16 de marzo de 2014
1.- Queridos hermanos
sacerdotes miembros del Cabildo Catedralicio y pastores de las comunidades
cristianas de la Vicaría de Mérida y Tierra de Barros,
Queridos fieles
cristianos miembros de la Vida Consagrada y laicos que os unís a esta solemne
celebración:
2. Bienvenidos a
vuestra Catedral, centro de la vida litúrgica de nuestra Archidiócesis, cátedra
del Obispo que el Señor ha puesto para vuestro cuidado espiritual, ayudado por
los presbíteros. Ellos son los primeros e imprescindibles colaboradores del
pastor diocesano; ellos son los que hacen presente a Jesucristo cada día entre
vosotros construyendo y conduciendo en la caridad vuestras comunidades
parroquiales; ellos son los ministros de la gracia redentora del Señor Jesús, y
quienes os la hacen llegar por el Bautismo, por el Sacramento de la Penitencia
y sobre todo por la Eucaristía. Ellos son quienes os acompañan en la enfermedad
y en el paso a la vida eterna mediante la Santa Unción y el Viático.
Los presbíteros obran
entre vosotros como signo de la unidad de la Iglesia, y como la muestra
oportuna del cuidado del Señor que os orienta con su palabra y os estimula con
su testimonio.
Hoy nos hemos reunido
en el Templo madre de la Archidiócesis para dar comienzo a las actividades
orientadas a la nueva evangelización. A ella fuimos llamados por el Beato Juan
Pablo II, urgidos por el Papa Benedicto XVI, y seriamente lanzados por el Papa
Francisco, sucesor de Pedro ahora en la Iglesia católica y apostólica.
3. La tarea de la
evangelización, que ahora se nos encomienda de un modo especial como
continuadores activos de la permanente acción de la Iglesia desde sus orígenes,
nos implica del todo a cada uno. Esta implicación lleva consigo una exigencias
que debemos considerar especialmente en la Cuaresma que es tiempo de conversión
y, por tanto, una oportunidad para renovar nuestro proyecto de vida y de acción
apostólica.
Nadie podemos
transmitir lo que no conocemos. Pero tampoco podemos comunicar lo que no hemos
experimentado de un modo u otro. Ese es el motivo por el que Jesucristo nos
hizo saber la urgencia de nuestra conversión; y, para ella, la necesidad
imperiosa de estar unidos a Él. Nos dijo: “Sin
mí no podéis hacer nada” Jn 15, 5b).
4. Lo primero que nos
pide el Señor para estar unidos a Él, es confiar en él, hacer caso de su
palabra siempre veraz, puesto que Él es la Verdad suprema. El libro del Génesis
nos da hoy una preciosa lección en la primera lectura. Dios pide a Abraham, a
quien elige para ser cabeza de su pueblo santo, que salga de su tierra y de la
casa de su padre y que se ponga en camino hacia la tierra que, en su momento le
mostraría. A nadie le extraña que, para dejarlo todo y ponerse a caminar sin
saber todavía donde le conduciría el Señor, hacía falta confiar mucho en Dios.
Había que tener una confianza plena, capaz de superar todo obstáculo, todas las
dudas y oscuridades, y todas las tentaciones de desconfianza.
¿No ocurre esto mismo
cuando el Señor Jesucristo nos llama a través de los Papas para que realicemos
la difícil tarea de la evangelización? ¿Tenemos claro cómo debemos actuar?
¿Acaso sabemos en qué van a terminar todos nuestros esfuerzos? ¿Creemos, de
verdad, que las gentes van a volver su rostro hacia Jesucristo, dando la espalda
a esta cultura del placer, del abandono a lo material, de la búsqueda de
bienestar a cualquier precio, de la desbocada ansiedad por alcanzar la
felicidad que cada uno busca según la entiende y a costa de lo que sea? ¿
Tenemos la seguridad de que los esfuerzos apostólicos van a concluir felizmente
logrando, aunque sea a nuestro alrededor, un cambio de la cultura de la muerte
y del ventajismo egoísta abriendo la mente a la cultura de la vida y de la
caridad?
5. Aceptar la misión
evangelizadora supone darlo todo a cambio de ninguna seguridad de éxito, pero
confiando, por la fe, en que Dios actúa a través nuestro, y que es Él quien
salvará a su pueblo.
