HOMILIA CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

(Domingo 18 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

Durante los anteriores Domingos de Adviento, hemos reflexionado sobre lo que significa y sobre lo que requiere el encuentro con Jesucristo que viene a salvarnos.

En este Domingo, la Palabra de Dios nos invita a caer en la cuenta de que ese encuentro le ha costado demasiado al Señor como para ser momentáneo y fugaz. Jesucristo quiere permanecer con nosotros. Somos el objeto de su amor infinito. Ya en el Antiguo Testamento se expresa de modo inconfundible diciendo: “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres” (Prov 8, 31).

La permanencia de Dios con nosotros tiene su estilo propio. El Señor no está simplemente junto a nosotros y volcado en amor hacia nosotros, como podría ocurrir entre nosotros los humanos. En verdad, por la Encarnación, Jesucristo puso su tienda, su lugar de habitación entre nosotros; compartía con nosotros los hombres, cultura, religión y sentimientos. Por todo ello, podemos decir que no se limitó a estar cerca de nosotros en la misma tierra, sino que entró en nuestra historia, en nuestra cultura, en el ámbito íntimo de nuestros sentimientos y de nuestras costumbres. Su cercanía humana a nosotros consistió, de modo muy notable, en entrar en nuestra historia en nuestra vida. Pues eso mismo es lo que nos da a entender hoy en la primera lectura hablando del templo que David debía iniciar.

El Señor llega a nosotros para habitar en nosotros. Este misterio nos lo relata san Pablo como experiencia suya, diciéndonos: “Vivo, más no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Ya desde el Bautismo y, sobre todo en la Confirmación, fuimos hechos templos vivos del Espíritu Santo. Nuestra tarea está en mantener y mejorar constantemente ese templo interior para que sea digno del Señor que viene a compartir con nosotros la intimidad suya, que es el amor, y la nuestra que debe ser también el amor agradecido.

Esa presencia interior del Señor en nosotros debe ser defendida por cada uno como condición insoslayable para permanecer fieles en nuestra condición de cristianos, hijos queridos de Dios. Para ello es imprescindible que caigamos en la cuenta de lo que significa, en verdad, esa presencia interior de Cristo en nosotros.

En primer lugar debemos tener en cuenta que esa presencia no es pasiva, como puede estar un objeto en un templo, dignificándolo notablemente. Esa presencia de Cristo en nosotros es activa y operante a favor nuestro. Así nos lo enseña san Pablo en la segunda lectura, diciéndonos que el Señor puede fortalecernos según el evangelio. Para ello es necesario que queramos y dejemos que obre en nosotros.

Dejar que Cristo obre en nosotros, no consiste tampoco en una actitud pasiva por nuestra parte, permaneciendo inactivos y sin oponernos a su obra. Dejar que Cristo obre en nosotros requiere que estemos constantemente preocupados por colaborar con Él. Dios no se impone, sino que se ofrece. Por ello es deber nuestro manifestarle el debido interés, y llevar a cabo aquello que pueda colaborar a la permanencia y acción del Señor en nosotros. Esto lleva consigo, por una parte, la preocupación por mantener limpia nuestra morada interior, procurar adornarla con la práctica y el crecimiento en las virtudes, y suplicar al Señor que permanezca en nosotros siendo indulgente con nuestras limitaciones y defectos y pecados. Requiere, por tanto, oración y revisión de nuestra conciencia teniendo como referencia la palabra y la luz de Dios. Esta palabra y esta luz nos llegan a través de la Iglesia. Para ello, el mismo Señor conduce a su Iglesia para que nos oriente sin interrupción. Esa orientación nos llega hoy, de modo especialísimo a través del Evangelio de san Lucas al exponernos la actitud de la Virgen María ante el anuncio del Ángel. Esta actitud es de una ejemplar humildad aceptando que pueda ser verdad y bueno aquello que no esperamos, que no entendemos y ante lo cual podemos considerarnos impotentes. “¿Cómo puede ser esto si no conozco varón?” (Lc 1, 34). Pero, ante la respuesta de Dios, en la que se compromete a obrar en la Virgen, lo que la Virgen ve imposible, María responde: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí , según tu palabra” (Lc 1, 38).

Estamos en las vísperas de la Navidad. El Señor ha querido conducirnos por el camino adecuado para recibirle y entender bien lo que significa su permanencia entre nosotros.

