, quedaron manifiestos como posibilidad en manos de todos, si cada uno seguimos el ejemplo de María.

En este cúmulo de motivos que nos llevan a dar gracias a Dios en la solemnidad de la Inmaculada concepción, tan arraigada en el pueblo cristiano, cuenta de modo muy importante la verdad que nos comunica san Pablo en la breve lectura que acabamos de escuchar:

El Señor Dios, escoge desde toda la eternidad a cada uno de los seres para el lugar que le asigna en la historia y en el proyecto de la salvación universal.

A quienes elige, los predestina capacitándolos con los dones que necesita para cumplir su misión.

A quienes predestina al haberlos escogido, los llamó de forma que cada uno pudiera enterarse y responda libremente a la divina vocación. Es ahí donde entra en juego nuestra libertad. Y es ahí, donde la libertad de la joven María se presentó ante Dios como plenamente fiel. Y en atención a esa fidelidad, el Señor la santificó plenamente, de forma que el pecado no la manchase de ninguna forma, previa a la decisión personal de María, ya que la joven Madre de Dios asumiría con plena libertad y con perfecta fidelidad en su momento, hacer norma de su vida la palabra, la voluntad, la vocación de Dios sobre ella.

La santificación de María transforma su condición humana desde el primer momento de su concepción, dotándole de la gracia incompatible con el pecado original.

A nosotros, la santificación inicial nos llega por las aguas bautismales por las que, purificados del pecado original y dotados de la gracia y de la fe, podemos avanzar día a día, libremente, en esa fidelidad de que nos dio ejemplo el Señor creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres.

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos llama, pues, a la gratitud constante al Señor porque ha obrado maravillas en favor de la humanidad. Nos llama también a la admiración de la grandeza divina capaz de obrar esas maravillas a pesar de la pequeñez de sus siervos. Y nos llama también a tomar conciencia de que también cada uno de nosotros ha sido escogido, predestinado, llamado y santificado para ser luz del mundo y colaboradores de Cristo en la misión de salvar a la humanidad y al mundo en que nos puso el creador.

Invoquemos la paternal misericordia del Señor para que nos ayude a ser fieles a su llamada, y a crecer en la grandeza divina que él mismo puso como semilla en nosotros, en la Creación y en la regeneración bautismal.

Que la Santísima Virgen María nos ayude a permanecer firmes en la fe, y a crecer, día a día, en fidelidad.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

5 de diciembre, 2010
Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes.

Queridos miembros de la vida consagrada,

Queridas hermanas y hermanos todos:

1.- En el domingo anterior, con el que iniciamos el tiempo de Adviento, la Palabra del Señor nos hablaba de la profunda renovación a que estamos llamados por el Señor. Sin una auténtica conversión interior es imposible contribuir a la renovación de la sociedad y a la recta ordenación del mundo. Por eso el Señor nos invitaba, a través de san Pablo, a despertar del posible sueño y a conducirnos como en pleno día. Esto es, con diligencia y espíritu de superación.

En este Domingo segundo de Adviento, la Palabra de Dios nos acerca un poco más a la realidad transformadora de nuestro espíritu y de nuestra sociedad para que logremos la plenitud de todo lo creado. Esa es la voluntad del Señor que manifestó en la creación ordenando a nuestros primeros padres: Creced y multiplicaos y dominad la tierra.

2.- En verdad, la renovación de las personas, de la sociedad que integramos y del mundo en que vivimos, no puede ser obra del pecado, ni siquiera de nuestras limitadas capacidades, por esmeradas que sean. Ha de ser obra de quien tiene la inteligencia, el amor y el poder infinitos, único autor de la creación.

Por eso, la Santa Madre Iglesia nos enseña, a través del profeta Isaías, que la conversión y la renovación que anhelamos y esperamos, vendrá por mano de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, como renuevo del tronco de la humanidad creada por Dios.

La expresión bíblica con la que n os ad vierte de ello el Profeta, es tan clara como poética. “Brotará un renuevo del tronco de Jesé y de su raíz brotará un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor…” (Is 11, 1ss)

3.- La convicción de que no somos nosotros, sino el Señor, quién hará posible la renovación de todo y la consiguiente salvación de todos, no nos exime de la propia responsabilidad en este urgente quehacer. A nosotros corresponde preparar el camino al Señor para que llegue al corazón de las personas y al fondo las realidades sociales.

Ciertamente, la pluralidad humana, y la peculiaridad de la visión que cada uno tiene de su identidad, del proyecto social y, por tanto, del lugar de Dios en el mundo, da y dará lugar a notables diferencias e incluso a posturas encontradas en la idea de lo que es la salvación de las personas, de las instituciones, de la sociedad y del mundo en general. Pero no podemos aplazar nuestra responsabilidad cristiana y, consiguientemente apostólica, al momento en que las circunstancias sean favorables y a que todos confluyamos en un mismo objetivo y en un mismo camino. La conversión o transformación a que nos llama la Iglesia en el tiempo preparatoria a la Navidad requiere que cada uno asuma su propia tarea contando siempre con la fuerza del Espíritu Santo. Con ella podemos hacer frente al mundo y a todas las dificultades que nos presente.

