HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI


Queridos hermanos sacerdotes y diácono,
Queridos miembros de la vida consagrada y seglares todos:

            La fe sencilla del pueblo, cuando es sincera y profunda, nacida de la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios y alimentada con la participación asidua de los sacramentos, tiene una fuerza tal que arrastra a la Iglesia a contemplar y celebrar, de un modo singular los misterios del Señor. Muestra de ello, en cierto modo, la tenemos en la celebración piadosa de la Semana Santa mediante las procesiones del Señor y de la Virgen que recorren nuestras calles.
Cuando la fe del pueblo se deteriora o languidece por el abandono de las fuentes que han de alimentarla, entonces se producen las desviaciones que provocan la insatisfacción de la Iglesia y la tergiversación del sentido de lo que se realiza.
Cuando las manifestaciones religiosas populares se realizan con verdadera unción y buen sentido, se convierten en testimonio cristiano público y verdaderamente evangelizador. Cuando, por el contrario, no nacen del convencimiento creyente y del humilde sentido de adoración, pasan a ser un motivo de alejamiento de la Iglesia por parte de quienes las contemplan.
La festividad del Corpus Christi nació de la fe del pueblo, penetrado del la admiración religiosa ante el milagro de la redención que se hace presente en la Eucaristía. Por eso, desde el siglo XIII, en que se inició esta celebración con las bendiciones de la santa Madre Iglesia hasta el día de hoy persiste como una expresión de adoración y gratitud a Cristo Jesús, Dios y hombre, hermano nuestro y redentor del género humano. La contemplación de la sagrada Eucaristía, presencia real de Jesucristo nuestro maestro y salvador, ayuda a la conversión interior, acrecienta nuestra fe, y, como dice el texto sagrado que acabamos de escuchar, nos une a Dios y a los hermanos, al prójimo.
Esta unión acontece porque el Señor obra libre y beneficiosamente en quienes se acercan a Él con espíritu de fe, con sencillez y con ánimo de conversión. Esta obra de Cristo en quienes le adoran y le reciben en la sagrada Comunión consiste, fundamentalmente, en unirnos a Él y a los hermanos con ese vínculo tan importante que él mismo estableció como mandato: el amor- la caridad.
El amor de Dios, nada confundible con los afectos instintivos y pasajeros, consiste, esencialmente, en tomar conciencia de que, al participar de la Eucaristía, nos unimos a Cristo. Y al unirnos a él, nos unimos también a quienes se acercan a recibirle. Todos unidos a Cristo, y, en él, unidos entre nosotros. Esta es la razón por la que el santo Concilio Vaticano II dice de la Eucaristía que es “sacramento de piedad, signo de unidad, y vínculo de caridad” (SC.47).
 No cabe duda de que el progreso de la vida humana depende del lugar que demos en ella a Dios nuestro Señor. El Papa Benedicto XVI nos recuerda que cuando el hombre se aparta de Dios, se deshumaniza. Y cuando las relaciones humanas no tienen a Dios como origen y como ejemplo, se hacen cada vez más inhumanas. Muestra de ello tenemos en los constantes conflictos, enfrentamientos, crímenes y guerras que tanto abundan en nuestra sociedad secularizada.
Al considerar esta afirmación de Benedicto XVI, debemos hacer un esfuerzo para entenderla bien; porque nada tiene que ver con tener presente a Dios como la solución mágica de nuestros males: algo así como si fuera nuestro criadillo permanente. Tampoco tiene que ver con la superstición que lleca a tantos a pensar que una vela encendida al Señor, a la Virgen o a un santo, llega automáticamente a Dios recabando de su bondad aquello que le pedimos. La oración y la ofrenda al Señor directamente o a través de nuestros intercesores, ha de ir precedida, necesariamente, del propósito de enmienda, de la voluntad de conversión, del compromiso de fidelidad con el Señor. Compromiso que comporta, a la vez, la reconciliación con los hermanos.
Queridos hermanos: Este es el momento de hacer un acto de fe en la vedad de la Eucaristía, y en la explicación que de ella nos da hoy S. Pablo. El cáliz que bendecimos es realmente la sangre de Jesucristo, que nos ha redimido en el sacrificio de la Cruz, y que él nos dejó como sacramento central de nuestra vida y de la vida de la Iglesia.
La enseñanza del Magisterio solemne de la Iglesia en el Concilio, nos enseña que “en la Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (PO: 5).
En la festividad litúrgica de la Eucaristía se va construyendo la Iglesia, se purifica y se fortalece la comunidad cristiana, y se llena de esperanza nuestra débil condición.
En esta oración de la tarde, iniciemos nuestro acercamiento al Señor, con ese especial recogimiento que propicia la adoración y que nos mueve a la conversión.
Que la Santísima Virgen María, primer sagrario del Hijo de Dios hecho hombre, y testigo sin mancha de la aceptación y unión con Cristo, y de mate4rnal amor a los discípulos de su Hijo, nos alcance la gracia de fortalecer nuestra fe, de frecuentar con espíritu cristiano la oración y de participar devotamente de la sagrada Eucaristía.

            QUE ASÍ SEA 

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