A nosotros nos corresponde acoger las enseñanzas y estímulos que hemos recibido a lo largo del Adviento, y procurar que nuestro encuentro con el Señor en la Navidad, sea consciente, vivo, gozoso y eficaz para acercarnos interiormente a Jesucristo y procurar que esta cercanía permanezca y sea fructífera para gloria de Dios, salvación nuestra, y testimonio vivo para quienes buscan a Dios con sincero corazón.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

(Domingo 11 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Hoy, la Palabra de Dios nos invita a la alegría y a la esperanza. El testimonio de quienes han vivido, antes que nosotros, el interés por el encuentro con Dios, nos consuela y alegra comunicándonos su experiencia con estas palabras: “desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas” (Is 61, 10ss).

La descripción de la alegría que acompaña al encuentro con Dios, corre el peligro de quedarse en pura teoría, o en simple convencionalismo, si no hubo interés verdadero por acercarse al Señor. Sabiendo que la invitación divina a encontrarnos con Dios en Jesucristo nuestro redentor insiste en que nos dispongamos a buscarle y a recibirle, tendríamos que preguntarnos: ¿busco de verdad al Señor, sabiendo que Él toma la iniciativa en buscarme? ¿Con qué interés le busco? ¿Siento verdaderamente la necesidad de encontrarme con Él? ¿En qué aspectos y momentos de mi vida creo que estoy más lejos de Dios y menos interesado en encontrarme con Él?

2.- Nuestro interés por encontrarnos con Jesucristo y gozar de la experiencia de Dios, encuentra el estímulo necesario en su palabra. Hoy, a través del profeta Isaías, pone en labios del Mesías estas esperanzadoras afirmaciones: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido, me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren… para proclamar el año de gracia del Señor” (Is 61, 1ss).

El Señor, a quien esperamos en la Navidad tiene poder para animarnos en el dolor, para estimular nuestro espíritu en momentos de apatía o de tibieza espiritual y para perdonar nuestras faltas, desatinos y pecados. El Señor tiene verdadero poder y verdadero interés en que superemos nuestra mediocridad, en que recuperemos la auténtica actitud cristiana, y en que demos a Dios el lugar que le corresponde en nuestra vida.

La Santísima Virgen María, en su canto de fe y de gratitud a Dios, porque la eligió y la revistió de gracia, es buen testigo de que el Señor actúa en favor nuestro, como nos promete. Basta con que nos manifestemos sinceramente receptivos a la gracia divina.

3.- El Salmo interleccional nos invita hoy a hacer nuestras sus palabras. En ellas aceptamos y proclamamos, como María, que la misericordia de Dios es infinita y llega a sus fieles de generación en generación. Y, por eso, el Señor obra grandes cosas en nosotros. El Señor es capaz de hacernos sentir la necesidad y el ansia de Dios, y de colmar nuestra hambre de bien y nuestro deseo de la verdad, de la libertad y de la felicidad que solo Dios puede concedernos.

Ante este consolador mensaje, solo nos queda “ser constantes en orar”, como nos dice hoy san Pablo en la segunda lectura. Pensar que Jesucristo ha dado su vida por nosotros y que, en su paciencia, nos busca y nos espera para que gocemos de su luz, de su paz y de su promesa, debe movernos a darle gracias ya desde ahora. “En toda ocasión tened la acción de gracias; esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros” (1Tes 5, 16). Y como a la súplica deben acompañarle signos de que pedimos con humildad y sinceridad, debemos hacer el propósito de guardarnos de toda maldad (cf 1 Tes 5, 22) como nos pide, también, san Pablo hoy.

4.- Una de las maldades de las que debemos pedir a Dios que nos libere es precisamente, imitando a san Juan Bautista, no intentar jamás ocupar el lugar de Dios en nuestra vida. El precursor de Jesucristo, nos da ejemplo elocuente de ello diciendo a quienes le preguntaban por su identidad: Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni uno de los profetas” (cf. Jn. 1, 2º-21); “en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia” (Jn 1, 26-27).

Esta actitud ante el Señor que viene a nosotros, es fundamental en el cristiano, no solo para lograr la propia salvación, sino para contribuir a la salvación del mundo. Vivimos tiempos en que el hombre ha ido tomando tal estima de sí mismo, a causa de los avances técnicos y de sus recursos materiales para vivir en el bienestar, que parece desear la desaparición de Dios, o su reclusión en los campos de una intimidad privada y socialmente inoperante. Nosotros, con fe firme y con plena disposición al apostolado, debemos proclamar que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre y para salvación del mundo.

5.- Pidamos al Señor la gracia de ser conscientes de nuestras debilidades, de nuestras faltas y de nuestras pretensiones equivocadas, cuando nos erigimos en referencia del bien y del mal, y nos alejamos de Dios a quien debemos buscar siempre.

Esta actitud ante el Señor es la que el Adviento nos ayuda a conseguir.