Solo cuando el Espíritu Santo obra en nosotros, somos capaces de obrar en la rectitud de la verdad y en la justicia, que es el vehículo del bien.

Así nos lo enseña el profeta Isaías refiriéndose al Mesías, fundamento e iniciador de la Redención y del orden nuevo que debemos procurar.

Dice el profeta: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11, 1)

4.- Cuando Jesucristo se presentó como el Mesías, manifestó que obraba con la fuerza del Espíritu Santo. Dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 16-30) Y, a partir de ese momento, el Señor pudo decir: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida. Quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la Vida”.

Por la misma razón, cuando Jesucristo quiso dejar a los Apóstoles como continuadores de su obra salvífica, no se limitó a animarles diciéndoles: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20) Reunido con ellos, les dijo: “Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos… hasta el fin del mundo” (Hch 1, 8ss) Y en otra ocasión les dijo también. “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23)

Esta enseñanza nos hace recordar el día de nuestra confirmación en que, por ese admirable sacramento, vino a nosotros el Espíritu Santo capacitándonos para obrar de acuerdo con nuestra condición de bautizados, hijos de Dios, miembros de la Iglesia y constituidos apóstoles entre nuestros semejantes.

4.- El modelo de nuestro comportamiento lo tenemos en san Juan Bautista, cuya vida entera llena de la acción divina, se convirtió en fuerte llamada a preparar el camino del Señor, y a proclamar el tiempo de gracia que el Mesías trae para todos. Y para ello hace alusión al Espíritu diciendo que Cristo nos bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Al celebrar este segundo Domingo de Adviento, tomemos ejemplo de S. Juan Bautista y, escuchando al Profeta Isaías, acerquémonos al Señor en la Eucaristía, y pongámonos a sus disposición asumiendo la responsabilidad de nuestra conversión y de apostolado generoso para con el prójimo.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA VIGILIA POR LA VIDA NACIENTE

27 de Noviembre de 2010

Queridos hermanos sacerdotes y miembros de la Vida Consagrada,
Queridos matrimonios y familias aquí reunidas,
hermanas y hermanos todos:

1.- El Papa Benedicto XVI ha tenido la feliz idea de convocar a los fieles de todo el mundo a una solemne Vigilia de oración a favor de la vida, poniendo el acento en la vida naciente. Nosotros, haciéndonos eco de esta convocatoria universal, nos hemos reunido en este sagrado templo con-catedralicio para elevar al Señor alabanzas, acción de gracias y súplicas por la vida. Queremos ser verdaderos apóstoles del Evangelio de la Vida que nos enseñó muy bien el Papa Juan Pablo II.

A esta Vigilia hemos convocado también a todos los fieles de nuestra Archidiócesis, pidiendo que en cada pueblo se celebre un acto vespertino de oración como lo estamos celebrando nosotros aquí.

Para centrarnos en los motivos de nuestra plegaria, elevando al Señor una misma oración, he creído oportuno destacar algunas de las intenciones que deben ocupar nuestra mente y nuestro corazón en estos momentos.

Este acto piadoso con motivo de la preocupación por la vida naciente debería ser, en todos los participantes:

· Un canto a la vida. No olvidemos que la vida es el don primero con que Dios nos abre las puertas a su amor y a su intimidad. Todo lo que podemos recibir de Dios, y todo lo que podemos ofrecerle como correspondencia a su amor infinito, parte del hecho de que gozamos del regalo de la vida.

· Una acción de gracias por lo que la vida supone como pórtico abierto para conocer a Dios, para amarle, para seguirle como la Verdad suprema, y para intimar con Él ahora y luego disfrutar de su gloria por toda la eternidad. La vida es el primero de los recursos que tenemos para lograr la salvación.

· Una ocasión para asumir y renovar un claro compromiso, explícito y firme, en orden a aprovechar la vida que tenemos. Perderla o desaprovecharla equivale a no amarla. Y no amarla es la consecuencia de no valorarla como el don primero y principal que inicia nuestra progresiva divinización. El don de la vida es la primera manifestación de que Dios nos ama.

· El momento de renovar nuestro propósito de defender la vida en todos sus estadios y situaciones; con el convencimiento de que la vida sólo es de Dios. Nosotros no somos dueños de la vida propia ni de la de nadie. Pero sí que somos los responsables de defenderla, cultivarla y orientarla para que cumpla el fin principal querido por Dios que es su autor y dueño absoluto.

