HOMILÍA EN EL DOMINGO III DE CUARESMA

23 de marzo de 2014

1.- Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, Vicario General y episcopales, miembros del Cabildo Catedraliciio y Pastores de las diversas comunidades parroquiales aquí reunidas,
Queridos fieles cristianos que habéis peregrinado hoy al primer Templo de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz,
Hermanas y hermanos todos que os habéis unido a esta solemne celebración:

2.- Bienvenidos seáis todos. Vuestra presencia en la Santa Iglesia Catedral Metropolitana es un signo de nuestra unión sobrenatural, nacida del Bautismo por el que somos hechos hijos de Dios y miembros de la gran familia cristiana que es la Iglesia.
Hoy los cristianos pertenecientes a la Vicaría episcopal de La Serena-Campiña sur inauguráis las reflexiones, los proyectos y las acciones dedicadas a profundizar en la misión que el Señor nos ha encomendado, que es Evangelizar. En esta misión estamos comprometidos todos desde el Bautismo. A ella debemos dedicarnos cada uno según su lugar en la Iglesia y en la sociedad. Unos en la familia, otros en la catequesis, otros como educadores en los Colegios, otros como colaboradores en la acción caritativa y social y en tantas obras eclesiales a través de la parroquia, otros en el seno de las Cofradías y Hermandades, y otros en las responsabilidades públicas que les corresponda en la sociedad.

3.- La tarea que nos corresponde llevar adelante a todos en los distintos ambientes no resulta fácil. El clima de la sociedad abocada a lo material, a la búsqueda del bienestar casi a cualquier precio, así como las insistentes campañas orientadas a los niños y a los jóvenes invitándoles a vivir como si Dios no existiese, ofrecen serios inconvenientes para llevar a cabo la acción evangelizadora que nos proponemos. En cambio, a ella nos urgen, en el nombre del Señor, los Papas, nuestro Sínodo diocesano, y el Plan Pastoral de la Diócesis. Jesucristo nos dejó este mandato antes de ascender a los cielos: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt. 28, 19).

4.- Ante esta situación puede plantearse esta pregunta: Si Jesucristo conoce todas nuestras limitaciones y todas las dificultades con que vamos a encontrarnos ¿cómo puede mandarnos tan difícil tarea? El Señor mismo nos da la respuesta. Él nos ha dicho: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5). Por tanto, lo primero no debe ser acomplejarnos ante las dificultades con que vamos a encontrarnos. Debemos tener en cuenta que Dios no nos pide imposibles. Si creemos que la Evangelización ha de producir frutos rápidos y constatables, nos equivocamos. Además, no podemos pensar que Jesucristo está pendiente de que le pidamos milagros para suplir nuestra dedicación constante a lo que es nuestro deber. Él ha tenido y sigue teniendo infinita paciencia con nosotros. ¿No vamos a tenerla nosotros con nuestros hermanos esperando los frutos de la gracia de Dios que actúa a través de nuestra acción evangelizadora?
La evangelización no es una acción puramente material; algo así como hacer unas advertencias fáciles de cumplir. Evangelizar es dar a conocer a Jesucristo de tal modo que quienes lo descubran entiendan que Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6); que sólo Él nos enseña el sentido y la utilidad de cuanto nos ocurre, sea agradable o desagradable. Él nos ayuda a descubrir que todo puede repercutir en bien nuestro si lo vivimos como corresponde.
Descubrir esto compromete la vida entera; exige cambiar de vida. Y sabemos que cambiar de vida no es nada fácil para nadie. ¿Acaso no nos cuesta a cada uno corregir los propios defectos a pesar de que ya estamos encauzados ya por el camino del Señor? ¿Cómo no va a costarle mucho más a quien tiene que cambiar los criterios, los caminos y los propios comportamientos para vivir de acuerdo con el Evangelio?

5.- Debemos pensar que, para cumplir esa acción de acercar las personas a Jesucristo, sean niños, jóvenes o adultos, hijos esposos o amigos, nosotros debemos estar muy cerca de Jesucristo; debemos estar con Él, hablar con Él, vivir de él. Jesucristo nos ha dicho: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn. 6, 56). Esto quiere decir que es necesario que oremos, que escuchemos atentamente su Palabra, que participemos en la Eucaristía, que comulguemos debidamente preparados, que encomendemos al Señor las personas a quienes deseamos evangelizar. Cuando hagamos esto, la paz interior prevalecerá sobre todos los otros temores, miedos o complejos. Entonces la esperanza dominará sobre todo pesimismo, y sonarán a los oídos del alma esas consoladoras palabras de Jesucristo que no debemos olvidar nunca: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
 Jesucristo se queda con nosotros en la Eucaristía, Él, tomando un pan, nos dijo en la última cena con sus discípulos: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (Lc 22, 14).
Al reuniros en este momento con los sacerdotes que os ofrecen la Palabra de Dios y los Sacramentos presidiendo en la caridad vuestras comunidades parroquiales; al estar en esta asamblea litúrgica también los miembros de la Vida Consagrada; y al presidir la Eucaristía vuestro Obispo, estamos haciendo presente a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Jesucristo, que es su Cabeza, está con nosotros, se une a nosotros si nosotros nos decidimos a hacer lo que El nos ha pedido.