Pidamos a la Santísima Virgen María, que interceda por nosotros para que seamos dignos receptores del Señor que viene a nosotros en la Navidad.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTA EULALIA

Mérida, 10 de Diciembre de 2011

Querido señor Cura y hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Asociación de Santa Eulalia,

Hermanas y hermanos todos:

En el día de hoy celebramos un acontecimiento harto sorprendente para buena parte de nuestra sociedad: el martirio que sufrió la joven Santa Eulalia por defender su fe y su virginidad.

1.- Corren tiempos en que la campaña bien orquestada en contra de la fe cristiana y a favor de un laicismo militante y contrario a la acción de la Iglesia, va dando de sí actuaciones de todo tipo, incluso no ajenas a los ámbitos gubernamentales, que atentan contra los principios que deben regir la vida cristiana. Se pretende que la fe en Jesucristo quede recluida en la intimidad de las personas, y que no se manifieste socialmente en criterios y actitudes que incidan en la vida pública. Parece que es consigna acusar de injustas intromisiones, contrarias al progreso y a la libertad, la palabra de la Iglesia respecto de temas tan relacionados con lo más fundamental para la vida de la sociedad, como son, por ejemplo, la educación, el matrimonio y la familia que nace de él y en él se fortalece. Lo más curioso de esta corriente es que, por una parte, está condicionando fuertemente el criterio diluido en la mente y en la conducta de las masas, generalmente abandonadas a las influencias sociales, sin más reflexión. Y, por otra parte, todo ello se procura difundir con un título que, a la vista de las actuaciones que le siguen, no sabemos si hace reír o llorar. Ese título es la defensa a ultranza de las libertades y de los derechos humanos. Parece que algunos creen que la libertad y los derechos fundamentales pueden ser definidos por las leyes estatales, cuando son anteriores a ellas. Las leyes pueden regular los comportamientos humanos en relación con lo que va inherente a la misma naturaleza humana.

¿Es que, en una sociedad que pretende manifestarse como avanzada, amiga del progreso, defensora de las libertades y de los derechos humanos, puede confundirse la libertad con el abandono incondicional a los instintos, sin más norma que la propia satisfacción, y sin más límites que el propio disgusto o la propia incomodidad, aunque ello atente a la mismo derecho a la vida?

2.- Queridos hermanos en la fe de Jesucristo, y devotos de Santa Eulalia: No quiero extenderme reflexionando ahora sobre los conceptos de libertad y sobre lo que son, en verdad, los derechos humanos. Pero, para convencernos del error de la forma de pensar, de actuar y de educar tan extendida en nuestro tiempo como consecuencia de las corrientes referidas, bastaría con mirar la situación de tantos y tantos jóvenes y matrimonios cercanos a nosotros. Parece que, en unos y en otros, se pone la referencia única en un supuesto derecho de cada individuo. Por experiencia sabemos que este criterio está en la raíz de las crisis sociales de todo orden.

Si entráramos en el corazón de los jóvenes que están influidos por ello descubriríamos muy pronto una profunda decepción que les lleva, muy pronto, a estar de vuelta de casi todo, y desarmados para enfrentarse con la vida que, por cierto, se les pone cada vez más difícil. Y, si nos paramos a observar el curso que siguen tantos y tantos matrimonios en crisis o en proceso de separación, cuyo número va creciendo lamentablemente, observaremos idéntica insatisfacción y una progresiva inseguridad personal respecto del futuro por estar atados al fugaz presente. La esclavitud que ata al presente pretende garantizar la felicidad en los disfrutes que no trascienden el momento. Y el espíritu humano ha sido creado por Dios para el infinito.

Por este camino, podrá haber más o menos riqueza material y más o menos progreso científico, pero la persona humana quedará encerrada en la oscuridad del sinsentido, de la insipidez espiritual y de la decepción vital; y quedará enajenada por una permanente ansiedad. Semejante situación fomenta el egoísmo, las conductas sinuosas y hasta la violencia.

3.- Tampoco es mi deseo extenderme en la enumeración de los males en que, desgraciadamente, podemos irnos instalando bajo la presión de las ideologías que se imponen por el ejercicio de tantas formas de poder dominante en nuestro mundo. Si me limitara a hacer esto, cometería el error de no ser objetivo y de no predicar el Evangelio, que es mi deber ahora; y contribuiría a crear un pesimismo que incapacita para construir nada bueno. Es necesario decir bien claro que hay mucho bien en el mundo. Que hay muchas personas que luchan por la renovación personal y social. Son muchos los que encarnan la virtud con gran ejemplaridad para quienes viven a su alrededor. Y podemos afirmar esto por experiencia. ¿Cuál ha sido el testimonio de las distintas Jornadas Mundiales de la Juventud y las de la familia convocadas por el Papa?