La vida, en su estadio inicial, no es una simple agrupación de células instaladas en el organismo humano, sin más importancia y significación. Es muchísimo más: es una realidad misteriosa y magnífica, a la vez, planificada por Dios en su designio eterno para ser la manifestación terrena de la gloria de Dios. Al ser manifestación de Dios, que es amor, no solo expresa el amor de Dios, sino que ha de iniciarse, desarrollarse y cultivarse en el seno del amor. Por eso, el matrimonio, del que el Señor quiere que brote la vida, es el signo de la unión de Cristo con su Iglesia. Unión que es toda fruto del amor infinito y divino que., en todo momento busca el bien del otro.

La vida es, por tanto, la manifestación más clara de que hemos sido creados por Dios para promover la vida y defenderla, directa o indirectamente, y no para procurar la muerte bajo ningún concepto. El Hijo de Dios, con su encarnación y nacimiento de las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, vivió entre nosotros defendiendo la vida mediante la resurrección de algunos muertos, procurando que los pecadores no fueran ajusticiados, y curando a los enfermos cuya vida peligraba.

· Esta Vigilia es, también, una ocasión para pensar y trabajar unidos buscando formas para defender la vida, para promover la vida, para cultivar la vida ya nacida, por todos los medios al alcance de cada persona, de cada comunidad y de cada grupo cristiano.

Para que todo esto quede expresado verídicamente en esta Vigilia y en las acciones que, con la misma intención, puedan celebrarse en otras ocasiones, es necesario que profundicemos:

- En la riqueza de la obra de Dios en nosotros, como organismos capaces de ser instrumentos y templos de la vida que se desee iniciar en cumplimiento de la voluntad de Dios.

- En el sentido del cuerpo, de la sexualidad, de la propia oblación al servicio de la voluntad de Dios, y de las prioridades que la vocación paterna y materna establece, y que ha de organizar la propia vida como criterio indeclinable. Los padres no son simple progenitores, sino imagen de Dios Padre, educadores y primeros catequistas de los hijos.

- En el verdadero sentido de la paternidad y de la maternidad que, como don de Dios, es incompatible con ese pensamiento ya extendido de que los hijos pueden ser buscados por todos los procedimientos naturales y artificiales, porque son un derecho de los padres estén constituidos o no en matrimonio. Quienes, por cualquier motivo, no han sido llamados por el Señor a contribuir directamente en la paternidad o en la maternidad, no son fugitivos de esta responsabilidad en favor de la vida, ni fracasados en el intento. Por el contrario, son un canto vivo, una proclamación elocuente de que la paternidad y la maternidad constituyen una auténtica vocación divina; y que, por tanto, no deben ser adquisiciones artificiales procuradas de espaldas a Dios.

Esta Vigilia debe ser una plegaria al Señor:

· Para que nos ayude a entender todo esto, y a asumir la vocación concreta de cada uno en orden a la defensa y cultivo de la vida, y a la aceptación gozosa y sacrificada de la paternidad y de la maternidad responsables.

· Para que nos ayude a ser educadores cristianos en el seno de la familia, de la escuela, de la catequesis y de la vida de la comunidad eclesial. La educación es necesaria para entender, aceptar, agradecer, cultivar y defender el don de la vida.

· Para que el Señor nos ayude a procurar todo lo que esté a nuestro alcance (con el esfuerzo de todos) para ayudar a quienes, llevando la vida en sus entrañas, se encuentran con la incomprensión, con la adversidad o con la soledad personal, de modo que no desfallezcan sino que se mantengan firmes en su preciosa responsabilidad maternal hasta dar a luz la más digna criatura de Dios que es la persona humana.

Queridos hermanos: de todos es conocida la inmensa variedad de opiniones, de leyes y de conductas presentes en la sociedad en torno al don de la vida. Por todo ello, la sociedad y la familia misma ya no son siempre el espacio pacífico y gozoso donde se recibe el inmenso don de la existencia humana y donde esta encuentra el calor necesario para su desarrollo integral. Sin embargo, lejos de todo sectarismo, desprecio y juicio de intenciones en cada caso, los cristianos estamos llamados a ser apóstoles de la vida y defensores de la civilización del amor que no quiere, de ninguna forma, la muerte de nadie; y mucho menos, de los seres inocentes e indefensos. Debemos trabajar con denuedo para que la cuna de la vida no se convierta en su patíbulo y sepultura.

Esta responsabilidad, que nos compete como cristianos, aunque requiere el esfuerzo y la coordinación de todos, desborda nuestras posibilidades. Es necesario que el Espíritu actúe en las inteligencias y en los corazones, para que, mientras nosotros trabajamos en favor de la vida desde su concepción hasta su muerte natural, el Señor haga fecundas nuestras acciones.

