HOMILÍA EN EL DOMINGO IV DE CUARESMA

30 de marzo de 2014

1. Queridos hermanos sacerdotes que presidís en la caridad las comunidades parroquiales de la Vicaría Sierra Sur – Raya de Portugal. Queridos miembros del Cabildo Catedralicio que os unís a esta concelebración contribuyendo a destacar el signo de la unidad del presbiterio diocesano junto al Obispo.
Queridos fieles cristianos que habéis peregrinado hasta el Templo madre de toda la Diócesis, sede del Pastor de esta Iglesia particular.
Hermanas y hermanos todos, miembros de la vida consagrada y seglares.

2.- Bendito sea el Señor que ha ido ordenando tan diversas circunstancias para que nos reuniéramos hoy en torno a su altar. Aquí venimos para escuchar su Palabra. Ella nos evangeliza para que percibamos la grandeza del amor infinito de Dios; para que experimentemos la colmada paciencia de su misericordia; y para que brille la luz de su gracia en nuestra mente y en nuestra conciencia y podamos gozar de la esperanza que no defrauda porque se funda en Nueva y eterna Alianza sellada con la sangre de Jesucristo nuestro redentor.
Nuestro Señor nos espera hoy aquí para darnos a conocer su plan de salvación, para manifestarnos que desea contar con nosotros en la tarea de comunicar a nuestro prójimo la promesa de la vida eterna y feliz junto a Dios al partir de este mundo; y para pedirnos que nos decidamos a colaborar con Él contribuyendo a la urgente obra de la Evangelización.
El Señor se acerca a nosotros hoy y aquí, personal y realmente, por la consagración del pan y del vino que, convertidos en su Cuerpo y Sangre, constituirán la presencia verdadera de Jesucristo vivo y glorioso, triunfante después de su pasión y muerte con las que venció para siempre el poder del maligno y nos abrió las puertas a la vida.

3.- Bendito sea el Señor que se ha valido ahora del tiempo litúrgico de la Cuaresma y de la llamada eclesial a empeñarnos en la evangelización, para que nos planteemos qué somos en verdad como imagen y semejanza de Dios; qué somos y qué estamos llamados a ser como miembros de la gran familia de los hijos de Dios que es la Iglesia; y para que vayamos descubriendo cada día más la inmensa riqueza y dignidad de la misión que nos encomienda como apóstoles en este mundo en que vivimos.
Considerando la llamada del Señor a conocer nuestra realidad profunda y la dignidad con que nos enriquecido, debemos preguntarnos: ¿Somos conscientes de que todo lo que somos y tenemos es puro regalo de Dios? ¿Nos sentimos inclinados a dar gracias al Señor que nos ha llamado a compartir la herencia de los santos en la luz? ¿Creemos de verdad que Dios nos ama infinitamente, y que, por tanto, nos ha dado a conocer toda esta grandeza de que hablamos? ¿Hemos caído en la cuenta de que el Señor nos pide que compartamos generosamente con nuestros semejantes la luz de la fe, la alegría de pode ser amados por Dios y de poder amarlo como verdadero Padre?
¿Aceptamos nuestras limitaciones, las contrariedades, las carencias que no podemos resolver por nosotros mismos, e incluso los fracasos en nuestra andadura por la vida como una ocasión para reconocer nuestra pequeñez ante Dios y la necesidad de recurrir a Él constante y confiadamente? ¿Cómo y cuándo nos acercamos a Dios, Padre de las misericordias y Señor de todo consuelo, que nos espera en el silencio y la intimidad de la oración, en el sacramento de la Penitencia que es el tierno abrazo de la misericordia infinita de Dios, y en el Banquete de la Eucaristía donde Jesucristo se nos da como alimento capaz de fortalecer nuestro espíritu para que nos unamos fuertemente a Jesucristo en la obra de la evangelización del mundo?