4.- Toda esta reflexión nace del rayo de luz que proyecta sobre el mundo y sobre nuestra vida el testimonio emocionante que nos ha dejado santa Eulalia, a la que cariñosamente llamáis la santita, la mártir. Ella supo seguir el camino de la verdadera libertad; no quiso aceptar ventajismos meramente humanos, ni un bienestar material y social que le hubiera esclavizado bajo el peso de las concupiscencias y de las falsas libertades. Para ella, educada en la fe cristiana, no valía el atractivo de los placeres pasajeros, ajenos al recto criterio de quien desea construir su vida en la verdad. Para ella no valían las falsas teorías sobre la libertad, sobre la felicidad y sobre los derechos humanos. Quien ha gustado la experiencia de Dios, que es el camino, la verdad y la vida, no se deja arrebatar fácilmente por la tentación de otras experiencias tejidas de espaldas a Dios; por el contrario, llega a disfrutar de una sensibilidad que le permite descubrir la verdad, la felicidad y el auténtico goce de la vida, más allá y por detrás de otros atractivos, engaños, embaucadoras teorías y ansiedades instintivas.

¡Qué bien expresa todo esto la primera lectura que hemos escuchado, tomada del Antiguo Testamento: “Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre, porque me auxiliaste con tu gran misericordia librándome del lazo de los que acechan mi traspié…Me salvaste de múltiples peligros… Recordé la compasión del Señor y su misericordia eterna, que libra a los que se acogen a él y los rescata de todo mal”. ( Eclo, 51, 1-8).

No cabe duda de que santa Eulalia, con el candor de sus pocos años, y con la solidez de una sólida educación cristiana familiar, era una jovencita piadosa, conocedora del mensaje de Jesucristo, según la percepción propia de su edad. Es lógico que invocara frecuentemente la ayuda del Señor para tener luz, fortaleza y esperanza ante las oscuridades, ante las tentaciones y frente a las dificultades. Por todo ello fue más libre que los que deseaban liberarle de lo que consideraban como prejuicios, como represiones y como fidelidades obsesivas a un Dios que ellos no podían manejar, como hacían con sus dioses falsos.

5.- Desde la devota consideración que tenemos a santa Eulalia, nuestra patrona, gustaríamos escuchar milagrosamente de sus labios las mismas palabras que S. Pablo dirige a su discípulo Timoteo, y que hemos escuchado en la segunda lectura: “Tu seguiste paso a paso mi doctrina y mi conducta; mis planes, fe y paciencia, mi amor fraterno y mi aguante en las persecuciones y sufrimientos” (2 Tim. 3, 10-11). Esa es la forma de tener el aceite necesario para que luzca debidamente la lámpara de nuestra alma en el momento del encuentro con Jesucristo. El Señor se hace presente cada día en las pruebas, en las dificultades, en el prójimo más allegado y en los más desposeídos y marginados. Para recibirle adecuadamente, debemos preparar la alcuza del alma con el aceite de la oración, del sacramento de la Penitencia, de la Eucaristía y de la Sagrada Escritura. En todo ello descubrió a Jesucristo santa Eulalia y, con todo ello, salió gozosa y valiente al encuentro del Señor. Podríamos preguntarnos: ¿Cómo andamos nosotros de todo ello?

6.- Pidamos confiadamente a la santita que nos alcance del Señor la luz, la fuerza y la constancia que ella alcanzó aprovechando la gracia de Dios. Y dispongámonos a recibirla participando activamente en la celebración de la Santa Misa.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN - ORDEN DIACONADO

(Jueves 8 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos seminaristas,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- La Palabra de Dios nos pone hoy ante el misterio de su amor infinito al hombre. Amor que le lleva a ser solidario con la humanidad para cambiar la triste suerte que le correspondía al ser expulsado del Paraíso. Había cometido un pecado grave contra el Dios que lo había creado y elevado al orden sobrenatural.

Dios manifiesta su solidaridad amorosa con el hombre y la mujer y con su estirpe, porque, aunque la Sagrada Escritura nos da cuenta del castigo que recayó sobre Adán y Eva, queda muy claro desde el primer momento, que Dios promete salir fiador del hombre para que no sea privado definitivamente de la felicidad eterna a la que estaba llamado desde la creación.

La redención, llevada a cabo por Jesucristo, nos abre las puertas del cielo. Y esa redención se consuma porque el Hijo de Dios vivo muere en la Cruz como satisfacción por nuestras culpas. El Hijo de Dios muere ajusticiado para que nosotros no seamos reos de la condenación en el juicio definitivo. Y tal fue la solidaridad misericordiosa de Dios para con la humanidad, que nos concedió pasar de la muerte espiritual a ser hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria.

