Vigésimo
aniversario de la clausura del Sínodo pacense de 1992
Mi querido D.
Antonio, Arzobispo emérito de esta Archidiócesis de Mérida-Badajoz,
Queridos D.
Amadeo, Obispo de Plasencia, y D. Francisco Cerro, obispo de Coria-Cáceres,
Queridos
Vicarios general y episcopales, y hermanos sacerdotes todos;
Hermanas y
hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares.
Mi saludo
especial para quienes habéis tenido que viajar desde otros pueblos y ciudades
para participar en esta significativa celebración:
1.- Doy gracias a Dios porque él cuida de nosotros más allá de
nuestras previsiones, y por encima de nuestras debilidades y torpezas. En estos
momentos nos hace sentir, con singular claridad, a pesar de nuestra tibieza, la
condición de hijos adoptivos de Dios y miembros de su Cuerpo que es la Iglesia
universal, presente en la Iglesia particular o Diócesis, de la que formamos
parte.
Los motivos de nuestro encuentro son, fundamentalmente, dos: la fiesta
de la santísima Trinidad, y el vigésimo aniversario de la clausura del Sínodo
que tuvo lugar en esta Iglesia diocesana hace ya veinte años.
2.- La razón de ser de nuestra existencia es el amor de Dios. Es, por
tanto, el Dios personal, en quien “somos,
nos movemos y existimos” (Hch. 17, 28), quien nos convoca para que
reafirmemos nuestra fe en la Santísima Trinidad, y para que gocemos del
Misterio que nos atrae y nos desborda al mismo tiempo; que nos ayuda a
reconocer ante él nuestra pequeñez, y a sentir el abrazo de la omnipotencia
divina que nos creó, que nos redimió, y que está pendiente de nosotros como el
padre amoroso que espera al hijo díscolo, abriendo sus brazos para acogerlo con
todo cariño.
La experiencia del amor de Dios, nos muestra el verdadero sentido de
la vida, nos alienta en las tribulaciones, nos fortalece en la lucha cotidiana,
y nos ayuda a entonar la acción de gracias por los bienes recibidos. Con esa
riqueza de dones que lleva consigo, la experiencia de Dios abre nuestra mente y
nuestro corazón a la necesidad ajena, a la penuria de quienes no pueden
saborear el amor incondicional y la promesa divina por la que hemos sido
constituidos herederos de su gloria.
3.- El conocimiento de la pobreza espiritual en que viven tantos
hombres y mujeres de todas las edades y condiciones, nos hace volver la mirada
desde la contemplación de la santísima Trinidad, hacia quienes no han tenido la
oportunidad de cultivar la fe; hacia quienes han torcido su existencia dando la
espalda a Dios; y hacia quienes se sienten ajenos a él y viven con clara
indiferencia religiosa y evangélica; hacia quienes no han recibido todavía el
don de la fe.
La Santísima Trinidad es vida y salvación, alegría y esperanza para
cuantos creen en el Dios vivo y verdadero manifestado en Jesucristo.
La santísima Trinidad es fuente de la ilusión y de la confianza que
necesitamos para el servicio a Dios y a los hermanos.
Somos testigos en nuestros ambientes de que, como decía el Beato Juan
Pablo II, “aunque la fe cristiana vive en
algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales, tiende a ser arrancada de
cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los
momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de
interrogantes y de grandes enigmas que, al quedar sin respuesta, exponen al
hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir
la misma vida humana que plantea esos problemas” (Ch. L. 34). Y,
refiriéndose a la necesidad de acercarnos cada vez más al Señor, el Papa Magno
añadía al prepararnos para la
entrada en el tercer milenio,: “No se
puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de
incertidumbre que afecta no solo a la vida moral, sino incluso a la oración y a
la misma rectitud teologal de la fe” (TMA. 36).
4.- Reflexionando sobre esta situación, descubrimos que nuestra razón
de ser es dar gloria a Dios confesando su nombre; vivir en el amor divino, que
nos transforma en hermanos de todos nuestros semejantes; y emplear nuestros
días procurando mostrar el verdadero rostro de Jesucristo, Dios y hombre
verdadero, manifestación plena del amor infinito e incondicional de Dios Uno y
Trino, infinito y cercano a la vez, admirable majestad y humilde huésped de
nuestras almas.