4.- El Señor nos ha llamado a realizar una acción nada fácil en los ambientes en que nos movemos generalmente. Hablar de Dios resulta difícil si nos dirigimos a jóvenes y adultos que viven al margen del Evangelio. Esto ocurre muchas veces incluso en la propia familia. Ocurre también, quizás, en la misma catequesis de jóvenes. Y ocurre, también, entre los compañeros de trabajo y entre los amigos, incluso en personas que se manifiestan vinculados a la fe cristiana y a la Iglesia. Frente a este panorama resulta muy fácil pensar que la tarea evangelizadora no es obligación nuestra porque presenta dificultades que nos parecen insuperables dada nuestra pequeñez.
Ante esta situación posible, la palabra de Dios nos habla muy claramente diciéndonos: “EL Señor es mi pastor, nada me falta…Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas…Me guía por el sendero justo” (Salmo 22). Esta palabra del Señor, que tan oportunamente se hace oír hoy cuando iniciamos los trabajos de la Evangelización, nos ha de hacer pensar auxiliados por la luz de la fe. Creyendo entonces firmemente que el Señor está con nosotros y no falla nunca, debemos elevar al cielo nuestra plegaria diciendo, como nos sugiere el mismo Salmo: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan, Señor, todos los días de mi vida”, Y, convencidos de ello, vayamos con decisión a dar gratis a los hermanos lo que gratis hemos recibido de la Iglesia en la familia y en la parroquia. No olvidemos nunca que nuestra mirada se queda en las apariencias, donde se hacen más notorias las dificultades de las cosas y los defectos de las personas, Para que miremos de otro modo la realidad, la palabra de Dios nos ha dicho hoy en la primera lectura: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (I Sam. 16, 7).
 ¿No se nos ocurre pensar que si el Señor ha puesto en nuestro camino esas personas aparentemente tan opuestas, quizás, al evangelio es porque en el fondo de su corazón necesitan la palabra, el amor, la luz y la ayuda del Señor Jesús? ¿No creemos que, estando el Señor presente en su Iglesia, ha querido valerse de cada uno de nosotros para que lancemos las redes en su nombre por más imposible que supongamos la pesca?

5.- ¿Acaso nos viene a la mente la sospecha de que la evangelización es tarea reservada a los sacerdotes y a los miembros de la vida consagrada? Pues quede claro que los seglares estáis más cerca de la familia, de la escuela, de las instituciones civiles, y de los diversos ámbitos de la sociedad. Habrá que pensar muy seriamente en esto y arbitrar la forma de que los sacerdotes y los miembros de la Vida consagrada ayuden a los seglares en la preparación personal e institucional, para que cada uno evangelice en los ambientes más cercanos. El Evangelio de hoy nos da muestra clara de que cada uno debe transmitir lo que ha experimentado. Cuando los judíos preguntan a los padres del ciego ya curado sobre quién le devolvió la vista, ellos responden: “Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse” (Jn. 9, 20-21).

6.- En este día cuaresmal, que nos convoca a la conversión interior, no podemos pasar por alto la palabra de Dios que nos habla en el Salmo interleccional invitándonos a decir: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22, 4). Y el Señor, dándonos su gracia, nos dirá: “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tú luz” (Ef 5, 14).
No olvidemos que a nuestro lado hay personas que, aunque no aparenten penas, están soportando el dolor más grande y la pobreza más cruda que consiste en no encontrarle gracia a la vida y lanzarse ávidamente sobra las cosas, como si ellas tuvieran la solución a sus necesidades.

7.- Pidamos que la Santísima Virgen María, primera evangelizadora, primera manifestadora de Jesucristo su Hijo, que nos enseña a dar testimonio del mensaje de Quien es fruto de sus entrañas; y que nos ayude a soportar con dignidad, como hizo ella, el dolor de alguna espada que se clave en nuestra vida al empeñarnos en hacer caso a la llamada del Señor.

QUE ASÍ SEA.            

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