2.- Dios, que es conocedor de la responsabilidad humana ante el pecado, maldice, en cambio, al maligno que tentó e hizo sucumbir al primer hombre y a la primera mujer. “El Señor Dios dijo a la serpiente: por haber hecho esto, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo de la tierra toda tu vida” (Gn 3, 14).

En el mismo instante en que pecaron nuestros primeros padres Dios anunció la redención de la humanidad asumiendo la responsabilidad que Adán y Eva habían rehuido. Ellos se limitaron a echar las culpas del uno al otro y de ambos a la serpiente diabólica. El Señor salió al paso de la incoherencia de Adán y Eva, y fue a la raíz del problema. Dios dijo a la serpiente: “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuanto tú la hieras en el talón” (Gn 3, 19-20).

A partir de ese momento, Dios puso como señal del fracaso diabólico el anuncio de que sería vencido por la descendencia de la mujer. Aparecen entonces, proféticamente, la Santísima Virgen, Inmaculada ya en su concepción, y su Hijo Jesucristo nuestro Salvador. Esta gran gesta, que brotó de la magnanimidad divina, ha sido proclamada por la Iglesia desde el principio como el origen de nuestra gozosa esperanza. Ello es lo que ha movido a los cristianos a hacer suyas las palabras del Salmo que hoy recitamos: “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclamad al Señor tierra entera, gritad, vitoread, tocad” (Sal 9, 3).

3.- Es muy importante saber que Dios quiso contar con la libertad humana para llevar a cabo su proyecto misericordioso de salvación. Podemos decir que Dios, para salvar a la humanidad quiso contar con la colaboración de la misma humanidad. Y, como representante nuestra fue elegida la Santísima Virgen María. En esa preciosa criatura se juntaron perfectamente el don de la plenitud de la gracia, puesto que María fue concebida sin pecado original, y la responsabilidad humana que la Virgen María expresó en respuesta libre y obediente: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

A partir de ese momento, pudimos sentirnos liberados del sometimiento al maligno, y de sufrir eternamente las consecuencias del pecado. La promesa divina se había cumplido en la mujer, madre y virgen, y en el Hijo de Dios que se encarnó, en las virginales entrañas de la Virgen María. Por ello, del mismo modo que la Santísima Virgen entonó el canto del “Magnificat” proclamando la grandeza del Señor y manifestando su gozo en Dios su salvador, nosotros debemos hacer nuestras las palabras de San Pablo que hoy hemos escuchado: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1, 3). Y, en este día, al celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, debemos entonar un cántico de alabanza al Señor. Él ha tomado como, instrumento consciente y libre de su bendición, a una mujer a quien ha convertido en la primera redimida. La llenó de su gracia desde el primer instante de su concepción, y luego la convirtió en Madre suya por la acción milagrosa del Espíritu Santo.

4.- Al hacer estas consideraciones, brota espontáneamente la admiración hacia la Santísima Virgen María, por ser llena de gracia desde el principio, y por haberse mantenido fiel hasta el final de sus días. Esta realidad gozosa ha sido proclamada por la fe sencilla del pueblo cristiano hasta convertirse en Dogma universal para los hijos de la Iglesia.

Podría ocurrir, al mismo tiempo, que, considerando el hecho extraordinario de la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen y la santidad con que María correspondió a ese inigualable don, suframos la tentación de sentirnos incapaces para alcanzar la santidad. Ante esta lamentable sospecha, es necesario tener en cuenta que María fue capaz de comportarse fielmente ante el Señor porque el Espíritu Santo obró en ella apoyándole con su gracia. Por eso, nosotros debemos invocar constantemente la gracia del Espíritu Santo. Él está pendiente de nosotros desde el Bautismo, y nos enriquece con sus dones, especialmente desde la Confirmación. Es deber y necesidad nuestra acudir a Él, pedirle con fe y confianza que nos conceda el don de la fortaleza para vencer con buen ánimo las dificultades, las tentaciones y el pesimismo; y que nos conceda también el don del temor de Dios para que siempre estemos dispuestos a recibir y cumplir las indicaciones del Señor. Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. (cf. 1Tim 2, 4).

5.- Hoy, además, hay otro motivo de gozo para nuestra Iglesia diocesana. Un joven da el paso definitivo de ofrecerse a Dios, con la decisión libre de mantenerse fiel a la vocación con que el Señor le ha distinguido.

José María, que lleva en su nombre la referencia permanente a la protección del Patriarca S. José y de la Santísima Virgen María, va a participar, precisamente en este día, del Sacramento del Orden en el grado del Diaconado. Será constituido ministro del Señor para gloria de Dios sirviendo al Sacerdocio ministerial y aspirando a él.