La tarea de la
Evangelización exige de nosotros fortaleza en la fe; y, para alcanzarla, nos
exige una clara decisión a convertirnos de tantas mediocridades y tibiezas que enturbian
esta vida nuestra que consideramos cristiana. Es necesario que n os convenzamos
de que vivimos al amparo del Señor. Menos mal que Él nos ama infinitamente más
que podemos amarnos a nosotros mismos, y tiene una grandísima paciencia para
esperar que aprovechemos toda la ayuda que nos brinda constantemente.
No olvidemos la
enseñanza que nos ofrece hoy la Palabra del Señor a través de san Pablo en la
segunda lectura. Nos llama o, quizás mejor dicho, nos manda a tomar parte en
los duros trabajos del evangelio (cf. 2Tim 1, 8), y nos advierte que, para
tomar parte en la tarea evangelizadora, es necesaria la fuerza de Dios (cf.
Id). El Señor no deja de situarnos en donde corresponde. Evangelizar es abrir
el corazón de las gentes a la confianza en Dios. Esto no puede ser obra de
técnicas o de estrategias humanas. Todas ellas pueden valer como vehículo de la
gracia de Dios. Pero lo fundamental es dejar que Dios actúe a través nuestro,
entregándonos con todo rigor y generosidad a la acción apostólica.
6. La seguridad de
que Dios actuará a través nuestro, nos la manifiesta el Salmo interleccional
diciéndonos hoy: “los ojos del Señor
están puestos en sus fieles… para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos
en tiempo de hambre” (Sal 32, 18-19). Es el Señor quien nos va a acompañar,
quien va a ayudarnos, quien sostendrá nuestro ánimo en los momentos de duda, de
cansancio o de decepción. Momentos que pueden llegarnos al constatar que las
gentes no se entusiasman con el evangelio, o que nuestra misma vida no es apoyo
válido o suficiente para predicar el mensaje de Jesucristo con el testimonio y
con la palabra. A pesar de todo no podemos renunciar a nuestro deber
apostólico, ni retardar, ni reducir su cumplimiento a causa de nuestros miedos
al fracaso, ni por dudar de nuestra eficacia apostólica, ni por sentir nuestra
pobreza personal.
7. La garantía de la
autoridad con que la Iglesia nos llama, está en el respaldo que Dios mismo da a
Jesucristo, fundador del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia universal. El
Señor Jesús nos ha dicho: “quien me sigue
no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Y
estas palabras quedan garantizadas en su verdad, por la voz de Dios que se hace
oír en la transfiguración. Revestido Jesucristo del brillo mesiánico, se oye la
voz del cielo que dice: “Este es mi Hijo,
el amado, mi predilecto. Escuchadlo” (Mt 17, 5).
Jesucristo, con el
respaldo que le da la voz de Dios Padre en el momento de su Bautismo a manos de
Juan, y en el hecho de la Transfiguración que hoy hemos recordado la
transfiguración, nos ha dicho: “Id y
haced discípulos de todos los pueblos bautizándoles en el nombre del Padre, y
el Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado” (Mt 28, 19-20).
De nosotros depende
buscar las formas concretas, las acciones oportunas y las ayudas necesarias
para realizar concretamente en las respectivas comunidades cristianas y en los
ambientes propios las acciones que puedan llevar la luz del Evangelio a los
hermanos alejados o increyentes.
Desde este momento
hago una llamada muy seria y muy esperanzada a todos los miembros de nuestras
Parroquias y de todas las asociaciones cristianas para que se pongan a la obra
con fe y con decisión. Sin ellas no es posible la esperanza. Y sin esperanza
resulta imposible emprender la evangelización.
El Señor está con
nosotros. Así que nadie puede hacernos temblar. Nosotros, como S. Pedro, a
pesar del fracaso que puede llegarnos alguna vez, debemos reemprender nuestra
tarea diciendo: “En tu nombre, Señor, lanzaré las redes” (Lc. 5,2).
8.- Queridos
hermanos: abramos nuestro corazón a la Palabra de Dios. Sólo de este modo
podremos alcanzar la luz y la fuerza de la fe. Oremos confiadamente al Señor
para que nos ayude en los momentos de debilidad.
Pidámosle, por
intercesión de la Santísima Virgen, la primera y más firme creyente, que nos
conceda la gracia de descubrir cada día más y mejor la alegría del evangelio. Y
que esta experiencia gozosa, nos impulse a dar gratis lo que gratis hemos
recibido.
QUE ASÍ SEA.
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