Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida
Consagrada y fieles laicos,
Queridos D. Felipe Albarrán y D.
Fernando Domínguez que hoy distinguiremos con
la Medalla de la Archidiócesis:
1.- La oración inicial de la Misa nos ha invitado a pedir
a Dios la gracia de “vivir siempre alegres en su servicio”.
Vivir dedicados al servicio de Dios no
equivale a ocupar la vida entera en la oración, en los ejercicios piadosos, en
las actividades apostólicas organizadas, etc. Vivir en el servicio de Dios es
vivir de acuerdo con la vocación que Dios ha dado a cada uno. Esa vocación
señala el camino que debemos seguir en la propia vida para alcanzar el pleno
desarrollo de nuestras capacidades. Y esas capacidades son las que Dios nos ha
regalado para que atendamos a la
vocación que de Él hemos recibido. Vocación que nos manifiesta la voluntad de
Dios sobre cada uno. Por eso, Jesucristo nos enseñó a orar pidiendo al Padre
que se haga su voluntad en la tierra como se hace en el cielo. Con ello, los
beneficiados somos nosotros.
2.- Es necesario tener en
cuenta que, como Dios nos ha creado y nos ha redimido, sabe más que nosotros
mismos lo que nos conduce a la plenitud en la libertad, en la paz interior, en
el desarrollo de todos los talentos con los que nos ha enriquecido, y en la alegría que permanece sobre el inevitable sufrimiento
mientras vivamos en este mundo. La alegría, es fruto siempre de la satisfacción
interior por haber encontrado el sentido de la vida y de cuanto en ella nos
acontece. Y esa alegría se goza plenamente cuando uno sabe que puede
conservarla porque no es fruto del azar, sino de la voluntad de Dios que
procura siempre nuestro bien.
3.- Vivir en el santo
servicio de Dios, en tanto que esto supone vivir de acuerdo con Él, requiere de
nosotros procurar la cercanía y el diálogo con Él para que nos oriente. Por
tanto, para vivir la alegría del servicio a Dios debemos intimar con Él; debemos
darle un lugar preferente en nuestra vida. A todo ello nos conduce el Santo
Evangelio. Ese es el motivo por el que el Papa Francisco nos enseña que, por
encima de todas las alegrías pasajeras, que pueden propiciarnos legítimamente
los acontecimientos favorables y agradables, está la alegría del Evangelio, la
alegría que nos causa la Buena Noticia de la salvación
que nos ha traído Jesucristo. “La alegría del Evangelio, -dice el
Papa- llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”.
Y añade: “Con Jesucristo siempre nace y renace
la alegría” (EG.
1).
4.- En íntima relación
con todo lo que vamos diciendo está el mensaje que nos ofrece hoy el Evangelio
que acabamos de escuchar. La alegría, la felicidad, la salvación se alcanza
desarrollando los talentos que Dios ha dado a cada uno. Ese es el camino de la
propia salvación, y el modo más importante de procurar la salvación de los demás.
Entre los talentos que
Dios nos ha concedido, el más importante es su Gracia, el participar de la
redención y ser miembro de la gran familia de los hijos de Dios que es la
Iglesia. Para nosotros, la Iglesia es Madre y Maestra; es nuestra familia
espiritual que nunca muere; es la fuente en que podemos beber del agua de la
gracia que salta hasta la vida eterna, y que la Iglesia nos ofrece en el
Bautismo, en la Penitencia, en los demás
sacramentos, y, sobre todo, en la Eucaristía. Por tanto, nuestra atención a la
Iglesia debe ir pareja con nuestra colaboración y servicio, que es nuestro
deber prestarle en la medida de nuestras posibilidades. Eso es lo que se nos
pide hoy al celebrar el Día de la Iglesia Diocesana. Nuestra oración debe ser
por nuestra Iglesia particular, por nuestra Diócesis. Nuestro ánimo de servicio
debe mirar a la Iglesia diocesana, bien sea en lo que se refiere a las
necesidades materiales y apostólicas, bien sea en lo que se refiere a su extensión
y presencia en el mundo.
5.- Hoy debemos unirnos
en oración para que el Señor conceda a cada uno la gracia de encontrar la forma
concreta como Dios quiere que sirvamos a la Iglesia. Esta oración ha de tener
presentes a los demás miembros de la comunidad cristiana para que también ellos
encuentren su lugar en la Iglesia y descubran la misión que les corresponde al
interior de la Iglesia y fuera de ella. Estamos llamados a ser luz del mundo.
6.- Yo os pido hoy, encarecidamente, que tanto en
la oración como en la ayuda material seáis generosos. Sabed que todas vuestras
aportaciones de hoy se destinan a ayudar a las parroquias más necesitadas, que
son muchas. No olvidemos orar para que la acción evangelizadora, que es el
tercer objetivo del Plan Diocesano de Pastoral, alcance a cuantos la necesiten
y son nuestro prójimo.
7.- Hoy, como signo de
gratitud a quienes han destacado por su servicio incondicional a la Iglesia
diocesana, vamos a imponerles la Medalla de la Archidiócesis. Esta es la mayor
distinción que concedemos a quienes, de modo continuado e incondicional,
desempeñan una labor ejemplar y gratuita al servicio de la Diócesis. Cada uno
de los premiados ha dejado una huella notable en tareas tan delicadas y
difíciles, como nobles y necesarias. El cuidado de la dignidad de los actos
eclesiales y eclesiásticos, y el embellecimiento del culto mediante el
exquisito arte del canto realizan, en la práctica, lo que el Papa Benedicto XVI
nos invitaba a tener especialmente en cuenta: el Arte de celebrar los misterios
del Señor.
Aprovecho este momento
para manifestar mi admiración y gratitud a D. Fernando Domínguez, Director del
Coro de la Catedral; y a Don Felipe Albarrán, Jefe de protocolo del Arzobispado
y promotor del grupo de seglares adultos
que atienden ejemplarmente en la
Catedral los actos de culto catedralicio de especial solemnidad. Para ellos
vaya, también, mi gratitud y mi especial Bendición. En ella quiero recoger la
merecida gratitud de cuantos sienten justamente como propia esta Iglesia
particular de Mérida-Badajoz, objeto de nuestro amor y de nuestro servicio, y
casa en la que vivimos con el Señor y con los hermanos que él nos ha dado.
8.- Pidamos a la
Santísima Virgen María que nos alcance de Dios la gracia de ser fieles hijos de
la Iglesia, obedientes a la vocación del Señor, caritativos con las necesidades
de la Iglesia y de los hermanos, e incondicionales colaboradores con quienes
Dios ha puesto a nuestro lado para llevar a término la obra de la pastoral y
del apostolado. La colaboración eclesial es la mejor manifestación de la
comunión que debe presidir nuestra vida como hijos de Dios.
Que el Señor nos mantenga
unidos en la comunión y en la colaboración.
El mejor obsequio que
podemos hacer hoy a D. Felipe Albarrán y a D. Fernando Domínguez, además de
manifestarles nuestro afecto y gratitud, es ofrecerles nuestro apoyo y
colaboración según nuestras posibilidades en aquello que constituye la
responsabilidad de cada uno.
QUE ASÍ SEA.
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