Como elegido del Señor, está llamado a ser, como la Santísimas Virgen María, instrumento consciente, libre y fiel en manos de Dios para la salvación del mundo. Pediremos al Señor que derrame su Espíritu sobre el nuevo Diácono para que sea fiel a la vocación sacerdotal, y para que se prepare a recibir el Orden sacerdotal mediante el ejercicio del ministerio que ahora le corresponde. Por eso, querido José María, deberás acercarte cada día más al Señor mediante la escucha y la proclamación de la Palabra de Dios, mediante la oración asidua y confiada, y mediante el servicio al Altar de la Sagrada Eucaristía. Nosotros elevaremos nuestra plegaria al Señor para que no deje de enviar operarios a su mies, y bendiga a esta porción del Pueblo de Dios con los Pastores que necesita.

La Santísima Virgen María, que gozó anticipadamente de los frutos de la Redención, y que supo y quiso corresponder con su obediencia a los planes del Señor, nos ayude a ser fieles y agradecidos a Dios por su infinito amor y por los dones que de él recibimos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

(Miércoles 7 de Diciembre de 2011)

Muy ilustres miembros del Cabildo Catedral, y demás Sacerdotes,

Queridos seminaristas,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1. La primera afirmación de la carta a los Romanos que acabamos de escuchar nos llena de consuelo.

Nos ha dicho el Apóstol en la lectura que acabamos de escuchar: “Sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio” (Rom 8, 28).

Esta afirmación de san Pablo, aceptada como palabra de Dios revelada por el Espíritu Santo, nos induce a pensar muy seriamente en nuestros momentos difíciles, en los fracasos, en los errores, en las dificultades y en todos los trances dolorosos que estamos llamados a atravesar. Todo ello parece oponerse a nuestra felicidad y a la paz interior que necesitamos para seguir viviendo con ilusión y acierto. Sin embargo por la palabra proclamada en esta tarde, nos corresponde confiar en Dios nuestro Señor. Debemos creer que Él iluminará nuestra mente para que sepamos entender la dimensión positiva de cuanto nos ocurre. La condición para ello, según las mismas palabras de S. Pablo, es que amemos a Dios; que lo intentemos con todo el corazón. Así lo pide el Señor en las palabras que dirige al Pueblo de Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut. 6, 5). Así nos lo enseña Jesucristo, repitiendo las mismas las palabras del Deuteronomio, cuando fue interrogado por un escriba acerca del mandamiento primero de todos. (cf. Mc. 12, 28-29).

2.- Todos los momentos malos, ofrecidos al Señor, con el convencimiento de que, con ello, nos unimos a la Cruz redentora de Jesucristo, se constituyen en esa pequeña cruz personal desde la cual participamos por amor en su obra redentora. De este modo, aún en los momentos más difíciles, damos gloria de Dios y crecemos en santidad. Esto es, alcanzamos el mayor beneficio para nuestra alma, para nuestra vida.

Estamos acostumbramos a pensar que nuestros momentos malos y los trances difíciles son aquellos que nos hacen sufrir a causa de situaciones materiales, afectivas, psicológicas, de salud, de trabajo, etc. Y no solemos pensar que, de esos momentos malos y de esos trances difíciles, también forman parte las oscuridades que nos impiden ver con claridad lo que Dios quiere de nosotros en cada momento, lo que Dios quiere decirnos con su palabra tantas veces misteriosa. De esos momentos difíciles forma parte, también, la lucha interior que tiene lugar en nuestro espíritu por el choque entre lo que creemos que ha de ser nuestra conducta y lo que, al final, somos capaces de hacer. De ello nos hablaba S. Pablo diciendo: “No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Ahora bien, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí” Rom. 7, 15. 17).

Estas situaciones, y el convencimiento creyente de que todo ello concurre para nuestro bien, son un regalo para nuestro bien, siempre que amemos a Dios y estemos preocupados por amarle cada vez más.

El valor de todo lo que nos ocurre tiene una dimensión salvadora y curte nuestro espíritu, siempre que lo aceptemos a sabiendas de que Dios nos ama, y que ni un solo cabello de nuestra cabeza cae sin su permiso. No olvidemos que hemos sido llamados por Dios según su designio; y que su designio es nuestra salvación. “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y vuestra vida permanezca” (Jn 10, 10). “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 3-4),

3.- Los cristianos, además, hemos sido escogidos misteriosamente entre todos, y destinados para reproducir la imagen de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para redimirnos.

Esta elección y destino han de llenarnos de alegría porque suponen una misteriosa distinción de Dios en favor nuestro. ¿No creéis que el don de haber conocido a Jesucristo y de tener fe para reconocerlo como Mesías Salvador, es un verdadero privilegio? Para entenderlo, basta descubrir el sentido y la esperanza que llenan nuestra vida como consecuencia de haber conocido el mensaje de Jesucristo.