6.- Sí, en verdad, esta reunión hace presente a la Iglesia de Jesucristo, no tenemos más remedio que entender, como dirigidas a nosotros, esas maravillosas palabras del Señor: “Yo soy la luz del mundo. Quien me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8, 12).
¡Qué bellas y reconfortantes estas palabras de Jesucristo! ¡Qué oportuno escucharlas en estos momentos de nuestra historia, cuando el mundo anda perdido en tantas oscuridades políticas, económicas y educativas! ¡Qué gratificante para nosotros puesto que muchas veces no acabamos de ver claro y ni de entender lo que ocurre a nuestro alrededor, en nuestro propio pueblo, e incluso en nuestras familias!

7.- Quiero deciros una cosa que no debemos olvidar nunca: nosotros, habiendo recibido el don de la fe, y habiendo nacido y crecido con el calor maternal de la Iglesia, que se hace tan cercana a cada uno en la Parroquia, hemos podido escuchar la Palabra de Dios; hemos podido experimentar la misericordia de Dios en el sacramento de la Penitencia; hemos podido reponer nuestras fuerzas ante la prueba, participando en la Eucaristía y comulgando el Cuerpo del Señor hecho alimento de vida y pan del caminante. Con ello hemos podido experimentar la cercanía de Dios que nos ama, que ha dado su vida en Cristo por nosotros, y que nos busca, nos acoge, nos acompaña, nos consuela y nos corrige, valiéndose de los ministros de la Iglesia, de los hombres y mujeres de bien que se cruzan en nuestro camino.
En cambio, hay muchos hombres y mujeres que no han conocido al Señor, que han recibido una imagen falsa de Jesucristo y de la Iglesia, y que no han tenido cerca alguien que les manifestara la verdad de Dios que es la fuente de nuestra libertad y de la alegría verdadera. Considerando todo esto ¿vamos a permanecer inactivos y despreocupados de los que no creen, o que no viven cristianamente, y que están cerca de nosotros. ¿No os parece esto sería un comportamiento egoísta? ¿Hemos pensado lo triste y difícil que es vivir, atravesar duras pruebas, verse perdido en este mundo hostil, y no descubrir la luz de la esperanza que viene de Jesucristo?
Si fuéramos capaces de pensar y entender esto; y si fuéramos capaces de recordar la inmensa gracia que ha supuesto para nosotros en los momentos difíciles contar con la fe, con la seguridad de que Jesucristo camina a nuestro lado, y que no deja de enviarnos mensajeros que nos transmiten sus palabras de ánimo, que nos conceden su perdón, que nos ofrecen sus orientaciones, y que n os recuerdan su promesa de salvación; si fuéramos capaces de pensar y entender esto, difícilmente nos resistiríamos a lanzarnos al mundo con el propósito de evangelizar. Y hablaríamos de Jesucristo con la decisión que presidió la vida de san Pablo después de su conversión, y que expresaba diciendo: “No descansaré hasta que vea impreso en vosotros la imagen de Cristo, y Cristo crucificado”. Esta palabras significan: no descansaré hasta que os vea gozar de la alegría del evangelio que nace al saber que Dios mismo ha enviado a su Hijo Jesucristo para que nos redima del pecado y de la muerte y nos llene el corazón de alegría y de esperanza.

8.- Estamos convocados y urgidos a empeñarnos en la apasionante y urgente obra de la evangelización. El Señor cuenta con nosotros. Lancémonos con decisión movidos por la fe y manteniendo la esperanza, como nos dice hoy la palabra de Dios: “La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom. 5, 5). Hoy en la primera lectura nos ha dicho el Señor, como a Moisés: “Vete, que allí estaré ante ti” (Ex 17, 5-6). Allí donde el Señor nos envía, nos acompaña, nos sale al encuentro y nos prepara la mesa que ha de reconfortarnos. No podemos quejarnos y, menos, desconfiar de que el Señor nos haya llamado para evangelizar a los alejados de la fe.

9.- El encuentro con Jesucristo cambia la vida, como la cambió a la Samaritana. Pidamos a la Santísima Virgen María, que fue la primera en dar a conocer a Jesús, que nos ayude a ser buenos apóstoles y a manifestar con ilusión la alegría del Evangelio a quienes no conocer al Señor.


QUE ASÍ SEA.    

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