Mis queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes:
Queridos
hermanos y hermanas miembros de la Vida Consagrada y seglares que os habéis
preparado para servir a la Iglesia como Ministros Extraordinarios de la
Comunión,
Queridos
hermanos todos, religiosos y seglares:
1.-
Celebramos hoy una fiesta litúrgica de gran importancia para el cultivo de la
fe cristiana y para el estímulo personal en
el camino de la vida.
Toda
la vida y todas palabras de Jesucristo gozan de la riqueza salvadora querida
por Jesucristo para todos nosotros. Su vida y su palabra, narradas en el
Evangelio y transmitidas fielmente por la Iglesia, nos manifiestan la verdad
por excelencia; y, con ella, estimulan nuestra esperanza de salvación. Pero, a
demás de ello, el hecho de celebrar el triunfo definitivo de Jesucristo, aclamándolo
como Rey de la creación y, por tanto, como Rey de cielos y tierra, nos llena de
especial gozo y esperanza. La razón de ello es fácil de entender. Porque, si
Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Y si nosotros vamos a resucitar,
porque Cristo ha resucitado, debemos buscar las cosas de arriba donde está
Cristo sentado a la derecha del Padre (cf. Col. 3, 1), y donde esperamos estar
nosotros por la misericordia divina. Si Cristo ha resucitado, venciendo el mal
con la fuerza de su bondad y de su
sacrificio, nuestro corazón se abre a la confianza en que, con la ayuda de Dios, también nosotros podemos
vencer el mal unidos a Jesucristo.
¡Qué
importante es considerar esto en los
tiempos que corren, castigados por malas noticias que ocasionan momentos de un pesimismo
extendido! ¡Qué importante es considerar el triunfo de la resurrección de
Jesucristo; sobre todo cuando nos enfrentamos con nuestras propias miserias y
pecados, sabiendo que hemos sido llamados y capacitados para ser mensajeros de
la vocación divina a la santidad.
Nosotros, movidos por la
fe en Jesucristo resucitado, creemos que se puede vencer el mal a fuerza de
bien. Al saber que Jesucristo ha resucitado para nuestra salvación, tenemos la
seguridad de que la fuerza del bien para luchar contra el mal puede llegarnos
pidiéndola a Dios Padre en nombre de Jesucristo su Hijo y Redentor nuestro.
2.-
Es necesario llegar al convencimiento de que el cambio de intenciones, de
actitudes y de comportamientos que invaden
todos los ámbitos de la vida personal y social es posible y no depende
sólo de nuestras fuerzas. El Señor obra en nosotros y a favor nuestro. Nosotros
debemos ser conscientes de ello y poner lo que está de nuestra parte.
Es a nosotros, a quienes
dijo el Señor en el Paraíso: creced y multiplicaos y dominad la tierra (cf.
Gen. 1, 28). Por tanto es a nosotros a quienes corresponde ordenar hacia el
bien cuanto hay bajo el cielo. Para ello, es necesario que estemos atentos a las
motivaciones que dirigen nuestras decisiones y acciones. Sólo así podremos
seleccionar las buenas y prescindir de las malas. Es necesario que sepamos
recurrir al Señor; y que aprovechemos su gracia, cuya fuente está en la
Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento por el que llega a nosotros el mismo
Señor con toda la fuerza de su redención. Es, también, deber nuestro, procurar
que otros valoren el Sacramento de la Eucaristía y participen de él con fe y
devoción, confiando en que el Señor, con su gracia, puede cambiar nuestro mal
en bien.
3.-
Hoy, en este acto solemne, que es la fiesta de la victoria de Jesucristo como
Rey del Universo, nos hemos reunido en torno
al Altar del Señor llevados por el ánimo de participar en esa victoria. Estamos
decididos a hacer lo que esté de nuestra parte en cada momento para que no se
pierda nada de esa victoria de Jesucristo; para que seamos capaces de obrar al
servicio del plan de salvación universal; para empeñar cuanto somos y tenemos
procurando que el Señor ocupe el corazón de los hombres y mujeres, jóvenes y
adultos, y los haga apóstoles de la verdad, del amor y de la esperanza.
Ser
apóstoles de la verdad requiere amar a la verdad más que a uno mismo. Si
llegamos a ello, venceremos la tentación
de justificar nuestros errores y debilidades con argumentos falsos o con
excusas incorrectas. Descubrir la Verdad, que es Cristo, no solo ilumina
nuestros pasos por esta vida, sino que nos permite descubrir el valor de las
personas, creadas a imagen y semejanza de Dios y que, por ello merecen toda
atención. Sabemos que la mayor y mejor atención que podemos prestarles consiste
en darles a conocer esa verdad que es
don de Dios, y que es capaz de cambiar el odio en amor, el olvido del prójimo
en servicio a los demás, y el pesimismo en esperanza.
4.-
En esta celebración festiva, algunos de
nuestros hermanos en el Señor van a recibir el encargo de ayudar, cuando sea
necesario, en la administración de la sagrada Comunión, especialmente
llevándola a los enfermos e impedidos. Este servicio a los fieles, además de
ser una una preciosa obra de la más alta caridad, se convierte, para los
ministros extraordinarios de la Comunión, en una llamada para que vuestra vida
sea acorde con el servicio que realizan.
Llevar al Señor a los demás nos pide estar cerca de él hasta poder decir, como
S. Pablo: “Vivo, pero no soy yo quien
vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).
Queridos
hermanos que vais a recibir este envío para un servicio tan digno: sed exquisitos
en el trato con el Señor. Que, cuando lo llevéis a los enfermos,
vuestro camino hacia su domicilio sea un tiempo de oración que excite en
vosotros actos de amor a Dios; y que, en vuestra intimidad con el Señor, recéis
por la Iglesia, por los sacerdotes, por los familiares de los enfermos, y por
cuantos necesitan la gracia de Dios y no han llegado a conocer a Jesucristo
nuestro salvador.
Que
la Santísima Virgen María, primera criatura que llevó al Señor cerca de su
corazón, y que nos lo dio a conocer, interceda por nosotros y por cuantos han
de ser destinatarios de vuestro servicio eucarístico.
QUE
ASÍ SEA
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