Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada que iniciáis
hoy el Año que la Iglesia dedica a esta
Vocación tan valiosa para el enriquecimiento de las comunidades cristianas,
Queridos
fieles cristianos todos:
“La gracia y la paz de parte de Dios,
nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, sean con todos vosotros” (1 Cor. 1,
3).
1.- En esta solemne
celebración iniciamos dos acontecimientos que constituyen una llamada del Señor
a todos los que creemos en Él: iniciamos, a la vez, el tiempo de Adviento y el
Año dedicado a la Vida Consagrada. Y, como un signo de la providencia divina,
que vela para que no falten a su Iglesia
pastores según su corazón, hoy admitiré a un joven de nuestra Diócesis a la
preparación inmediata para recibir el sacramento del Orden sacerdotal.
Enhorabuena, querido Quico. Todo llega.
El
Adviento, como el mismo nombre indica, es tiempo de espera del Señor, y, por
tanto, de preparación para el encuentro con Él.
El
Año dedicado a la Vida Consagrada, es tiempo de apertura a esa rica realidad
que, con sus variados carismas, constituye un verdadero obsequio de Dios a su
Iglesia. De este regalo, que toca de un modo especial a quienes han sido
llamados a esta forma de vida cristiana, nos beneficiamos todos los miembros de
la Iglesia y muchos que no pertenecen al
pequeño rebaño del Buen Pastor, aunque haya ocasiones en que nos pase
desapercibido. No hay más que contemplar
las variadísimas y abundantes acciones orientadas a la evangelización y a la
atención humana a los necesitados de cualquier lugar, credo y condición.
Cada uno de los carismas
de los Institutos de la Vida Consagrada
constituye una muestra de las diversas atenciones con que el Señor cuida de su Iglesia y de quienes peregrinamos por
esta vida.
2.- En la Oración inicial de la Santa Misa, he
pedido al Señor la gracia de creer firmemente que el Señor toma siempre la
iniciativa y viene a buscarnos. Ese es el mensaje de la Navidad a la que nos
preparamos en Adviento. El Señor viene en busca nuestra constantemente. Y se
hace presente a nosotros de muy diversas
formas: en su palabra, en los sacramentos, en las personas, y, de un modo
especial en los más desposeídos.
Ante
la delicadeza de Dios, que toma la
iniciativa de buscarnos, debemos sentirnos llamados inexcusablemente a salir a
su encuentro. Así lo hemos pedido en la oración inicial, diciendo: “aviva en tus fieles, al comenzar el
Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene.” Pero el
deseo cuya viveza suplicamos, no es un mero sentimiento en el que nos
complacemos pretendiendo agradar a Dios.
El deseo de salir al encuentro de Jesucristo implica nuestra decisión de ir “acompañados
de las buenas obras” (Orac. Colecta). Para ello necesitamos la ayuda del
Espíritu Santo, porque Él sabe lo que nos conviene en cada momento (cf.--------).
Por eso, el Profeta Isaías nos invita hoy a pensar y asumir, con verdadera
fe, que el Señor es nuestro redentor (cf. Is. 63, 16); que nadie puede ayudarnos como Él, porque “jamás oído oyó ni ojo vio un Dios fuera de
ti, que hiciera tanto por el que espera en él” (Is- 64, 3).
Esta fe en la grandeza de
Dios es algo que puede parecernos lógico y necesario. Ningún cristiano
afirmaría lo contrario. Sin embargo, en
la vida cotidiana fácilmente nos distraemos y se enfría esta fe. Ante
determinadas pruebas en momentos difíciles, fácilmente podemos olvidarnos de la
divina providencia, que todo lo hace o lo permite para nuestro bien. Entonces
podemos terminar, paradógicamente, quejándonos ante Dios, antes que dándole
gracias porque en todo vela por nuestra salvación.
Por
esa deficiencia de fe tan peligrosa, hoy, al comenzar el Adviento y, en él,
nuestro camino hacia el encuentro con Jesucristo, debemos hacer nuestras las
palabras del Salmo interleccional, diciendo con humilde fe: “Señor, Dios nuestro, restáuranos, que
brille tu rostro y nos salve (Sal. 80, 4). Que tu mano proteja a tu escogido” (Sal. 80, 18). Esta oración
debería ser permanente en el Adviento. Sólo así la Navidad será una auténtica
fiesta en la que vivamos, a plena conciencia, el amor que Dios nos tiene. En el
amor de Dios está la fuerza mayor para seguirle en todo momento.
3.-
Teniendo en cuenta el regalo de Dios que supone la vocación a la Vida
Consagrada en el sacerdocio, y en las distintas formas de entrega al Señor
enteramente y de por vida, deberíamos dar gracias constantemente al Señor porque no cesa de
llamar a jóvenes y adultos para que se consagren a Él. Hoy, la Palabra de Dios nos brinda esta oración de gratitud, con
palabras de S. Pablo: “en mi acción de
gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en
Cristo Jesús” (1 Cor. 1, 4). Yo hago mía esta plegaria, e invito a los
fieles laicos a que la hagan propia también, valorando el don que, cada uno en
su
A vosotros, queridos hermanos y hermanas,
pertenecientes a los distintos Institutos de Vida Consagrada; y a ti, querido
Quico, que hoy das un paso muy importante hacia tu consagración sacerdotal,
quiero deciros, también con palabras de
S. Pablo: “en vosotros se ha probado el
testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito” (1
Cor. 1, 6-7).
Este
convencimiento profundo, como corresponde al alma creyente en Cristo Jesús y
confiada en la acción del Espíritu Santo, ha de apoyaros en los momentos de
zozobra personal o institucional. De modo que la fe en Cristo Jesús sea más
fuerte que todas las circunstancias adversas con que podáis encontraros.
4.-
Queridos miembros de la Vida consagrada: en este año que dedica la Iglesia a
orar por vosotros, intensificad también vuestra oración para vivir vuestro carisma con toda claridad y
fidelidad, y con un profundo sentido eclesial. Amad a la Diócesis en que os ha
puesto el Señor. La presencia de los Institutos de Vida Consagrada en distintos
países y diócesis no ha de llevaros
nunca a olvidar que sois Iglesia por la pertenencia directa a una Iglesia
Particular.
Por
los buenos ejemplos de servicio que dais en distintas parroquias, y de atención a jóvenes y adultos en las
diferentes circunstancias de la vida, quiero daros las gracias.
Os animo a seguir con
empeño el espíritu de vuestros fundadores, sin miedo a sorprender y sin que os
frene la incomprensión o los juicios vanos e infundados. Con ello os asemejáis más a Jesucristo y hacéis
más fecundo vuestro apostolado.
Gracias,
de nuevo, queridos miembros de la Vida Consagrada. Os deseo toda bendición del
Señor y abundantes vocaciones.
Que
la Santísima Virgen María, que consagró su vida entera al Señor desde su más
tierna juventud, y que ayudó a los
Apóstoles para que permanecieran fieles en momentos difíciles, os proteja y
acompañe siempre.
QUE
ASÍ SEA
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