Además de ello, el privilegio de habernos encontrado con Jesucristo, nos da a entender que la elección del Señor en favor nuestro, lleva consigo, también, una misión que no tenemos derecho ni razón para abandonar. Hemos sido enviados para ser luz del mundo y sal de la tierra, para manifestar al prójimo que la plenitud humana y la salvación definitiva son regalo del Señor a quien debemos unirnos con la actitud humilde y confiada que nace del amor. Hemos sido elegidos para conocer a Jesucristo, y enviados para darlo a conocer, para ser apóstoles.

4.- De todo ello es modelo la Santísima Virgen María. Ella proclama la alegría de saberse elegida por Dios, a pesar de su pequeñez y de su humilde condición. Ella no sabía que había sido concebida sin pecado original para ser llena de gracia desde el principio en función de ser Madre del Redentor.

Pero María sí que sabía, por el conocimiento de las Sagradas Escrituras, que el Señor obraba cosas grandes en favor de los hombres y mujeres, y que muchísimas veces, las obraba también a través de ellos. Por eso, la Santísima Virgen, sintiéndose como una mediación libre y obediente para que Dios obrara en favor de la humanidad, proclama: “el Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 49). “Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).

El convencimiento de que había sido enriquecida con tantos dones y privilegios, ayuda a María para que asuma con sentido sobrenatural todas las pruebas que el Señor le enviaría. Ya el Anciano Simeón le anunció que su Hijo sería piedra de tropiezo para muchos, y que una espada atravesaría su corazón. Ella entendió y asumió lo que significaban esas palabras

5.- En estos tiempos difíciles, en que parece que se añaden pruebas y dificultades de mayor grado para mantenernos en la identidad cristiana y para permanecer firmes en misión apostólica, es muy necesario que entendamos el mensaje de la Santísima Virgen. A ella honramos especialmente hoy por su identidad única e irrepetible, puesto que fue inmaculada ya en su Concepción y plenamente fiel en su vida.

Pidámosle que, como Madre amantísima y como ejemplo de fidelidad al Señor, nos ayude a permanecer firmes en la fe y dispuestos a cumplir la vocación de Dios sobre cada uno de nosotros.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO

(Domingo 4 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Hemos comenzado ya la segunda semana de preparación para el encuentro con el Señor, que viene a nosotros en la Navidad. Y la hemos comenzado haciendo una oración muy adecuada. La he recitado yo, como síntesis de vuestras plegarias, diciendo al Señor: “cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo” (Orac. Colecta).

La Santa Madre Iglesia nos recuerda que la actitud, que debe presidir nuestra vida en este tiempo de Adviento, es la decisión de salir animosos al encuentro del Hijo de Dios que viene a nosotros como el Mesías Salvador.

Para salir al encuentro de Jesucristo nuestro salvador tenemos que estar convencidos de que necesitamos ser salvados, y de que no hay otro que pueda salvarnos sino el Hijo de Dios. Unido a ello, es muy importante saber que Jesucristo mismo, el Hijo de Dios hecho hombre, nos busca para conceder a cada uno, personalmente, su salvación.

2.- Estar convencidos de que necesitamos ser salvados es la primera condición para buscar y esperar al Salvador. Pero no buscaremos la salvación en Jesucristo, ya desde ahora, si no llegamos a descubrir que la salvación que esperamos de él también la necesitamos para esta vida en la tierra.

Es cierto que la salvación llega a su plenitud en la vida eterna. Pero, también es cierto que la gracia de la redención, que nos alcanzó Jesucristo con su muerte y resurrección, comienza a obrar en nosotros una vida nueva, ya desde el Bautismo. Por este sacramento somos hechos hijos adoptivos de Dios. Desde entonces nuestro camino ha de ser un progresivo acercamiento a Dios y una creciente intimidad con el Señor mediante la escucha de su Palabra, mediante la oración y mediante la participación en los sacramentos. Así pues, la verdadera salvación comienza ya en esta vida cuando la orientamos según el plan de Dios sobre cada uno de nosotros. ¿Cómo encontraríamos de otros modo un sentido a nuestra vida que nos impulse a vivirla con ilusión y esperanza? ¿Cómo podríamos confiar en lograr la salvación, en lo que depende de nosotros, si no supiéramos por la fe, como nos enseña el santo Evangelio, que todo lo podemos con la ayuda del Señor?

3.- Si tenemos en cuenta lo dicho, nos sentiremos llamados a hacernos, con frecuencia algunas preguntas como esta: ¿Qué quiere el Señor de mí en esta vida?

