HOMILÍA DOMINGO III DE CUARESMA

Día 15 de Marzo de 2009


La Palabra de Dios se dirige a nosotros en el tercer Domingo de Cuaresma con una advertencia fundamental y muy oportuna para nosotros en los tiempos que corren: “No tendrás otros dioses frente a mí” (Ex 20, 1)

1.- Parece que estas palabras delatan una postura absolutista de parte de Dios. La sensibilidad que se va imponiendo desde la cultura dominante es contraria a las referencias objetivas, a las afirmaciones rotundas, a la Verdad permanente, a la autoridad, a la manifestación sencilla de la conciencia que cada uno tiene de sí mismo de acuerdo con la fe que profesa y la educación que ha recibido. Parece que todo hay que disimularlo, o afirmarlo y asumirlo con apariencia de moderación, sin volcarse plenamente en ello, como si uno apenas creyera en lo que dice, y dando cabida a diversas imprecisiones, que algunos llaman matices, y que relativizan la verdad según la situación en que se encuentra cada uno.

Sin embargo, Dios no puede ser sometido a reducciones, ni a matices impuestos por las conveniencias de los hombres, ni a relativismos por los que se haya de quedar en segundo lugar o en un ámbito indefinido en relación con las personas y con el mundo. La razón es muy sencilla: en el momento en que pusiéramos a Dios en segundo lugar, o le equiparáramos a otras realidades, condicionando a esa valoración el respeto y obediencia que merece, en ese preciso momento dejaría de ser Dios para quienes así lo trataran. De este error, los perjudicados serían y son siempre las personas que obraran de ese modo.

Dios no pude dejar de ser Dios y, por tanto, infinito en su existencia, en su bondad y sabiduría; en su poder y en su gobierno providente; en su misericordia y en su autoridad sobre nosotros. Y cuando un ser es infinito, ningún otro puede serlo; o ninguno sería, en verdad, infinito; ninguno sería Dios. Eso es lo que pasaba a los pueblos antiguos que tenían varios dioses dando a cada uno atribuciones distintas; ninguna de ellas alcanzaba al infinito. Y, en esa situación, no teniendo un Dios verdadero y único, ¿cómo podríamos explicar el origen de cuanto existe, el orden del universo, y el sentido y la finalidad de cuanto existe?

2.- Sin Dios, el hombre queda perdido y abocado a la esclavitud de las realidades y de las fuerzas, apetitos, tendencias y aspiraciones que brotan espontáneamente de la propia contingencia, de la propia e inevitable versatilidad que depende, a su vez, de tantas y tantas circunstancias personales y ajenas, casi siempre imprevisibles.

Dios es la razón de nuestra vida y del tránsito a la existencia infinita y feliz que llamamos muerte. Por tanto, es Dios quien ilumina nuestra mente y nuestra conciencia para que podamos entender el carácter positivo de la enfermedad, del dolor, de la alegría, del éxito y del fracaso, como circunstancias que nos ayudan a forjar nuestra personalidad, a avanzar en nuestro desarrollo, a unirnos a Cristo en su cruz y en su resurrección, y a vivir en la esperanza, puesto que Dios nos ha prometido su ayuda y su bendición para que gocemos eternamente junto a él.

Pero Dios, para exigirnos que no tengamos doble servidumbre en nuestra vida, para presentarse como el único Dios, y para llamarnos a que obedezcamos y sigamos su palabra aprovechando su gracia, nos ha enseñado la verdad de sus palabras, de modo que podamos entenderla.

En la primera lectura de hoy nos dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud” (Ex 20, 1).

Estas palabras eran muy clarificadoras para el pueblo de Israel, porque este pueblo sabía muy bien que su liberación, el don más preciado de su historia como personas y como pueblo, estaba precisamente en lo que Dios había hecho por ellos, dándoles la victoria y la libertad, como un regalo frente a otros pueblos mucho más fuertes. Por tanto, el haber sido liberados por Dios, que es el único que se había manifestado con poder frente a otros pretendidos dioses y a pueblos tan fuertes como el pueblo egipcio, es para el israelita una razón, más que suficiente, para que la prohibición de no tener otros dioses que al único Dios liberador, sea muy bien entendida.

El pueblo de Israel sabía esto muy bien. Lo que ocurría a este pueblo es lo mismo que nos ocurre a nosotros; esto es, que nos olvidamos fácilmente de ello, empujados por la presión de las propias concupiscencias y de las diversas tentaciones llegadas de tan distintos frentes. Por eso, si observamos nuestra vida, veremos que con facilidad reducimos la atención que Dios merece, o amañamos la palabra de Dios y su Verdad objetiva, según nuestras propias conveniencias. Esto es lo que ocurre ante los mandamientos que el Señor grabó en nuestra alma desde el momento de la creación. Y así anda el mundo. El respeto a la vida, a la propia imagen, a la justicia, al compromiso matrimonial, a la verdad, etc. se hace depender, en cada momento, de los intereses personales o institucionales. Y se pretende justificar esa tergiversación mediante los llamados consensos sociales, e incluso mediante leyes que pretenden suplantar los derechos fundamentales de las personas, fundados en la ley natural, en la ley que Dios grabó en el corazón del hombre y de la mujer al crearlos.

