HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DEL CORPUS CHRISTI


 QUE ASÍ SE
Catedral Metropolitana, 10 de junio, 2012

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

¡Qué satisfacción para el pueblo cristiano celebrar esta fiesta eminentemente eucarística y popular. Pedida por los fieles, e iniciada en muchos lugares con las prácticas devocionales de piedad eucarística, fue asumida por la Iglesia ya en el siglo XIII, con el carácter de Solemnidad litúrgica y fiesta de precepto.

¿Qué encontró el Pueblo cristiano en la Eucaristía para promover esta memoria  eucarística extraordinaria?

Algunas veces, llevados de prejuicios o de consideraciones un tanto parciales referidas al pueblo en general, se puede llegar a pensar que el pueblo, como conjunto indefinido y como realidad masificada, no puede ser sensible ante lo grande y lo selecto, ni autor de grandes descubrimientos. Al mismo tiempo, nadie puede negar que los pueblos, aún con sus inevitables y conocidos errores, han protagonizado grandes gestas a lo largo de la historia, tanto en el orden religioso, como en el orden cívico y patriótico. La sensibilidad de la gente sencilla es grande y reconocida para percibir la verdad, la grandeza y lo que es valioso y  razonable.

Sin embargo, la presión mediática actual, y la fuerza que tiene el ambiente propiciado por la cultura dominante, es capaz de orientar y desorientar  a la gente sencilla. Por ello, es muy posible que descubramos reacciones  populares nada plausibles.

Pero cuando se aprovecha la gracia de Dios, atendiendo a la predicación cristiana; y cuando se cultiva la fe mediante la oración y la participación en los sacramentos,  las gentes sencillas de corazón, - que nada tienen que ver con la ignorancia y la masificación, sino con  la bondad y la apertura expectante a la verdad-  entonces el Espíritu Santo obra en el alma del pueblo. Por esta acción sobrenatural  Dios le ayuda a vivir con intensidad la admiración ante la grandeza y magnanimidad divinas. Del alma, admirada por el Misterio y por el amor infinito que Dios nos tiene, brota el espíritu de adoración. Adorando al Señor, se va fortaleciendo la fe en el Misterio divino manifestado en Jesucristo. Y pronto, esta fe se manifiesta con la aclamación popular al Señor. ¿No nacen así las manifestaciones públicas de la piedad popular que contemplamos en las procesiones de Semana Santa y en los santuarios y en las fiestas dedicadas a la Santísima Virgen María?

Esa aclamación, constante y creciente, referida al Santísimo Sacramento de la Eucaristía, se fue imponiendo en el pueblo cristiano, hasta lograr que el día dedicado a su veneración litúrgica y popular con  la Santa Misa y la procesión, fuera declarado fiesta solemne en toda la Iglesia. Este es el motivo que nos reúne hoy, y que reúne en la Iglesia a cristianos de todas partes.

Por este motivo, la fiesta del Corpus Christi se ha convertido no solo en un acto de fe, de adoración, de alabanza y de súplica al Señor, sino que es, necesariamente, una fiesta eminentemente apostólica y evangelizadora. Los cristianos, que sacamos a la calle a Jesucristo sacramentado, no podemos olvidar que es deber nuestro cumplir en el seno de la familia, en los círculos de amigos y allá donde sea posible, la misión recibida del Señor antes de ascender a los cielos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos… enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado” (Mt 28, 19-20).

La fe del pueblo sencillo suele manifestarse, de modo frecuente y llamativo, en la riqueza material de los lugares y de los objetos destinados al Señor o a la Virgen Santísima. Esta es una forma espontánea y muy propia del pueblo religiosamente admirado. Pero esto quedaría  vacío de sentido, si no fuera acompañado por la dedicación al Señor de lo más rico que tenemos, que es nuestra alma puesto que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios; forma parte de esa riqueza, la capacidad para acercarnos a Dios, para hablarle desde el corazón, y para recibirle en la Eucaristía comulgando su Cuerpo sacramentado. Todo esto constituye el fundamento de nuestro apostolado. Sin  ello, se nos podrán ocurrir fiestas religiosas, pero no tendrán especial incidencia en nuestro cambio de vida, ni serán apostólicas en lo más mínimo.

El Sacramento de la Eucaristía hace realmente presente  a nosotros, en todo tiempo y hasta el fin del mundo, el Sacrificio redentor. Y como una muestra insuperable del amor que Dios nos tiene, quiso Jesucristo que fuera, al mismo tiempo, Banquete pascual. En él podemos recibir cada uno, el pan que alimenta nuestra fe, que afianza nuestra fidelidad, que da fuerza ante la adversidad, y que nos une a Jesucristo. Unidos todos al Señor, nos unimos también entre nosotros. Por eso se afirma con razón que el Sacramento de la Eucaristía construye la Iglesia que es comunión entre hermanos, hijos adoptivos del mismo Padre Dios.

Acercándonos a la Sagrada Eucaristía, y permaneciendo ante el Señor en actitud contemplativa, con espíritu de adoración y orando con humildad a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, realmente presente bajo las especies de pan y de vino, intimamos cada vez más con Jesucristo nuestro  Maestro y Señor; con este contacto íntimo podemos conocerle cada vez más. Este conocimiento que supera el meramente intelectual, es el que que nos lleva a sentirnos bien con Él y a gozar de la experiencia de Dios tan necesaria para buscar en él la razón y el criterio de bondad en todo lo que hacemos y vivimos.

Pero quien se acerca frecuentemente al Señor en la Eucaristía, aunque no lo parezca, va conociéndose cada vez más a sí mismo. La razón es muy sencilla: Dios es quien más nos conoce; y, en esos momentos de silencio y de intimidad, nos va ayudando a caer en la cuenta de lo que habitualmente nos pasa desapercibido por la prisa con que vivimos y porque escasea, por ello, en nuestra vida, el hábito de pensar, de revisar nuestro interior y de buscar serenamente a la luz del Señor, el camino y el modo más idóneo para recorrerlo.

Todo esto, y muchas más cosas, es lo que hoy nos enseña el Evangelio proclamando estas palabras de Jesucristo que, ciertamente, van dirigidas a todos los cristianos: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 55-56). Por tanto, sigue diciéndonos el Señor: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, n o tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Que es lo mismo que decir: si no participáis en la Eucaristía y no  comulgáis debidamente preparados, no sois verdaderamente cristianos, no os comportáis como verdaderos discípulos de Jesucristo.

Que cada uno saque las consecuencias de estas palabras del Señor. Y, para aprender de la palabra de Dios, como es necesario, pidámosle, por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre suya y Madre nuestra, que nos aumente la fe y nos ayude para tomarnos cada día en serio el deber y la suerte de ser verdaderamente cristianos aprovechando la cercanía del Señor en la Eucaristía.

Que así sea.

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