Nuestra misión, siempre unida a la misión de la Iglesia, es, por
tanto, evangelizar. “El mejor servicio
que podemos hacer a nuestra sociedad es recordarle constantemente la palabra y
las promesas de Dios, ofrecerles sus caminos de salvación”. Así hablaba el
Papa Juan Pablo II a la Conferencia episcopal Española, apenas concluidos los
trabajos del Sinodo, en 1993.
Este descubrimiento, que debía embargar la vida entera de todos los
cristianos, es lo que constituye la razón de ser de la Iglesia; es el mandato
que le dio Jesucristo antes de subir a los cielos: “Id y haced discípulos de entre todos los pueblos, bautizándoles en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar
todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28, 19-20).
5.- Para ello es absolutamente necesario que “esa fuerza inagotable, vivificadora y divina del Evangelio la inyecte
en las venas del mundo moderno” (Humanae Salutis. Juan XXIII). Así lo expresaba el Papa Juan XXIII al
convocar el Concilio Vaticano II). Y añadía: “creímos que era una grave obligación de nuestro oficio apostólico,
consagrar nuestro pensamiento a que, con la ayuda de todos nuestros hijos, la
Iglesia se haga cada día más idónea para resolver los problemas de los hombres
de nuestro tiempo” (Id).
Esta fue la motivación del Concilio. Y, de acuerdo con su objetivo y
sus orientaciones, fue muy oportuno procurar que la Iglesia diocesana, cuya
razón de ser está en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, se hiciera,
también, cada día más idónea para proyectar la luz del Evangelio sobre quienes integran
nuestra sociedad, cuya evangelización nos ha encomendado el Señor. De aquí
nació el proyecto del Sínodo diocesano, del que hoy celebramos el vigésimo aniversario
con verdadero gozo. Es una providencial coincidencia que esta efemérides
coincida con el quincuagésimo aniversarios del Concilio Vaticano II a cuya
doctrina obedecía ujedstro Sínodo.
Demos gracias a Dios, que quiso bendecir a esta Iglesia particular, de
la que formamos parte, y que movió la iniciativa pastoral del entonces obispo
de Badajoz, nuestro querido D. Antonio Montero para iniciar y orientar los
trabajos sinodales.
6.- Pero esta celebración, que ha de llevarnos del recuerdo gozoso y
agradecido, a la responsabilidad propia de los miembros de la Iglesia
diocesana, supone para nosotros unas muy serias llamadas del Señor.
En primer lugar, el Señor nos llama a que procuremos la propia
capacitación personal para ser testigos fidedignos de Jesucristo.
En segundo lugar nos llama a la colaboración parroquial y diocesana.
Es preciso que la Iglesia cuente con los medios necesarios para convocar, para
acoger y para atender a los fieles cristianos y a los hijos de Dios que andan
dispersos. A ello nos urge la convocatoria a la Nueva Evangelización.
En tercer lugar, y de modo simultáneo, esta celebración nos llama a
fortalecer la propia fe, de modo que el conocimiento de los misterios del Señor
transforme nuestra vida con la gracia del Espíritu Santo.
7.- Todo ello constituye las bases de un proyecto personal ordenado a
la propia renovación interior. Dicha transformación no puede ir separada de la
formación doctrinal necesaria para ser capaces de dar razón de nuestra
esperanza con obras y palabras. Y, contando con la formación doctrinal y con la
transformación interior, el compromiso a que nos lanza esta celebración se
extiende al deber de procurar nuevas formas de acción pastoral y apostólica.
Para ellas nos ofrece las oportunas orientaciones el Sínodo cuyo aniversarios
estamos celebrando.
8.- Pido al Señor que tanto la celebración del Sínodo en su momento,
como la memoria de este acontecimiento y del Concilio Vaticano II que lo
motivó, estimulen la renovación de la vida diocesana en sus pastores, en sus
fieles y en las estructuras y servicios que han de apoyar la acción
evangelizadora imprescindible en nuestra sociedad.