4.- Para ayudarnos a la conversión en este tiempo de Cuaresma, Dios nos habla a través del salmista y nos advierte de que “la ley del Señor es perfecta y es descanso del alma… los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Sal 18 8.9)

Si, verdaderamente llegáramos a descubrir por experiencia el bien que nos hace el cumplimiento generoso y bien motivado de la Ley de Dios, de la palabra de Cristo transmitida por la Iglesia, cambiaría nuestra vida; seríamos más generosos con Dios, más coherentes en nuestros comportamientos, más abiertos a la gracia de Dios, más lanzados a comunicar a los demás esa experiencia salvadora y esperanzadora en medio de los ajetreos y contrariedades del mundo. Seríamos verdaderamente apóstoles, ofreciendo al mundo el don más preciado que hemos recibido para compartirlo gratuitamente: el conocimiento y el amor de Dios y la promesa de salvación que nos enriquece con la esperanza frente a toda posible desesperación.

Para nosotros, además, la razón mayor, la razón contundente que ha de llevarnos a procurar acercarnos a Dios en la mente y en el corazón, en los criterios y en la vida, es la que nos presenta hoy el apóstol san Pablo dirigiéndose a los Corintios: tenemos un signo definitivo de la grandeza de Dios, del amor que nos tiene, del valor orientativo que tienen los mandamientos para que cada uno acierte en su vida. Este signo, que es al mismo tiempo garantía de verdad, está en la muerte y resurrección de Cristo. San Pablo, entendiendo que esto fuera escándalo para los judíos y locura para los gentiles, insiste en que en ello está la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1ªCor 1, 22ss.)

5.- El mensaje del evangelio, que hoy nos llama especialmente la atención porque sorprende ver a Cristo airado y obrando con especial fuerza contra los comerciantes del templo, nos enseña hasta qué punto puede llegar la mezcla de la ley de Dios con los intereses humanos. Esa mezcla de intereses lleva, según la escena evangélica a convertir en mercado y en centro de los propios negocios terrenos el mismo Templo, lugar sagrado por antonomasia y baluarte del pueblo religioso, casa de Dios y espacio de adoración y de ofrendas.

En cambio, si se les hubiera preguntado a los vendedores lo que pensaban tras del arrebato de Cristo, hubieran respondido que se les maltrataba y no se les comprendía; porque, al fin y al cabo, ellos no hacían otra cosa que facilitar a los devotos la materia de los sacrificios que deseaban ofrecer. Algo así como si estuvieran velando religiosamente por la recta oblación de las ofrendas. A veces somos tan sutiles para buscar la justificación a lo que hacemos, que llegamos incluso a engañarnos a nosotros mismos, pretendiendo justificar ante Dios incluso el mismo pecado.

La palabra de Dios nos presente hoy un objetivo claro para nuestra conversión: revisar las motivaciones que nos llevan a hacer lo que hacemos, a omitir lo que dejamos de hacer, a excusarnos ante Dios y ante los demás, y a irnos encerrando cada vez más en nuestra propia verdad, en lo que creemos o nos interesa creer que es la verdad, y que no nos libera sino que nos encierra en la esclavitud de nuestras propios errores y debilidades.

6.- Hoy vamos a instituir ministros de la Palabra y del Culto a unos jóvenes que se preparan para recibir el sacramento del Orden sagrado. La proclamación de la palabra de Dios y el servicio al Altar constituyen los elementos esenciales del ministerio eclesial. En la palabra de Dios resplandece la verdad que nos hace libres. Y en el altar del Señor se hace presente para nosotros, con toda su fuerza de amor y de salvación, el ministerio de Cristo redentor universal.

Al acompañar a estos jóvenes en el momento de ser elegidos para el ministerio de lectores y acólitos, demos gracias al Señor que ha despertado en ellos la vocación para la que les había elegido desde siempre; y asumamos la responsabilidad de ayudar a que los niños y los jóvenes descubran el gesto de predilección divina que consiste en llamarles a su santo servicio consagrado su vida al ministerio sacerdotal. En ello tenemos gran responsabilidad los padres, los sacerdotes, los catequistas y los educadores cristianos. Quizá nos falta algunas veces valentía o acierto para hacer la propuesta o la invitación con claridad y con la responsabilidad de asumir el necesario seguimiento de esa posible vocación.

7.- Pidamos al Señor que bendiga nuestras reflexiones para que, iluminados por su Palabra y ayudados por su gracia, lleguemos a descubrir la Verdad que nos hace libres, y a ordenar nuestra vida según la Verdad de Dios.

QUE ASÍ SEA

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