Concluyamos, pues, nuestra vigilia unidos en la oración, y renovando el propósito de cumplir la voluntad de Dios sobre cada uno en orden proclamar el Evangelio de la vida.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada,
Hermanas y hermanos todos:

1.- Comenzamos hoy el tiempo de preparación a la Navidad. La Iglesia lo denomina tiempo de adviento. Es el tiempo del advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre entre nosotros.

La santa Madre Iglesia pone hoy ante nuestra consideración ese final glorioso en el que brillarán definitivamente la luz y la vida que Jesús quiere ofrecernos. Para ello se anonadó haciéndose en todo semejante al hombre menos en el pecado.

2.- La primera lectura nos dice que, al final de los tiempos, todo será de acuerdo con el amor y la voluntad salvífica de Dios. Triunfará el amor sobre todo egoísmo y, por eso, triunfará la misericordia sobre el pecado. Pero nos advierte, al mismo tiempo, que esa transformación del mundo, en la que debemos comprometernos porque para eso nos ha creado el Señor, no es tarea que podamos llevar a cabo por nosotros mismos. La complejidad y las dificultades que entraña acertar en el camino y ser constantes el su seguimiento, requiere la ayuda de Dios. Por eso, el profeta advierte que el Señor nos instruirá en sus caminos y, con ello, marcharemos por sus sendas.

Esta enseñanza nos brinda unas conclusiones que han de regir nuestro comportamiento como cristianos responsables.

En primer lugar, todos deberemos estar atentos a la instrucción del Señor. Eso es
lo que nos corresponde de modo insustituible e indeclinable. Escuchar y meditar la palabra de Dios y procurar una formación cristiana acorde con las exigencias de nuestra vocación cristiana ha de ser nuestra preocupación constante y nuestra dedicación serena y continuada a lo largo de nuestra vida.

En segundo lugar, es necesario que tomemos conciencia de que la instrucción del
Señor llega a los hombres a través de otros hombres. Es la Iglesia, ante todo la que n os instruye en el temor del Señor y la que n os enseña la senda de la vida y de la salvación. Pero la Iglesia realiza también su cometido a través de las personas que el Señor ha puesto cerca de nosotros para nuestra orientación. Esto nos hace pensar en la atención que prestamos a la Iglesia y a sus pastores y apóstoles; y, al mismo tiempo, deberemos examinarnos acerca del ánimo apostólico de cada uno de nosotros. También el Señor nos ha llamado como mediación para darle a conocer y para advertir acerca de los caminos del bien en la familia, en la escuela, y en los ámbitos sociales en que podamos encontrarnos con el prójimo.

La instrucción del Señor ha de llevarnos a sembrar en los hermanos la paz mesiánica que lleva consigo la civilización del amor, el reino de la justicia y el constante ejercicio del perdón y del servicio al prójimo Por tanto deberemos analizar si nuestra predicación y nuestro testimonio llevan a forjar arados de las lanzas, de las espadas podaderas. Tendremos que preguntarnos: ¿somos verdaderamente sembradores de paz?

No se puede sembrar la paz sin sembrar la verdad en el amor, o el amor en la verdad. Y corren tiempos en que se desecha la Verdad para dar prioridad a lo que cada uno cree que es su verdad.

3.- A la vista de todo lo dicho, urge caer en la cuenta de que “ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13, 11). Por tanto, está más cerca, también, la responsabilidad que debemos asumir cada uno. No olvidemos que todos hemos sido hechos apóstoles por el Bautismo.

No podemos seguir en el sueño, esperando que todo nos lo den hecho. La situación social en que pudiéramos pensar así, no solo estaba equivocada, sino que ya pasó. En cualquier caso es actitud del niño que ya nos corresponde como adultos.

Pero para trabajar, al despertar del sueño en que pudimos abandonarnos a responsabilidades ajenas, hay que pertrecharse con las armas de la luz, como nos dice hoy el Apóstol Pablo. Y las armas de la luz son: la Palabra de Dios (formación); los Sacramentos (participación en el misterio); la Oración (espiritualidad – contacto con Dios); y las obras de caridad como disposición para servir al prójimo generosamente.

4.- Todo esto debemos hacerlo sin nerviosismos, pero sin demora, “porque no sabemos el tiempo que nos dará el Señor”.

No tenemos derecho a confundir la esperanza con la inactividad y con una demora injustificable en el apostolado.

Hoy necesitamos nuevas formas de apostolado porque son tiempos nuevos, mentalidades nuevas, nuevas adversidades y nuevos recursos.

Esos planteamientos han de hacerse, no solo en la parroquia, sino también en la familia, en la escuela y en la calle.

Pidamos al Señor que viene a nosotros, luz, generosidad, valentía y constancia para seguir su palabra y servirle en la propia conversión y en el apostolado.

QUE ASÍ SEA