Esa pregunta nos pone, en primer lugar, ante la necesidad de conocer e interpretar la vocación del Señor sobre cada uno de nosotros. Si pretendemos vivir como auténticos cristianos, debemos entender y asumir que nada en esta vida puede considerarse como ajeno al plan amoroso de Dios para beneficio nuestro. Lo que Dios quiere de nosotros, equivale a la vocación o la llamada que dirige a cada uno y que afecta a toda nuestra vida en su duración y en su integridad. Esto ha de estar muy presente en nuestra conciencia siempre y, sobre todo, cuando nos encontramos urgidos a tomar las grandes decisiones que afectan al conjunto de nuestra vida.

En segundo lugar, la pregunta acerca de lo que Dios quiere de nosotros, nos urge a revisar con frecuencia si estamos recorriendo acertadamente el camino que la vocación del Señor nos ha señalado. Esto es: tenderemos que mirar con atención si nuestros comportamientos cotidianos son acordes con la vocación recibida del Señor.

No debemos olvidar, pues, que, si la vida gloriosa y eterna es un encuentro definitivo con el Señor, su preparación ha de comenzar seriamente en la tierra, con la búsqueda sincera de Dios por nuestra parte, y con la consiguiente y gozosa acogida del Señor que viene constantemente a buscarnos.

4.- El encuentro con el Señor, y la fiel acogida que merece su llamada o su vocación a cada uno de nosotros, no puede limitarse al mero cumplimiento de unas normas de moralidad. Estas son necesarias; y nos las ofrece el Señor en sus mandamientos a través de la Iglesia. La santa Madre Iglesia nos los transmite y los interpreta fielmente para que podamos aplicarlos a nuestra vida en cada momento.

Pero el encuentro con Dios en su Hijo Jesucristo y la fiel acogida que debemos darle implican una permanente renovación espiritual, una constante revisión de nuestra fe. Solo así podremos darnos cuenta de que venimos de Dios, de que a Dios vamos y, por tanto, de que la vida entera ha de interpretarse desde Dios. Así interpretada, nuestra vida está llamada a ser un agradecido canto al Señor. Esto quiere decir que nuestra preocupación fundamental debe ser estar cerca del Señor, ofrecerle con alegría todo lo que somos y tenemos, y dedicarle toda la atención que merece. Y esto nos exige, a la vez, una dedicación prioritaria a Dios mediante la lectura de su palabra, mediante el encuentro personal con Él en los Sacramentos -sobre todo en la Penitencia y en la Eucaristía-, y mediante la oración asidua, como antes ya hemos indicado. De ello se desprenderá espontáneamente el acierto en nuestros pensamientos, deseos y comportamientos.

Estando lejos de Dios, es muy fácil que no se entiendan muchas de sus orientaciones evangélicas, y que se llegue a discutir lo que la Santa Madre Iglesia nos indica para cumplir, con fidelidad, lo que nos pide nuestro Señor y Salvador.

5.- Con frecuencia se da una cierta separación entre las prácticas religiosas y la orientación profunda de nuestra mente y de nuestro corazón. Así se explica que haya muchos que exhiben su título de cristianos y que viven ajenos a la oración, que no participan en los Sacramentos, y que, además, tienen su guía principal en sus propios intereses materiales y en los afanes de este mundo.

Como es muy fácil caer de algún modo en este error, dividiendo nuestra vida entre los afanes mundanos y una pretendida fe en Dios; y, como es muy fácil también que esto pueda debilitar nuestra fidelidad a Dios e incluso nuestra confianza en la salvación definitiva, la palabra de Dios, a través de San Pedro, nos advierte, hoy, que el Señor tiene mucha paciencia con nosotros y que su misericordia es infinita. El Señor no quiere que nadie perezca sino que todos se conviertan y se salven (cf. 2Pe 3, 9). S. Pedro nos enseña cómo debe ser nuestra respuesta a esa paciencia misericordiosa de Dios. Nos dice hoy en la segunda lectura: “Esperad y apresurad la venida del Señor” (2Pe 3, 12).

6.- El Señor, que no quiere encontrarnos desprevenidos como el esposo encontró a las vírgenes cuando llegó, entrada la noche, nos envía mensajeros que anuncian su cercanía. Esa fue la misión de los profetas que culminó con la predicación de Juan Bautista. Esa es, ahora, la misión de la Iglesia. Ella nos transmite, hoy, en el Evangelio las palabras del precursor de Jesucristo: “Una voz grita en el desierto: preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Mc 1, 2).

Esta es, pues, nuestra tarea. Esta es la invitación del Señor. Para ello la Iglesia nos brinda en su nombre la oportunidad del Adviento.

7.- Pidamos al Señor, como en la oración inicial de la Santa Misa, que nos guíe hasta él con sabiduría para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria (cf. Orac. Colecta)

QUE ASÍ SEA